Textos más populares esta semana de Horacio Quiroga publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 5

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autor: Horacio Quiroga fecha: 25-10-2020


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Tres Cartas y un Pie

Horacio Quiroga


Cuento


«Señor:

»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece, puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez ganarían.

* * *

»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.

»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas. Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las únicas que les interesan). Después suben y se sientan.

»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la incomodidad al lado de una chica.

»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 171 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Galpón

Horacio Quiroga


Cuento


Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.

Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.

Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.

—¿Usted es miedoso? —preguntole.

—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.

—¿Pero miedo, no?

—Sí, miedo.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Salvaje

Horacio Quiroga


Cuento


El sueño

Después de traspasar el Guayra, y por un trecho de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la navegación. Constituye allí, entre altísimas barrancas negras, una canal de doscientos metros de ancho y de profundidad insondable. El agua corre a tal velocidad que los vapores, a toda máquina, marcan el paso horas y horas en el mismo sitio. El plano del agua está constantemente desnivelado por el borbollón de los remolinos que en su choque forman conos de absorción, tan hondos a veces que pueden aspirar de punta a una lancha a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto, puede hacer las delicias de un botánico, en razón de la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas, que excitan en la flora guayreña una lujuria fantástica.

En esa región fui huésped, una tarde y una noche, de un hombre extraordinario que había ido a vivir a Guayra, solo como un hongo, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización, que todo se lo daba hecho; por lo que se aburría. Pero como quería ser útil a los que vivían sentados allá abajo aprendiendo en los libros, instaló una pequeña estación meteorológica, que el gobierno argentino tomó bajo su protección.

Nada hubo que observar durante un tiempo a los registros que se recibían de vez en cuando; hasta que un día comenzaron a llegar observaciones de tal magnitud, con tales decímetros de lluvia y tales índices de humedad, que nuestra Central creyó necesario controlar aquellas enormidades. Yo partía entonces para una inspección a las estaciones argentinas en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un poco la mano, podía alcanzar hasta allá.


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23 págs. / 40 minutos / 113 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ocaso

Horacio Quiroga


Cuento


Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Llama

Horacio Quiroga


Cuento


«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».

El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.

—¿La conocía usted? —le pregunté.

—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…

Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.

La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.

—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.

—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.

Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.

—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Óigame:


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9 págs. / 16 minutos / 364 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Puritano

Horacio Quiroga


Cuento


Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Reina Italiana

Horacio Quiroga


Cuento


I

Una sociedad exclusiva de abejas y de gallinas concluirá forzosamente mal; pero si el hombre interviene en aquélla como parte, es posible que su habilidad mercantil concilie a los societarios.

Tal aconteció con la sociedad Abejas-Kean-Gallinas. Tengo idea, muy vaga por otro lado, de que aquello fue una cooperativa. De todos modos, la figuración activa de Kean llevó la paz a aquel final de invierno, desistiendo con ella las abejas de beber el agua de las gallinas, y evitando éstas incluir demasiado el pico en la puerta de la colmena, donde yacían las abejas muertas.

Kean, que desde hacía tiempo veía esa guerra inacabable, meditó juiciosamente que no había allí sino un malentendido. En efecto, la cordialidad surgió al proveer a las abejas de un bebedero particular, y teniendo Kean la paciencia todas las mañanas, de limpiar el fondo de la colmena, y arrastrar afuera las larvas de zánganos que una prematura producción de machos había forzado a sacrificar.

En consecuencia, las gallinas no tuvieron motivo para picotear a las abejas que bebían su agua, y éstas no sintieron más picos de gallinas en la puerta de la colmena.

La sociedad, de hecho, estaba formada, y sus virtudes fueron las siguientes:

Las abejas tenían agua a su alcance, agua clara, particular de ellas; no había, pues, por qué robarla. Kean tenía derecho al exceso de miel, sin poner las manos, claro está, en los panales de otoño. Las gallinas eran dueñas de la mitad del maíz que Kean producía, así como de toda larva que cayera ostensiblemente de la piquera. Y aún más, por una especie de tolerancia de tarifa, era lícito a las gallinas comer a las abejas enfermas y a los zánganos retardados que se enfriaban al pie de la colmena.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Guantes de Goma

Horacio Quiroga


Cuento


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.

—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.

—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.

Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».

Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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