Textos por orden alfabético de Horacio Quiroga etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Horacio Quiroga etiqueta: Cuento


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De una Mujer a un Hombre

Horacio Quiroga


Cuento


—Sí —replicó impaciente el doctor Zumarán — . Ya conozco la fórmula: las cosas deben ser dichas, cueste lo que cueste… Ante el altar de la Verdad, aun una mentira que fue largo tiempo mentira, adquiere súbita pureza, por el solo hecho de ser confesada… ¡Ya! ¡Sé todo esto!…

Hubo un pequeño silencio. La noche caía ya. Adentro, en el escritorio, no se veía sino nuestras caras y los chismes de níquel de la mesa. Alguno de nosotros replicó:

—También conocemos todos lo que hay de fórmula y lo que hay de realidad: pero eso no obsta para que nos esforcemos en transmutar el programa ideológico en propia sustancia vital.

—Sí. sí —reafirmó Zumarán —. Ser cristianos por intelectualidad y pretender serlo por corazón… O serlo por corazón y aspirar a serlo de carácter. Es una noble tarea. ¿Ustedes no han conocido a ningún tipo violento, de buen corazón como suelen serlo casi todos ellos, empeñado en aprender a contenerse cuando la llamarada de indignación le sube a los ojos ante una perrería de cualquier vecino o de uno de sus hijos? Es la cosa más triste que pueda verse. Nadie más que él sabe que comprender es perdonar… que responder con una canallada a otra es hacerse digno de ella… (que no se debe pegar a los chicos… ¡Linda música! Yo he conocido a muchos con esta angélica pretensión, y su vida, les repito, no era agradable. Algo de esto pasa con la Verdad. Las cosas deben ser dichas… Sí, cuando por la pared opuesta no está guiñándonos el ojo una Verdad bastante criminal como para aniquilar dos o tres sueños de dicha. ¡Linda obra la de decir las cosas, entonces…!

El silencio se reprodujo. Quien más, quien menos, todos tenemos idea de algunas de estas Verdades que han rozado o clavado el dientecito en nuestra vida. Pero Zumarán, en su carácter de médico, debía estar bastante informado al respecto, y se lo insinuamos así.


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Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Dieta de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:


DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
 

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…


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5 págs. / 9 minutos / 174 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Agutí y el Ciervo

Horacio Quiroga


Cuento


El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.


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2 págs. / 4 minutos / 195 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alambre de Púa

Horacio Quiroga


Cuento


Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera—desmonte que ha rebrotado inextricable—no permitía paso ni aún a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde el malacara pasaba.

Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos, en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena.

Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles.


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10 págs. / 18 minutos / 662 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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6 págs. / 10 minutos / 140 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Almohadón de Pluma

Horacio Quiroga


Cuento


Su luna de miel fué un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses—se habían casado en abril—vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía en seguida.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso—frisos, columnas y estatuas de mármol—producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluído por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.


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3 págs. / 6 minutos / 7.793 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Balde

Horacio Quiroga


Cuento


—¡Señora! —gritó la sirvienta sofocada aún por la rápida ascensión—: son del depósito de abajo. Están enojadísimos con los niños... han querido quemar todo.

—¿Qué?, ¿quemar?, ¿qué?... Que suban. ¿Luisa? ¡Ah! ¡estos hijos! El dependiente estaba ya arriba.

—¡Sí, señora, sí, son sus hijos! ¡Sus niños que ya no saben qué hacer! Estaban agujereando el piso para incendiar el depósito... Los hemos visto.

—¡Qué horror! ¡Estos hijos van a acabar conmigo! ¿Pero está seguro? ¿No será una broma de criaturas?

—¿Broma, señora? ¡Sus niños son poco amigos de bromas! Con una barrena habían hecho un agujero para echar un fósforo. Se morían de gusto pensando en lo que iba a pasar. Esas son las bromas de sus niños... Por suerte los hemos oído a tiempo.

La señora prometió corregirlos debidamente, asegurando al empleado que nunca más volverían a tener quejas de ellos. Aquel, con una esquiva mirada de desconfianza, volvió gruñendo a su depósito de alcoholes.

La idea de los chicos era en efecto de pasmosa sencillez; por el agujero aquel, que el malhadado tuerto denunciara, se iba a echar entre todos un fósforo encendido. Los toneles de alcohol arden al menor contacto de una llama; esto es evidente. Pero el fuego artificial había fracasa­do porque el tuerto, oyendo el cuchicheo en el techo, había visto el agujero sobre el cual los chicos se daban incesantes cabezazos para aplicar todos a un tiempo el ojo. Aunque la idea era del segundo, el mayor ha­bía conseguido la barrena, perteneciéndole por tanto la llave del plan. El menor, cuya imaginación dormía aún entre recién pasados ensueños de fosfatinas y arrow—root, había logrado obtener que entre los tres se cogiera el fósforo encendido, y entre los tres se lo arrojase a aquel cielo prohibido.


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Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Canto del Cisne

Horacio Quiroga


Cuento


Confieso tener antipatía a los cisnes blancos. Me han parecido siempre gansos griegos, pesados, patizambos y bastante malos. He visto así morir el otro día uno en Palermo sin el menor trastorno poético. Estaba echado de costado en el ribazo, sin moverse. Cuando me acerqué, trató de levantarse y picarme. Sacudió precipitadamente las patas, golpeándose dos o tres veces la cabeza contra el suelo y quedó rendido, abriendo desmesuradamente el pico. Al fin estiró rígidas las uñas, bajó lentamente los párpados duros y murió.

No le oí canto alguno, aunque sí una especie de ronquido sibilante. Pero yo soy hombre, verdad es, y ella tampoco estaba. ¡Qué hubiera dado por escuchar ese diálogo! Ella está absolutamente segura de que oyó eso y de que jamás volverá a hallar en hombre alguno la expresión con que él la miró.

Mercedes, mi hermana, que vivió dos años en Martínez, lo veía a menudo. Me ha dicho que más de una vez le llamó la atención su rareza, solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta desdeñosa.

La historia es ésta: en el lago de una quinta de Martínez había varios cisnes blancos, uno de los cuales individualizábase en la insulsez genérica por su modo de ser. Casi siempre estaba en tierra, con las alas pegadas y el cuello inmóvil en honda curva. Nadaba poco, jamás peleaba con sus compañeros. Vivía completamente apartado de la pesada familia, como un fino retoño que hubiera roto ya para siempre con la estupidez natal. Cuando alguien pasaba a su lado, se apartaba unos pasos, volviendo a su vaga distracción. Si alguno de sus compañeros pretendía picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al caer la tarde, sobre todo, su silueta inmóvil y distinta destacábase de lejos sobre el césped sombrío, dando a la calma morosa del crepúsculo una húmeda quietud de vieja quinta.


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2 págs. / 4 minutos / 349 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Compañero Iván

Horacio Quiroga


Cuento


Una fría tarde de septiembre cruzábamos con Isola la Chacarita. En una cruz de hierro, igual y tan herrumbrada como todas las demás, leí al pasar:

IVAN BOLKONSKY

Nada más. El apellido me llamó la atención, y se lo hice notar a Isola.

—El mismo que la madre de Tolstoi —le dije—. Pero éste seguramente no era conde —agregué, considerando la plebeya uniformidad de las cruces a ras de tierra.

Isola se volvió vivamente, miró un rato la cruz, y me respondió:

—No, no era conde, pero era de la estirpe de los Tolstoi… ¡Pobre Iván! Yo creo que nunca le he hablado de él.

—Creo que no —le respondí—. No me acuerdo.

—Seguramente —agregó pensativo—. No nos conocíamos entonces… Sentémonos un momento… Me ha hecho acordar de tantas cosas… ¡Pobre Iván! ¡El amor que le he tenido! Teníamos todos una admiración profunda por él. Y ¡tras! Falló, como cualquiera de nosotros…

—Cuente —le dije.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Conductor del Rápido

Horacio Quiroga


Cuento


Desde 1905 hasta 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental.

Cierta mañana llegó al manicomio un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas antes.

En un momento dado de aquel lapso de tiempo, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores, también alienados.

Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren.

Tal es lo que leo en una revista de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno.

Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas. Más aun: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.

Hombres, mujeres, niños, niñitos, presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía. Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al frente de un manicomio.


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9 págs. / 16 minutos / 176 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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