I
Era el tiempo en que para
trasladar a los presos y penados de cárcel a cárcel, de penal a penal,
se les llevaba todavía a pie por los caminos, entre destacamentos de
gente armada.
Tras el día de calor insufrible, vino la noche sin brisa, cálida y sofocante.
No corría un pelo de aire, ni se alzaba del suelo un
átomo de polvo. La carretera abierta en la dilatada extensión de la
llanura, se destacaba interrumpiendo el gris terroso de los campos, como
una cinta blanca y ancha tendida sobre los surcos en rastrojo.
Por su centro iba la cuerda, la reata humana, doblemente rendida a la pesadumbre de la fatiga y del delito.
Quién llevaba morral, quién alforjas, quién manta,
los más, nada; veíanse muchos descalzos, despeados; pocos fumaban, no
reía ninguno. A los lados marchaba la tropa obligada a meterse por la
estrecha hondura de las cunetas, o a subirse en los montones de guija y
pedernal recién partido, mientras el brillo de las armas, iluminadas por
la luna, limitaba la movible masa de aquella triste muchedumbre. Los
grillos y las cigarras cantaban libremente; voces humanas se oían pocas,
y esas eran blasfemias; tal vez envidia de los animalillos, desahogo
propio de gente forzada del rey que iba a las galeras.
En la Venta de la Mora se hizo alto: la cuerda se
recogió a un lado del camino, en un repecho: los soldados desataron los
cabos de bramante, y luego, apartándose y formando extenso círculo en
torno de los presos, colocaron centinelas. De allí a poco salieron de la
venta quince o veinte mujeres harapientas, sucias, miserables, y
esquivando a los de uniforme corrieron hacia los del grupo central,
aunándose con ellos en parejas que desaparecían tras un tronco, tras un
peñasco, en un repliegue del terreno, donde pudieran ocultarse.
Leer / Descargar texto 'El Hijo del Camino'