Textos más vistos de Isidoro Fernández Florez | pág. 2

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autor: Isidoro Fernández Florez


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La Escondida Senda

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


En aquel tiempo, Madrid era muy chiquito. Debía parecer así como uno de esos Nacimientos que se venden por Navidad en la plaza de San ta Cruz.

Era un recinto amurallado, con un alcázar y muchos raros grupos de casucas entre una red de estrechas, torcidas y sucias calles.

Este cinturón de piedra estaba rodeado de espesos bosques.

De bosques poblados por animales, hoy fabulosos, en los alrededores... El ciervo, que iba sacudiendo de bote en bote su ornamentada cabeza; el colmilludo jabalí; el oso, aficionado á robar panales y á comérselos.

Madrid estaba todavía en poder de los moros.

Corría el siglo once, como diría un novelista.

Y no era afrenta, por lo tanto, como es hoy en día, vender en las esquinas babuchas, pastillas de la Arabia y dátiles.

Los elegantes de aquel tiempo llevaban turbante y alquicel; no entraban y salían como ahora para ir á tirar al pichón ó jugar al tennis, sino para cambiar de armas, caballos...

Era un siglo de lucha incesante, universal; era el reinado de la fuerza.

Los castillos, los pueblos, las ciudades, eran nidos de buitres, de donde salían hombres de hierro.

Nosotros ejercíamos en la Villa empleos humildes. Para los moros, la adarga y la lanza; para los cristianos, la azada y el arado.

Esto de cultivar la tierra fué siempre oficio bajo; y no fué siempre noble devastarla, incendiarla y ensangrentarla.

Isidro era cristiano y era criado de un labrador. Los biógrafos no se han resignado fácilmente con que Isidro fuese de baja cuna. Indican que pudo vivir sin trabajar, porque sus padres tenían algo.

Pero la religión de Isidro era mucha; su deseo de obedecer á Dios, infinito; y un día entró en la iglesia y oyó la voz bíblica, que decía:

«¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!»


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Familia

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Nos encontrábamos sentados á la mesa redonda del restaurant de La Perla. Había diez ó doce individuos todavía. Se había servido el café y el coñac. Estaban en tela de juicio, sobre el mantel, los más sagrados fundamentos sociales. Se hablaba de la familia. Después de una comida que había empezado con sopa de rabo de buey y había concluido con tortillas al ron, eran disculpables todas las conversaciones y todos los extravíos.

Hubo un momento en que todo el mundo hablaba á un mismo tiempo, sin que pudiera entenderse nadie en aquella confusión de gritos. Los brazos y las copas estaban en el aire; se golpeaba en la mesa con los mangos de los cuchillos y con las cucharillas. Pero, al fin y al cabo, los de menos pulmón callaron. El campo quedó por dos combatientes. Era el uno un caballero alto, flaco, de rostro amarillento y de larguísima nariz, de ojos azules, grandes, redondos y muertos, y vestido, mejor dicho, enfundado en un gabán negro. Fin duda era un ideólogo, mejor dicho, un malvado.

—¡Oh!—había prorrumpido.—¡La familia! ¿Y todavía hay quien defienda eso?

Realmente, su figura, como sus ideas, inspiraba la más profunda antipatía.

Su contrincante era muy diferente. Era respetable, limpio, gordo, blanco, entre cano y bermejo, de ojillos grises, defendidos por cristales de roca engarzados en oro; mucha tirilla y gran pechera, y un disforme chaleco del color de la manteca de Flandes, sobre el cual danzaban á cada movimiento suyo la cadena de su reloj y media docena de dijes y sellos. Había tomado á su cargo la santa defensa de la familia, y se llevaba de calle á los oyentes, maravillados de su buen sentido, su saber y su elocuencia.


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La Maceta

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Por entonces no había hombre verdaderamente elegante en Madrid que no se ocupase de Justa un día siquiera por semana. No crean ustedes, sin embargo, que esta Justa fuese alguna constelación del mundo: era una hermosa joven de veintidós años; morena, con buenos ojos, mucha gracia y gran resolución en su manera de decir y de andar. Pero sólo era planchadora. Nadie como ella daba lustre á la tabla de una pechera ni á los puños de una camisa.

Vamos al caso.

Justa vivía en aquel año por este tiempo en la calle del Rubio, en un cuarto segundo de una de esas casuchas que todavía dan á Madrid carácter de villorrio de la Mancha. El balcón de esta casa ofrecía generalmente un aspecto risueño, pues estaba todo colgado de lienzos blanquísimos. El sol se recreaba en aquella blancura, y cuando Justa, con los brazos desnudos y el negro pelo mal cogido, salía para tender ó recoger la ropa, se recreaba más todavía.

Pero el día de la Vírgen del Carmen, el sol, al dar en aquel balcón muy de mañana, tuvo un placer más que de costumbre, porque vió allí puesto sobre una tabla de pino que corría cubriendo toda la barandilla, un tiestecito, encarnado como si fuese de coral, en cuya negra tierra se alzaba con fresquísima pomposidad una planta de albahaca en flor.

Todos conocen esta planta: sus florecillas de labios rizados y como con almenas; con sus hojas ovales, lisas, sencillas, enteras y sostenidas por pezones... En la verbena se venden tiestecillos de estas matas á cientos, y no hay rico ni pobre, ni vieja ni doncella, que no compre alguno para adornar las ventanas, las rinconeras ó el altar de la casa.

Estas matitas son tan pequeñas y tan redondas, que más que plantas parecen grandes flores verdes. La albahaca es, en efecto, la flor de la mujer pobre—flor que crece, se madura y perfuma con sol ardiente;—muy al contrario de la camelia—flor que pide aire tibio, media sombra, estufas y fanales.


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Los Ojos Verdes

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El señor D. Cayetano Cienfuentes, feliz esposo de una de las mujeres más lindas de Madrid, estuvo de visita en casa de la generala Bisalto, y como allí se hablase de que el espiritual joven D. Antonio Púrpura había concluido sus relaciones íntimas con la baronesa de la Flor, tuvo el mal acuerdo de preguntar el motivo de haberse roto tales relaciones.

La generala respondió sencillamente:

—La baronesa es una celosa insufrible.

Pero al día siguiente, cuando le entraron el chocolate á D. Cayetano, le entraron una carta, cuyo sobre y letra le sorprendieron, por ser el uno de papel bastante ordinario y la otra de unos palos torcidos y raros, como patas de mosca.

Abrió el sobre con verdadera inquietud y leyó:

«La generala te dijo ayer que Púrpura ha reñido con la baronesa, porque ésta le martirizaba con sus celos. Fue muy amable contigo la generala, puesto que pudo decirte lo siguiente:—¡Ha dejado a la baronesa por su mujer de usted!»

Don Cayetano se quedó sorprendido, asustado, indignado y confuso. Leyó una y cien veces el anónimo; se levantó muchas veces de la silla y se dirigió hacia el cuarto de su mujer, hacia su cuarto de vestir, hacia la puerta de la calle...


Por fin, volvió á sentarse. Dobló la carta, la metió en el sobre y la puso junto á la bandeja de los bizcochos. Meditó largo rato, y, meditando, inconscientemente fué tragando sopas de soconusco.

Pero su serenidad era sin duda ficticia; nerviosos movimientos indicaban su agitación interna.

Cuando concluyó los bizcochos su resolución estaba tomada. Un drama, sin duda, iba á surgir del fondo de aquella jicara de chocolate.

Entró en su despacho, escribió dos cartas á dos íntimos amigos suyos, citándoles para dentro de dos horas en el Casino; se vistió, tomó su sombrero y su bastón y salió de su casa, dirigiéndose á la de Antonio Púrpura.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¡Muchas Flores!

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La afición á las flores es cosa de hace pocos años en Madrid. Cuando yo era pollo eran raras y caras.

Había jardines públicos; los había en algunos palacios; pero... mucho verde, ningún aroma. Un trocito de campo encerrado entre tapias.

Los balcones, sin macetas; las mujeres, en ellos, sin una flor.

Allá por los barrios antiguos—en casa con escudo de armas en piedra y señal sobre el yeso de haber habido un retablo—sacaba el pecho algún balcón de hierros torcidos, sobre eses de hierros floreados; y en este balcón alborotaban la tristeza de la calle muchos húmedos tiestos. Y en espirales de hojas y colores subía formando marco mucha enredadera. Balcón de niña bonita, de pintor, de poeta, bajo el cual hubo hace siglos canciones y cuchilladas, del cual se hablaba en Madrid como extraño capricho; admiración del monocle de los ingleses; ¡escarcela de la primavera, oratorio del amor y fiesta de colores y de aromas, de la alegría y de la juventud!

Pero el Madrid central era diferente. Los balcones estaban adornados con las muestras de los dentistas y de los prestamistas, nada más; y para regocijo de la luz y del aire, los paños menores de la sociedad distinguida...

Las flores eran raras y caras, como he dicho. Pero como el lujo y la vanidad son tan madrileños, las flores debían popularizarse. Fue de moda viajar por países donde la flor tiene derecho de ciudadanía; fué de necesidad para ser persona tener un hotel, tener una villa; hubo exposiciones de flores y plantas; súpose que había en el extrajere quien pagaba miles de francos por un tulipán... Fueron muchas las estufas y sin número las jardineras. Y flores tenemos; y ahora las fachadas de las casas parecen faldas de baile con prendidos de bouquets, y no hay vestíbulo sin jarrones con plantas, ni hay salón que no reviente en rosas y claveles por las rinconeras.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sólo por Verla

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.

Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.

¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.

Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.

Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.

En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.

Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sorelita

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—Tengo su palabra de usted, Sorela; me ha jurado usted no atentar á su vida durante un mes. ¿No es esto?

—Lo he prometido y lo cumpliré.

—Y yo le prometo á usted que antes de treinta días las cosas habrán variado y que será usted dichoso.

—Señora, agradezco la compasión que á usted inspiran esas palabras; pero la dicha no ha existido ni puede existir para mi.

—¿Para qué quiere usted que viva?—prosiguió.—Teresa no puede amarme jamás. ¡Yo soy un monstruo, un fenómeno; yo soy un bicho raro parecido al hombre!... Y ella, ella es un conjunto de perfecciones; es más que una mujer, es una divinidad, es el mayor recreo de los ojos entre todas las maravillas de la creación. Usted sola compite y puede competir con Teresa; sólo usted ha dividido la opinión de Madrid en dos campos. Y si usted la iguala en hermosura, la supera en el corazón. Yo tendría esperanza si estuviese enamorado de usted; podría usted corresponderme por piedad; pero Teresa es de mármol, señora; ¡es como el faro altivo y deslumbrador que difunde sus rayos por el mar, insensible al gemido del náufrago!... Esa mujer sólo es fácil á la vanidad, sólo ama lo que brilla, sólo se sacrifica por la moda... Ha tenido amantes... Si, los ha tenido, lo sé, nadie lo ignora; pero el mismo: elegantes; reyes del día, gracias á un desafío, á un cotillón, á un caballo, á unos amores con otra estrella rutilante... ¿Dentro de treinta días? ¡Jamás, jamás! ¡No me amará nunca!

Su interlocutora se sonrió.

—¡Nunca!—prosiguió Sorela recogiendo con avidez esta sonrisa.—Dentro de treinta días, ¿habrá cambiado esta figura que parece un signo interrogativo; esta cabeza mal cubierta de lacios cabellos, estos ojillos escondidos bajo cejas peludas de Mefistófeles, esta boca inmensa de labios cárdenos, cuyas más graciosas sonrisas son espantables muecas?


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El Padre Eterno

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


(Cuento de niños)


La tarde está hermosa, y como ninguna para dar un paseito. Esto han pensado Lolita y Agustín, dos buenos mozos que reúnen una docena de años. Han dejado su casa; han dejado el pueblo, y con la confianza de quienes habitan entre gente honrada, van por el campo, sin rumbo, solos, solitos.

Como Lolita es tan cariñosa, al llegar á la última casa de la calle ha vuelto la cabeza y levantado el brazo derecho, abriendo y cerrando muchas veces la mano.

Su madre, desde la puerta, bajo el emparrado, la contesta con una sonrisa de bienaventurada, mientras con la mano, á su vez, la promete una azotaina para la vuelta, por la escapatoria.

¡No haya cuidado! ¡No la pondrá las rosas como cerezas!

Hace mucho calor, y la sinfonía del campo así lo proclama; se diría que millones de insectos, frotando sus millones de élitros, cantan sus dichosos esponsales. ¡Llénase el aire con la voz estridente de su ventura, y esta voz parece que da un alma al universo!

A la salida del pueblo todo es campo, huertas, prados. Sólo á lo lejos una raya alta, obscura, como un encaje negro sobre fuego, indica que se puede encontrar un refugio contra los calores. Pero la tarde declina; el sol se entristece; levántase un vientecillo consolador, y sobre todo... los chicos son como las lagartijas: aman el sol.

Dije que Lolita y Agustín iban solitos. No es cierto. Van muy acompañados. Ella lleva su compañía de siempre. Es decir, una muñeca de cartón muy grande entre los brazos y su cabrita Pizpireta detrás. A las órdenes del chico va su fiel Chis, un perrillo gordinflocete, canelo, largo de orejas, que da con la panza en el suelo: perro sabihondo, difícil en conceder sus caricias, y que sólo en los grandes acontecimientos menea el rabo.

¡Seres más dichosos en este momento, acaso no se encuentren en la tierra!


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El Sueño

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Antonia está recostada en la mecedora y dormita.

Dentro de un ratito vendrá Julián Medrano por ella para llevarla á la verbena.

¿Quién es Julián? La portera de la casa suele decirlo:

—Un joven muy guapo, muy rico; un señorito á lo chulo, de mucho gancho y muy poca vergüenza.

¿Que si es generoso? ¡Ya lo creo! Allá por Enero envió á su dama dos solitarios para las orejas como dos soles, y ahora ha enviado para ella una caja plana, cuadrada, de proporciones, que debe de ser un señor regalo.

Pero Antonia dormita...

Calle abajo se ha desvanecido el pasacalle de una banda de guitarras que va ya camino de San Antonio de la Florida.

¡Los primeros sones del pasacalle sacudieron el corazón de Antonia con violencia; los últimos llegan hasta ella impregnados de tristeza adormecedora!

Así es que cierra los hermosos ojos, entreabre los frescos y rojos labios, y...

¡Pero no se va en sueños á donde se quiere!

Y ella se encuentra, de pronto, en un país raro, rarísimo, inverosímil, fantástico; que no le es, sin embargo, desconocido.

Sí; ella cree haber estado allí alguna vez.

Ni puede decir de qué color es el suelo, ni el cielo, ni el agua, ni el aire. Porque todo tiene de todos los colores.

Lo que si ve es que tiene delante muchas isletas, y que estas isletas están unidas por puentes de arcos ligeros y estrechos, sobre los cuales caminan figuras estrambóticamente vestidas.

Ni son hombres ni mujeres. O, por mejor decir, no se sabe lo que son, porque todas visten el mismo traje.

¡Pero vaya si se distingue, fijándose! ¡Como que alguno de los que pasan lleva bigotes caídos, muy largos, y una trenza de pelo terminada por otra de seda, que le cae en la espalda!


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Las Cartas de Rosa

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


I

Julián y Rosita se conocieron en un baile de la Zarzuela. Hace de esto muchos años.

Rosita le arrojó un merengue—que le dió en un ojo,—sin saber á quién se lo arrojaba. Julián la dió un bofetón, sin saber á quién sacudía.

Esto fué en la escalera del restaurant.

Difícil es contar lo que allí pasó: hubo como des cargas á la bayoneta entre los que bajaban y subían; no se vieron más que brazos amenazadores, sombreros que salían despedidos de las cabezas, confusión y remolino de levitas negras, faldas de colores, pantalones obscuros y enaguas lisas y bordadas.

Cuando ya no hubo más escalones que rodar, todo el mundo pidió explicaciones, y algunos intentaron darlas. El caballero que iba con Rosita le dijo á Julián que al día siguiente le enviaría sus padrinos. Julián le contestó que estaba dispuesto á zanjar la cuestión en el momento; pero su adversario replicó que él no se batiría mientras Julián sólo tuviese disponible un ojo.

Dos días después, Julián y su adversario cruzaban dos enormes sables que les habían proporcionado dos oficiales del ejército. Julián recibió un sablazo en la cabeza, sablazo del cual su amigo y padrino Martín Montano, licenciado en Medicina, tío D. Anselmo de Puentedueñas y Carmalengado, recibía con la primera cura la execración de su respetable y escandalizado pariente.

Martín Montano era un joven aprovechado y un amigo fraternal. Le asistió con saber y con cariño. Al cabo de un mes Julián estaba en disposición de beberse otras cuantas botellas, pero su manera de ser había cambiado. Del motivo de esta transformación puede darnos idea la siguiente carta que escribió, no bien pudo dejar el lecho:


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