Textos más vistos de Jack London | pág. 5

Mostrando 41 a 47 de 47 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Jack London


12345

La Peste Escarlata

Jack London


Novela corta


I

El sendero transcurría por donde en otro tiempo había sido terraplén de la vía del ferrocarril, pero hacía muchos años que no pasaba ningún tren por allí. La selva, como una ola verde, había invadido los declives laterales, acabando por coronarlo de árboles y matorrales. Aquella senda, por donde solo se deslizaban las fieras, tenía el ancho de un cuerpo humano. Algún trozo de herrumbre asomando de vez en cuando entre la tierra recordaba la existencia de rieles y traviesas. Un árbol de diez pulgadas de diámetro había crecido entre una junta, levantando el extremo del hierro. La viga, evidentemente sujeta a este por un tornillo había seguido al raíl, dejando un hueco que pronto se había rellenado de arena y hojarasca; y ahora el madero desgajado y carcomido ofrecía un aspecto curioso. A pesar del tiempo transcurrido se advertía que la vía había sido de un solo raíl.

Por este sendero caminaban un anciano y un muchacho. Andaban despacio, pues el primero, que era muy viejo y de temblorosos movimientos de epiléptico, se apoyaba pesadamente en un bastón. Protegía su cabeza de los rayos del sol con un gorro burdo de piel de cabra bajo el cual asomaba una franja de pelo blanco escaso y sucio. Una visera confeccionada ingeniosamente con una gran hoja le resguardaba los ojos, y por debajo miraba el viejo con sumo cuidado dónde ponía los pies. La barba, que debiera haber sido de blancura nívea, pero que denotaba la misma falta de agua y abandono que el cabello, le cubría hasta casi la cintura como una gran masa enmarañada. Cubría los hombros y el pecho solo con una zamarra estropeadísima de piel de cabra. Los brazos y piernas flacos y marchitos indicaban una edad muy avanzada; por los atezados, por las muchas cicatrices y rasguños de que estaban cubiertos se adivinaba que llevaban largos años expuestos a los elementos.


Información texto

Protegido por copyright
59 págs. / 1 hora, 44 minutos / 231 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Princesa

Jack London


Cuento


En el calvero ardía alegremente una hoguera; a su lado estaba tumbado un hombre de rostro jovial, pero horrible. Este calvero, en medio de un lugar boscoso situado entre el terraplén de la vía férrea y la orilla de un río, servía de refugio a vagabundos o pordioseros. Pero este hombre no pertenecía a la corporación. Había caído tan bajo en la escala social que un verdadero vagabundo se hubiera negado a compartir con él el mismo cobijo.

Este individuo representaba, en efecto, uno de esos seres híbridos, tan desprovistos de amor propio que las injurias no les hacen el menor efecto, y tan carentes de dignidad que buscan con qué alimentarse en las latas de basura.

En verdad que no tenía buen aspecto. Se le podía dar lo mismo sesenta que ochenta años. Su atavío hubiera repelido hasta a un trapero. Sobre su andrajoso abrigo, cerca de él, estaban esparcidos sus trastos: una lata de tomate vacía, ennegrecida por el humo; una vieja lata de leche condensada, completamente abollada; un trozo de papel pardo con algunos desperdicios de carne, que sin duda había mendigado en una carnicería; una zanahoria aplastada en parte por una rueda de vehículo; tres patatas con tallos y salpicadas de manchas verduzcas y un pastel recogido en alguna cuneta —como mostraban las huellas de barro— que ya había sido mordido.

En su cara crecía, en total abandono desde hacía años, una extraordinaria selva de pelos de color gris sucio. Quizá esta hirsuta barba fuese de natural blanca, pero, como era verano, hacía tiempo que no le había caído encima ningún chaparrón. El único lugar visible del rostro daba la impresión de haber recibido en tiempos la explosión de una granada.


Información texto

Protegido por copyright
29 págs. / 52 minutos / 107 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Oro Abundante

Jack London


Cuento


Siendo esta una historia —más real de lo que pudiera parecer— de una región minera, es de esperar que sea una narración de desdichas. Pero esto depende del punto de vista. Desdicha es un calificativo muy suave en lo que a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill se refiere; es de dominio público en la región del Yukon que ellos tienen una opinión formada sobre el tema.

Fue en el otoño de 1896 cuando los dos socios bajaron a la orilla este del Yukon y sacaron una canoa de Peterborough de un escondite cubierto de musgo. El aspecto de aquellos dos hombres era realmente desagradable. Después de un verano de exploración, lleno de privaciones y más bien escaso de alimentos, se habían quedado con la ropa hecha jirones y tan consumidos que parecían cadáveres. Dos nubes de mosquitos zumbaban alrededor de sus cabezas. Llevaban el rostro recubierto de arcilla azulada. Cada uno guardaba una provisión de esta arcilla húmeda, y cuando se les secaba y caía de la cara volvían a embadurnársela. Su voz revelaba claramente el descontento, y sus movimientos una irritabilidad que hablaba del sueño interrumpido y de la lucha inútil con aquellos pequeños diablos alados.

—Estos bichos hubieran sido mi muerte —gimoteó Kink Mitchell cuando la canoa, alcanzando la corriente, se apartaba de la ribera.

—¡Ánimo, ánimo! Ya se acabó —contestó Hootchinoo Bill, queriendo hacer cordial su voz fúnebre, que resultaba horrible—. Dentro de cuarenta minutos estaremos en Forty Mile, y entonces… ¡Malditos diablejos!

Una de sus manos soltó el remo y cayó sobre el cogote en un ruidoso cachete. Puso un nuevo emplasto de arcilla en la parte dañada, jurando furioso al mismo tiempo. A Kink Mitchell no le hizo la menor gracia. Únicamente aprovechó la oportunidad para cubrir con otra capa de arcilla su propio cogote.


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 29 minutos / 83 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Por el Hombre que Está en la Pista

Jack London


Cuento


—¡Échalo de una vez!

—Óyeme, Kid. Esto va a resultar demasiado fuerte. La mezcla del whisky y el alcohol ya es bastante explosiva. Y si además le añades coñac, pimienta y…

—¡Te digo que lo eches! ¿No soy yo el autor de este ponche? ¡Pues obedece!

Dicho esto, Malemute Kid sonrió bondadosamente en la atmósfera saturada de vapores y añadió:

—Cuando lleves tanto tiempo como yo en este país, hijito, y hayas tenido que seguir los rastros de los conejos, y que comer tripas de salmón para no morirte de hambre, sabrás que la Navidad sólo se celebra una vez al año, y que una Navidad sin ponche es algo tan triste como abrir un pozo en la roca viva sin encontrar un filón que recompense el duro trabajo.

—Haz lo que te dicen —intervino Big Jim Belden, que había llegado de Mazy May, su propiedad ya denunciada, para pasar con Malemute Kid las Navidades.

Todos sabían que Big se había alimentado de carne de alce durante los dos últimos meses.

—¿Te acuerdas —preguntó— del ponche que preparamos en el Tanana?

—¡Claro que me acuerdo! No se pueden imaginar, muchachos, la pítima que cogieron los tananas. Total, por un simple fermento de azúcar y levadura. Esto fue antes de que tú vinieses —continuó Malemute Kid, dirigiéndose a Stanley Prince, un joven que llevaba dos años en el país y era experto en cuestiones mineras—. En aquel entonces aún no había mujeres blancas en la región, y Mason quería casarse. El padre de Ruth, jefe de los tananas, se oponía a la boda, como los restantes miembros de la tribu… ¿Que era fuerte el brebaje? Pues le eché la última libra de azúcar que me quedaba; es de lo mejorcito que he hecho en mi vida… Fue cosa de ver la persecución río abajo y por los trechos en que había que pasar las canoas a hombros.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 20 minutos / 65 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Bistec

Jack London


Cuento


Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.

Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.


Información texto

Protegido por copyright
23 págs. / 41 minutos / 433 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Un Millar de Muertes

Jack London


Cuento


Había estado en el agua aproximadamente una hora, y el frío y el cansancio, aunados al terrible calambre en el muslo derecho, me hacían pensar que había llegado mi fin. Luchando vanamente contra la poderosa marea descendente, había contemplado la enloquecedora procesión de las luces costeras, pero ya había dejado de luchar con la corriente y me contentaba con los amargos recuerdos de mi vida malgastada, ahora cercana a su fin.

Había tenido la suerte de descender de un buen linaje inglés, pero de padres cuya fortuna en las bancas excedía en mucho sus conocimientos de la naturaleza y educación de los hijos. Aunque nacido con una cuchara de plata en la boca, la bendita atmósfera del círculo hogareño me era desconocida. Mi padre, un hombre culto y reputado anticuario, no dedicaba su atención a la familia, sino que estaba constantemente perdido en medio de las abstracciones de su estudio mientras que mi madre, más famosa por su belleza que por su buen sentido, se sentía satisfecha con las adulaciones de la sociedad en la que parecía permanentemente sumergida. Pasé la habitual rutina de la enseñanza primaria y media como cualquier otro muchacho de la burguesía inglesa y, a medida que los años incrementaban mi fuerza y mis pasiones, mis padres se dieron cuenta, de pronto, de que yo poseía un alma inmortal, y trataron de poner riendas a mis ímpetus. Pero era demasiado tarde; perpetré la más audaz y descabellada locura y fui desheredado por mi familia y condenado al ostracismo por la sociedad a la que había ultrajado tanto tiempo. Con las mil libras que me dio mi padre, con la promesa de no volverme a ver ni a suministrarme más dinero, obtuve un pasaje de primera clase rumbo a Australia.


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 22 minutos / 63 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Una Nariz para el Rey

Jack London


Cuento


En los tranquilos orígenes de Corea, cuando este país merecía con toda justeza su antiguo nombre de «Chosen», vivía un político llamado Yi-Chin-Ho.

Seguro que ese hombre de talento no valía menos que el resto de los políticos del mundo. Pero Yi-Chin-Ho, a diferencia de sus hermanos de otras naciones, se consumía en prisión.

La cuestión no era que hubiese defraudado por descuido al erario público, sino que, por descuido, había defraudado demasiado. Los excesos son deplorables en todo, incluso en materia de exacciones. Y los excesos de Yi-Chin-Ho le habían conducido a ese mal trance.

Debía treinta mil yens al gobierno y esperaba en prisión la ejecución de su condena a muerte. Tal situación sólo tenía una ventaja: que podía reflexionar mucho. Después de pensarlo bien, llamó al carcelero.

—Tú, que eres un hombre de gran dignidad, tienes ante ti a un hombre completamente desgraciado —comenzó—. Sin embargo, todo se resolvería para mí tan sólo con que me dejaras salir una hora escasa esta noche. Y todo marcharía bien igualmente para ti, porque yo me preocuparía de que ascendieras con los años, hasta que llegases a ser nombrado director de todas las cárceles de Chosen.

—Pero, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó el carcelero—. ¿Qué significa esa locura? ¡Dejarte salir una hora escasa! ¡A ti, que estás en espera de que te vengan a cortar el cuello! ¡Y te atreves a pedírmelo a mí, que tengo a mi cargo una madre de edad avanzada y muy respetable, sin mencionar a mi esposa y varios hijos de corta edad! ¡Que la peste se lleve a un pillo como tú!


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 407 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

12345