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El Crucero del Dazzler

Jack London


Novela


I. HERMANO Y HERMANA

Cruzaron corriendo la arena luminosa, dejando tras ellos el Pacífico con el estrépito atronador de la resaca; al llegar a la calzada montaron en las bicicletas y, con extraordinaria rapidez se hundieron en las verdes avenidas del parque. Eran tres, tres muchachos, vistiendo jerseys de vivos colores, y se deslizaban por el andén de las bicicletas a una velocidad tan peligrosamente cercana a la máxima, como suelen hacerlo todos los chicos que visten jerseys de brillantes colores. Y hasta es posible que excediesen la velocidad máxima. Así al menos lo creyó un policía montado del parque; pero no estando seguro se contentó con amonestarles cuando pasaron por su lado como una exhalación. Instantáneamente se dieron por enterados del aviso, pero a la vuelta siguiente ya lo habían olvidado con igual rapidez, lo cual también es costumbre de los muchachos que usan jerseys de vivos colores.

Salieron disparados del Parque de la Puerta de Oro, tomaron la dirección de San Francisco y emprendieron el descenso de las colinas, tan desenfrenadamente, que los peatones se volvían a mirarles con inquietud. Los brillantes jerseys volaban por las calles de la ciudad, daban rodeos rehuyendo el subir por las colinas más empinadas y, cuando esto era inevitable, se detenían un instante para ver quién llegaba antes a la cumbre.

Sus compañeros llamaban Joe al muchacho que, con más frecuencia, abría la marcha, dirigía las carreras o iniciaba las paradas. Se trataba de «seguir al guía», y él, el más alegre y audaz de todos, les guiaba. Pero cuando pasaron por la Western Addition, entre las lujosas y espléndidas residencias su risa se tornó menos ruidosa y frecuente, y sin darse cuenta se fue rezagando hasta quedarse el último. En el cruce de las calles Laguna y Vallejo sus compañeros torcieron a la derecha.


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109 págs. / 3 horas, 10 minutos / 234 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Mexicano

Jack London


Cuento


I

Nadie conocía su historia, y menos los de la Junta. Él era el «pequeño misterio», el «gran patriota» y, a su manera, trabajaba tan duro como ellos por la inminente Revolución Mexicana. No estaban muy dispuestos a reconocerlo, pues a nadie en la Junta le gustaba aquel hombre. El día en que apareció por primera vez en los cuartos atestados y bulliciosos, todos sospecharon que era un espía, uno de los agentes comprados por el servicio secreto de Díaz. Demasiados de sus camaradas estaban en las cárceles civiles y militares de los Estados Unidos, y otros, encadenados, seguían siendo conducidos hasta la frontera para ser fusilados contra paredones de adobe.

A primera vista, el muchacho no los impresionó favorablemente. Era un muchacho, sí, de no más de dieciocho años, y no demasiado desarrollado para su edad. Anunció que se llamaba Felipe Rivera y que deseaba trabajar para la Revolución. Eso fue todo: ni una palabra de más, ni una explicación. Se quedó de pie, esperando. No apareció una sonrisa en sus labios, ni benevolencia en sus ojos. El gallardo Paulino Vera tuvo un estremecimiento. Había en ese muchacho algo siniestro, terrible, inescrutable. Había algo venenoso en sus ojos negros, parecidos a los de una serpiente. Ardían como un fuego frío, como con una gran amargura concentrada. Los paseaba de las caras de los conspiradores a la máquina de escribir que la pequeña señorita Sethby usaba industriosamente. Sus ojos se posaron en los de ella un solo instante —se había arriesgado a levantar la vista—, y también ella sintió algo innominado que la hizo detenerse. Tuvo que releer para recuperar el hilo de la carta que estaba escribiendo.


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29 págs. / 51 minutos / 275 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Hijo del Lobo

Jack London


Cuento


El hombre raras veces hace una evaluación justa de las mujeres, al menos no hasta verse privado de ellas. No tiene idea sobre la atmósfera sutil exhalada por el sexo femenino, mientras se baña en ella; pero déjeselo aislado, y un vacío creciente comienza a manifestarse en su existencia, y se vuelve ávido de una manera vaga y hacia algo tan indefinido que no puede caracterizarlo. Si sus camaradas no tienen más experiencia que él mismo, agitarán sus cabezas con aire dubitativo y le aconsejarán alguna medicación fuerte. Pero la ansiedad continúa y se acrecienta; perderá el interés en las cosas de cada día, y se sentirá enfermo; y un día, cuando la vacuidad se ha vuelto insoportable, una revelación descenderá sobre él.

En la región del Yukón, cuando esto sucede, el hombre por lo común se provee de una embarcación, si es verano; y si es invierno, coloca los arneses a sus perros, y se dirige al Sur. Unos pocos meses más tarde, suponiendo que esté poseído por una fe en el país, regresa con una esposa para que comparta con él esa fe, e incidentalmente sus dificultades. Esto sirve, sin embargo, para mostrar el egoísmo innato del hombre. Nos lleva, también, al drama de "Cogote" Mackenzie, que tuvo lugar en los viejos días, antes de que la región fuera desbandada y cercada por una marea de che-cha-quo , y cuando el Klondike solo era noticia por sus pesquerías de salmón.


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20 págs. / 36 minutos / 128 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Valle de la Luna

Jack London


Novela


LIBRO PRIMERO

I

—¿Escuchas, Saxon? Ven aquí. ¿Y qué sucedería si fuesen los albañiles? Allí tengo amigos que son verdaderos caballeros, al igual que tú. Vendrá la banda de Al Vista, y ya sabes que toca como el cielo. Y sobre todo a ti te gustará, que bailas…

Muy cerca de ellas, una mujer corpulenta y madura cortó las insinuaciones de la muchacha. Era una mujer de espaldas móviles, abultadas y deformes, y comenzó a agitarse convulsivamente.

—¡Dios! —gritó—. ¡Oh, Dios!

Echaba miradas salvajes hacia los costados de la habitación de paredes descoloridas, llena de calor y muy sofocante por el vapor que se escapaba de las telas mojadas, que eran alisadas por las planchas encendidas, manejadas por numerosas mujeres. Parecía un animal acorralado. Las rápidas miradas de sus compañeras de labor se clavaron en ella. Hasta ese instante habían agitado firmemente los hierros a bastante velocidad, y entonces el trabajo y la eficiencia se resintieron. El grito que había lanzado esa mujer produjo un efecto semejante a una pérdida de dinero, entre aquellas planchadoras de ropa almidonada que trabajaban a destajo.

Después de un esfuerzo visible, la muchacha se reprimió, y la plancha se detuvo sobre el vestido humedecido, de delicados volados, que estaba extendido sobre la mesa.

—¡Y suponía que ella ya lo tenía de nuevo!… ¿No creías lo mismo? —dijo la joven.

—Es una vergüenza… Es una mujer de edad y de cierta condición… —respondió Saxon, mientras alisaba el vuelo de un encaje con la plancha de rejilla. Sus movimientos eran delicados, rápidos y seguros, y aunque su rostro estaba pálido por la fatiga y el calor abrumador, sin embargo no había lentitud en el ritmo de su tarea.


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567 págs. / 16 horas, 32 minutos / 125 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

En Ruta

Jack London


Viajes


En general, los he probado todos,
los caminos felices de este mundo.
En general, los he encontrado buenos
para los que no pueden, como yo,
usar la misma cama mucho tiempo
y van de un lado a otro hasta que mueren.

—Sextina del trotamundos

Confesión

Hay una mujer en el estado de Nevada a quien mentí una vez de forma continuada, consistente y descarada, durante un par de horas más o menos. No pretendo disculparme ante ella. Lejos de mí esa idea. Pero sí quisiera explicarme. Por desgracia, no conozco su nombre y menos aún su dirección actual. Si sus ojos van a parar casualmente sobre estas líneas, espero que me escriba.

Fue en Reno, Nevada, en el verano de 1892. Eran días de feria y la ciudad estaba llena de sinvergüenzas y de fulleros, por no hablar de la inmensa horda hambrienta de vagabundos. Fueron esos vagabundos hambrientos los que convirtieron la ciudad en un lugar poco hospitalario. Llamaron a las puertas traseras de los hogares de los ciudadanos hasta que dejaron de abrirse.

Una mala ciudad para llenar la tripa, eso es lo que decían de Reno los vagabundos por entonces. Recuerdo que me perdí más de una comida, a pesar de que estaba tan dispuesto a buscarme la vida como cualquier otro si se trataba de llamar a las puertas en busca de una limosna o de una colación, o de pedir alguna moneda en la calle. Un día me vi tan apurado que me escabullí del portero para invadir el vagón privado de un millonario itinerante. El tren se puso en marcha en cuanto llegué a la plataforma y me fui hacia el susodicho millonario con el portero pisándome los talones. La carrera terminó en empate porque alcancé al millonario al mismo tiempo que el portero me alcanzaba a mí. No tenía tiempo para formalidades.

—Deme un cuarto para comer —balbucí.


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162 págs. / 4 horas, 44 minutos / 83 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Quimera del Oro

Jack London


Cuento


Los buscadores de oro del Norte

«Donde las luces del Norte bajan por la noche para bailar sobre la nieve deshabitada.»

—Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán. Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta la muerte.

Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores de oro de estirpe anglosajona. Por tanto, se calló la noticia, igual que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar en los tesoros que ocultaba.

Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra americana, miles de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los «días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían que la veta de oro que corría a través de América desde el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica. Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del océano Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena con madera de deriva.


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230 págs. / 6 horas, 43 minutos / 96 visitas.

Publicado el 7 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Guerra

Jack London


Cuento


Era un joven que apenas debía rebasar los veinticuatro o veinticinco años, y la manera en que montaba a caballo hubiera hecho resaltar la gracia indolente de su juventud si un cierto aire inquieto, como de felino, no se desprendiese de toda su actitud. Sus ojos negros lo escudriñaban todo; registraban el balanceo de ramas y ramillas en las que brincaban los pajarillos, interrogaban las formas cambiantes de los árboles y matorrales que tenía enfrente y se volvían constantemente a las matas de maleza que jalonaban los dos lados del camino.

Al mismo tiempo que espiaba con la mirada, aguzaba el oído, aunque en torno a él reinaba el silencio sólo interrumpido allá abajo, hacia el oeste, por la sorda detonación de la artillería pesada. Su oído, después de tantas horas, se había acostumbrado de tal manera a este fragor monótono, que el cese brusco del ruido hubiese llamado su atención. De través en el arzón de su silla se balanceaba una carabina.

Hasta tal punto estaba en tensión todo su ser que una bandada de codornices, al volar asustadas ante las narices de su montura, le hizo sobresaltarse; automáticamente, paró su caballo e hizo intención de echarse la carabina a la cara. Se repuso con sonrisa avergonzada y prosiguió su marcha. Estaba tan preocupado por su misión, que las gotas de sudor le hacían escocer los ojos, se deslizaban a lo largo de su nariz y terminaban cayendo sobre el pomo de su silla; la cinta de su quepis de caballería estaba también manchada y su caballo bañado en sudor; era pleno mediodía, en una jornada de calor aplastante. Ni siquiera los pájaros y las ardillas se atrevían a hacer frente al sol, y buscaban los rincones de sombra entre los árboles para escapar a sus ardores.


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7 págs. / 12 minutos / 155 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Casa de Mapuhi

Jack London


Cuento


No obstante la pesada torpeza de sus líneas, el Aorai maniobró fácilmente en la brisa ligera, y su capitán lo condujo hacia adelante antes de virar apenas fuera del oleaje. El atolón de Hikueru —un círculo de fina arena de coral de un centenar de metros de ancho, con una circunferencia de veinte millas— se extendía bajo el agua, y emergía entre un metro y un metro y medio del límite de la alta marea. En el lecho de la inmensa laguna cristalina existía abundancia de ostras perlíferas, y desde el puente de la goleta, a través del ligero anillo del atolón, podía verse trabajar a los buzos. Pero la laguna no tenía acceso, ni siquiera para una goleta mercante. Con brisa favorable, los cúters podían penetrar a través del canal tortuoso y poco profundo, pero las goletas anclaban fuera y enviaban sus chalupas adentro.


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28 págs. / 49 minutos / 1.189 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Hombres que Creen

Jack London


Cuento


—Te repito que jugar un poco —dijo uno de aquellos dos hombres.

—No está mal —contestó el interpelado, volviéndose, al hablar, hacia el indio que en un rincón de la cabaña, remendaba unos zapatos para la nieve—. Tú, Billebedam, corre como un buen muchacho a la cabaña de Oleson, y dile que deseamos que nos preste la caja de dados.

Este encargo inesperado, hecho después de una conversación sobre salarios y alimentos, sorprendió a Billebedam. Además, eran las primeras horas de la mañana y él nunca había visto a hombres de la categoría de Pentfield y Hutchinson jugar a los dados hasta después de terminado el trabajo diurno. Pero cuando se puso los mitones y se dirigió a la puerta, su semblante estaba impasible, como el de todo indio del Yukon.

A pesar de que ya eran las ocho, fuera reinaba todavía la oscuridad y la cabaña estaba alumbrada por una vela de grasa clavada en una botella vacía de whisky colocada sobre una mesa de pino entre un amasijo de platos de estaño, sucios. La grasa de innumerables bujías había goteado por el largo cuello de la botella y se había endurecido formando un glaciar en miniatura. La pequeña habitación presentaba el mismo desorden que la mesa; en un extremo, junto a la pared, había una litera con las mantas revueltas, tal como las habían dejado los dos hombres al levantarse.


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15 págs. / 27 minutos / 97 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Vagabundo y el Hada

Jack London


Cuento


Tendido de espaldas dormía con sueño tan pesado y profundo que no le despertaban en absoluto los ruidos —el martilleo de los pasos de los caballos y los gritos de los carreteros— que llegaban del puente tendido sobre el arroyo. Era el tiempo de la vendimia y sobre el puente se sucedían sin interrupción las pesadas carretas cargadas de uva que remontaban el valle para dirigirse a los lagares; cada vez que una de ellas se las había con su malvado pavimento, era algo así como una explosión de sonidos, una conmoción general en la calma indolente de la tarde.

Pero el hombre no se había turbado. Su cabeza se había salido del periódico plegado que le servía de almohada. Briznas de yerba y motas de tierra seca se adherían en forma de placas a su desordenada cabellera. No era agradable verlo. Dormía con la boca completamente abierta, exhibiendo una mandíbula superior en la que faltaban varios dientes rotos de un puñetazo. Roncaba ruidosamente, gruñendo y gimiendo a veces en su penoso sueño. Estaba muy agitado: tan pronto sus brazos batían el aire en bruscos molinetes convulsivos, como rodaba de derecha a izquierda su cabeza bamboleante sobre los terrones en que reposaba. Ese nerviosismo parecía debido en parte a algún malestar interno, y, en parte, al sol que le bañaba la cara y a las moscas que zumbaban a su alrededor, se posaban y se paseaban por su nariz, sus párpados y sus mejillas —que eran, además, los únicos lugares que podían explorar, porque el resto de su cara desaparecía bajo una barba hirsuta, ligeramente canosa, aunque muy sucia y descolorida por la intemperie.

Los pómulos de su cara estaban salpicados de manchas rojas provocadas por el aflujo de sangre. Ese sueño de plomo venía con toda seguridad de una juerga reciente, que explicaba también la obstinación de las moscas en formar enjambre en torno a su boca, atraídas por las exhalaciones de alcohol.


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18 págs. / 31 minutos / 73 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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