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En Busca del Médico

Javier de Viana


Cuento


Jacobo y Servando se habían criado juntos y fueron siempre buenos amigos, no obstante la disparidad de caracteres: Jacobo era muy serio, muy reflexivo, muy ordenado, muy severo en el cumplimiento del deber. Servando, en el fondo bueno, carecía de voluntad para refrenar su egoísmo.

Jacobo amaba a Petra, y Servando le atravesó el caballo; conquistó a la moza con su charla dicharachera, con su habilidad de bailarín y con sus méritos de guitarrista. Y se casó con ella, sin pensar un solo instante en el dolor que le causaba a su amigo.

Una mañana, Jacobo hallábase en la pulpería, cuando cayó Servando. Llevaba un aire afligido y su caballo estaba bañado en sudor.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jacobo.

—¡Dejame!... Mi mujer está gravemente enferma y tía Paula dijo que ella no respondía, y que fuese al pueblo a buscar al médico...

—Y apúrate, pues... De aquí al pueblo hay tres leguas y pico...

—¡Ya lo sé!... ¡Sólo a mí me pasan estas cosas!... ¡Mozo!... ¡Deme un vaso de ginebra!... ¿Tomás vos?

—No.

—¡Claro!... Vos sos feliz, no tenés en qué pensar... ¡Eche otra ginebra, mozo!...

Servando convida a los vagos tertulianos de la glorieta y les cuenta su aflictivo tranco.

—¡Comprendo!... —dice uno.

—¡Me doy cuenta!... —añado otro.

—Pero hay que conformarse, ser fuerte, —concluye un tercero.

—Es lo que yo digo —atesta Servando.

—¡Mozo!, ¡sirva otra vuelta!...

Jacobo observa ensombrecido y entristecido. Sale: medita; le aprieta la cincha a su pangaré, le palmea la frente y dice:

—¡Pobre amigo!... Ayer trabajaste todo el día en el rodeo... ¡Ahora un galopo de seis leguas, entre ir y venir!... ¡Vamos al pueblo!... ¡Sí los buenos no sirviéramos para remediar las canalladas de los malos, no mereceríamos el apelativo de buenos!...


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Pañuelo de Seda

Javier de Viana


Cuento


El plácido atardecer de un día de otoño, hecho luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente con la franca alegría que a todos animaba en medio de los preparativos para la gran fiesta.

Año a año, el patrón, que era muy bondadoso bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus peones y a sus puesteros, una fiesta espléndida.

El mismo elegía, con anticipación, las tres o cuatro vaquillonas más gordas que se encontraran en sus rodeos y que debían ser «volteadas» el día de su santo, para que el gauchaje se hartara con el asado con cuero y el pobrerío llenase la panza durante una semana con las «pulpas» y las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, las picanas y las degolladuras, todo el resto de las reses era caritativamente distribuido entre los pobres del contorno y los perros de la estancia... y no pocos perros forasteros que, olfateando el banquete, trotaban muchas cuadras para ir a sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las dentelladas de sus congéneres, dueños de casa, y menos filántropos que el amo.

Un par de días antes de la fiesta, empezaban a caer a la estancia los indispensables ayudantes. El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en el arte de asar con cuero, llegaba con anticipación, pues debía escoger la leña, elegir el paraje, al abrigo del viento y del sol, preparar los asadores, los «espiques», los hisopos, la salmuera con sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos detalles de un arte que ya muy pocos criollos dominan.

Después, ña Frucia, especialista en pasteles, cuyo secreto para confeccionar exquisitos hojaldres daba margen a ciertas afirmaciones del paisanaje, sin que ellas les impidieran devorarlas golosamente.

Luego, tía Chuma, cuyas manos color de hollín sabían dar al pan una blancura de cuajada y esponjarlo como plumaje de chajá.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Alma del Padre

Javier de Viana


Cuento


Por la única puerta de la cocina,—una puerta de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas, anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al pasar entre los labios del maderamen, y soplando con furia el hogar dormitante en medio de la pieza, aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja llama que enargentaba, fugitivamente, los rostros broncíneos de los contertulios del fogón y el brillador azabache de los muros esmaltados de ollin.

Y de cuando en cuando, la habitación aparecía como súbitamente incendiada por los rayos y las centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados sobre el campo.

El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas y los gestos en los rostros, sin que enviara para nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada después de pasado el susto.

—Con los rayos acontece lo mesmo que con las balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...

Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones, era el primero en santiguarse; aún cuando rescatara de inmediato la momentánea debilidad, con uno de sus habituales gracejos de que poseía tan inagotable caudal como de agua fresca y pura, la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos párpados de piedra, que tenían un perfumado festón de hierbas por pestañas.

El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias aventuras, gruesas mentiras idealizadas por su imaginación poética.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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17 págs. / 31 minutos / 59 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Desempate

Javier de Viana


Cuento


Más de treinta dias iban transcurridos desde aquél en que dejaron a don Emiliano reposando en la falda pedregosa del cerrito de los Espinos, y aún persistía en la estancia el estupor producido por la brusca desaparición del jefe. Desde que cesó de oírse su voz fuerte y buena, pesaba sobre la casa un silencio espeso. Las mujeres semejaban fantasmas negros, atravesando el patio rápidas y sin ruido; los hombres, al reunirse en la tertulia nocturna del fogón, encontrábanse sin asunto, pues cualesquiera fuesen los temas tocados, todos ellos traían el recuerdo del patrón, y entonces, entristecidos, callaban.

Mateo y Santos, los dos hijos varones del finado, se ensombrecían cada vez más, y habían concluido por adquirir un aspecto fúnebre. Terminada la cena y retirada la familia, ellos permanecían con los codos apoyados en la mesa y la cabeza en las manos, dolorosamente abstraídos, hasta que Mariano, después de haber retirado el servicio, les ponía delante la vela de sebo, el mazo de naipes y el platito con los granos de maíz.

Entonces los hermanos cruzaban una mirada indefinible. Uno de ellos tomaba las cartas y se eternizaba mezclándolas, sin que el otro diese signos de impaciencia. Ninguno tenía prisa; ambos temblaban pensando en el resultado de aquella horrible jugada, emprendida cinco noches atrás.


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Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Del Bien y del Mal

Javier de Viana


Cuento


—Es así, viejo Simón, convénzase de que es así, —concluyó Mariano con su voz pausada serena y armoniosa.

Pero si al viejo Simón le era imposible convencerse de que fuese aceptable lo expresado por el patroncito, mucho más imposible le era convencerse de que efectivamente, el patroncito se expresaba así:

—«Las únicas satisfacciones reales son las que nos proporciona el hacer mal, el hacer sufrir».

Y lo había dicho así, serena, tranquilamente, sin excitaciones, demostrando profundo convencimiento de lo que decía, de que no era uno de esos disparates cual todos proferimos en un momento de ira, pero que no utilizamos jamás como regla de nuestras acciones.

Mariano ajustaba su conducta a esa fórmula horrible. El viejo Simón había visto cuanta satisfacción experimentaba el mozo en sus crueldades de hecho con las bestias y en sus crueldades de palabra con las personas.

Una ocasión, «Saulo», el viejo perro, veterano de la perrada de la estancia, desdentado, rengo, casi ciego, fue a acariciarlo, humilde, arrastrándose, buscando su mano para lamerla. Él no lo rehuyó, por el contrario, retribuyéndole las caricias y conduciéndolo al galpón hasta debajo de un garfio que sostenía un cuarto de vaca, cortó un trozo de carne que puso varias veces a la altura del hocico del perro, haciéndole desear la merienda; y por último, simulando entregársela, le reventó en la boca una vejiga de hiel que llevaba oculta en la otra mano.

Otra vez, mientras el viejo Simón se esforzaba en desvanecer las sospechas que atormentaban a Jacinto, él intervino:

—¡No te aflijas, muchacho!... Puede ser que sean ilusiones... Yo los vi juntos, ayer tarde y no sé lo que Fausto le decía, pero vi que ella reía mucho... y los hombres que hacen reir a las mujeres tienen más probabilidades de conquistarlas que aquellos que las hacen llorar...


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3 págs. / 5 minutos / 36 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Conversando

Javier de Viana


Cuento


—...Era pa decirle, mi tío, que me pensaba casar...

—¿Casar?

—La muchacha... usted sabe, l’hija’el puestero don Esmil... la muchacha es güeña...

—¿Güeña?...

—¡Tan güeña!.. Trabajadora como un güey, mansa como lechera de ordeñar sin manea, y como un perro ’e fiel, fiel hasta ser cargosa.

—¿Cargosa?

—Cargosa ansina, por demasíao bondá ¿compriende?

—Compriendo: es como maleta demasiao llena que fastidea al montar.

—¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta hinchada, incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfación de que en llegando al rancho no le falta a uno nada.

—¡Hum!... No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta demasiao cargada, es muy fácil de perder!... Los gauchos de aura viajan en caballo ’e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el flete a soga y un zorro les corta el maniador, quedan a pie y embobaos, cantándole un triste a la estaca. Cuando yo era gaucho, mi reserva eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no anduvo nunca sobre mi lomo!...

—¿Y de hay colige mi tío?...


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Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Contradicciones

Javier de Viana


Cuento


A Vicente Martínez Cuitiño.


Cuando yo conocí a don Cleto Medina, era éste un paisano viejísimo. Según la crónica comarcana, había comido dos rodeos de vacas, había consumido más de cien bocoys de caña de la Habana y había arrancado una fabulosa cantidad de pasto para... entretenerse.

Profesaba una filosofía optimista de acuerdo con su obesidad, su salud robusta y su rigidez. Tenía un optimismo a lo Leibnitz. Para él, como para el ecléctico pensador germano, nuestro mundo era el mejor de los mundos posibles, creyendo, como aquél, que hasta las más horrorizantes monstruosidades tienen por finalidad una acción salutífera.

Yo dudo de que don Cleto hubiese leído la "Teodicea", ni "Ale enmandatine primae philophiae", ni siquiera "Monadología"; primero porque, según creo, tampoco sabía leer. De cualquier modo, el enciclopédico sabio alemán y el ignaro filósofo gaucho, llegaban a idénticas conclusiones; lo que parece demostrar que tratándose del corazón humano, poco auxilio da la sabiduría para desentrañar problemas y tender deducciones.

Según don Cleto, ningún hombre, por malo que fuese, era malo siempre y con todos. Además, su maldad resultaba siempre inútil, aun cuando la observación superficial no descubriese el beneficio. Una vez me dijo:

—Los caraguataces duros y espinosos, la paja brava, toda la chusma montarás de los esteros, son malos, hacen daño, y uno se pregunta pa qué habrán sido criados... ¡Velay! Han sido criados pa una cosa güeña: pa impedir que los animales sedientos se suman en el bañao ande el agua es mala y ande apeligran quedar empantanaos...

La reflexión era digna de Bernardino de Saint Pierre.

Para comprobar su teoría, cierta tarde me contó la siguiente historia, que doy vertida del gaucho, porque ya queda muy poca gente que entienda el gaucho:


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Compadres

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Pedro E. Pico.


Después de escarbarse los dientes con la punta del cuchillo, y de limpiar la grasa de éste refregándolo en la bota, y después de envainar, Aquilino sacó la «guayaca», armó un cigarrillo, encendió, escupió, echó una mirada al contorno para ver si estaba solo, y entonces, dijo:

—Esto va’ tener que quebrarse!... A la larga ó á la corta no hay lazo que no se reviente...

Pitó con rabia; tragó mucho humo; casi se ahogó; tosió, carraspeó, escupió y volvió á decir:

—Las tarariras grandotas, mañeras, con más artes que un procurador, concluyen por tragar un anzuelo!... Y élla...

—¿Quién es élla, compadre?—preguntóle Etelbino, que había entrado silenciosamente al galpón.

Aquilino volvió rápidamente la cabeza; por instinto echó mano á la daga y respondió con voz áspera como lengüetazo de gato:

—¿Yo he preguntao?

—No; pero como vide que hablaba, supuse que sería con alguno.

—Era conmigo—replicó el gaucho cuadrándose en actitud provocativa y tan visiblemente decidida,—que el otro, guapo de faina, tragó saliva dió media vuelta y se fué murmurando un:

—Dispense....

Solo de nuevo, en las sombras y en el silencio del galpón vacío, sin cueros, sin lanas, sin nada más que el olor acre que venía de los bretes linderos, quedóse meditando el mozo.

Recostado á un horcón, pitó de nuevo con fuerza y á la luz roja de la brasa del cigarrillo se le antojaron extrañas y fascinantes visiones.


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3 págs. / 6 minutos / 52 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

1718192021