Textos más populares este mes de Javier de Viana disponibles publicados el 5 de noviembre de 2020 | pág. 2

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autor: Javier de Viana textos disponibles fecha: 05-11-2020


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La Mejor Historia

Javier de Viana


Cuento


Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla.

Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imitan a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha.

Mas en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas.

Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar «garras», era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad.

Fuerza es holgar, «pegarle al cimarrón» y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal.

Cierto invierno se desencadenó uno de éstos—allá por el litoral uruguayo de Corrientes—tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahitos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta «descoyuntarse las quijadas», cuando don Ponciano propuso:

—Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia.

—¡Linda idea!—apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Lindo Pueblo!

Javier de Viana


Cuento


Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.

Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.

Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:

—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.

—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!

—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.

—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...

—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.

—¿Cómo?

—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.

La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.

Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.

—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.

—Antes habían muchas; pero se acabaron.

—¿Alguna peste?


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Gurí

Javier de Viana


Novela corta


Para Adolfo González Hackenbruch

I

En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.

Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Flor de Basurero

Javier de Viana


Cuento


Ana y el viejo cuzco «Cachila» hallábanse de tal modo habituados a insultos y aporreos, que cuando éstos escaseaban sentíanse inquietos temiendo alguna crueldad extraordinaria.

Ana, hija de una de esas almas de fango del suburbio aldeano, había sido recogida por la familia del estanciero don Andrés Aldama y fué a aumentar el número de los numerosos «güachos» criados en el establecimiento.

Como los durazneros, producto de carozos que germinan en los basureros donde fueron arrojados junto con los demás desperdicios de cosas que causaron placer, como esos hijos del desprecio engendrados al azar, Ana hubiera crecido en medio de la indiferencia de todos.

Y así fué durante ocho o diez años. Baja, flacucha, de cara menuda y siempre pálida, crecía igual que las plantas aludidas, sufriendo la ausencia de todo cultivo, nutriéndose con los escasos jugos que les deja la voracidad de los yuyos.

Esa carencia de encantos, unida a la constante adustez de su fisonomía, su parquedad de palabra, su actitud siempre huraña y recelosa, justificaban el menosprecio general de la población de la estancia.

—A más de flaca y fiera, en tuavía es más arisca que aguará,—decían de ella los peones; y en injusto castigo por defectos de que no era culpable, la acosaban con sátiras mordaces y con bromas de una grosería brutal casi siempre.

Pero ocurrió que con la llegada de una precoz pubertad se operó en su físico una repentina y radical transformación.

Las piernas de tero y los brazos de alfeñique y el pecho plano adquirieron en pocos tiempos redondeces impresentidas. Y el rostro, aun cuando se conservó flacucho y menudo, se embelleció extraordinariamente, sin perder, al contrario, acentuándose, la expresión, huraña y agresiva.

—Con la pelechada de primavera, la guacha se ha puesto cuasi linda,—expresó un peón.

—Pero sigue siendo dura de boca,—dijo otro.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Cuento

Javier de Viana


Cuento


—Don Eulalio, cuente un cuento.

—¿Para qué?... Ya tuitos los que yo sé, los he contao. La bolsa está vacida.

—Invente. No es pa ofenderlo, pero siempre me ha parecido que la mitá de sus rilaciones son cosas que nunca jueron, porque por muchos años que lleve en las maletas y muchas cosas que haiga visto y óido, me parece a mí qu'en ninguna cabeza 'e cristiano se pueda apilar tanta historia.

—¿Te parece a vos?

—Me parece que la calavera es un corral chiquito en el que, ni apeñuscadas, caben tantas ovejas.

—¡Potranco mamón!... No te has dao cuenta de que la cabeza de una persona no es un corral, como vos decís, sino un potrero. Allí se crían, engordan y paren las ideas. Unas se van muriendo y se las sepulta: son los recuerdos, como quien dice los dijuntos. En los sesos pasa lo mesmo qu'en la tierra: arriba caben pocos, abajo no s'enllena nunca.

—Y los recuerdos retoñan.

—Como l'albaca...

—Arranque un gajo, viejo, pa perfumarnos esta noche qu'está más desabrida que asao de paleta...

—Ya dije: son cuentas del mesmo rosario.

—No importa: el rosario no aburre cuando tienen habilidá los dedos p'acortar los padrenuestros...

—Contaré entonces... Pueda ser qu'escarbando en la memoria encuentre un grano olvidao.

—¿Quiere un trago 'e giniebra pa facilitar el trabajo?

—Alcance. Siempre s'escarba mejor la tierra ricién mojada... ¡Es juerte esta giniebra!

—Marca Chancho.

—Como chancho se queda, dejuro, el que se zambulla hasta el fondo el porrón...

—Pero usté es nadador...

—¡Como nutria!... En una ocasión m'echaron en un bocoy de caña y quedé boyando tres días...

—¿Y al cuarto día?

—Hice pie; se había secao el bocoy.

—¡Usté es capaz de secar el Río de la Plata!...


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En las Cuchillas

Javier de Viana


Cuento


Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sangre Vieja

Javier de Viana


Cuento


Á Luis Reyes y Carballo

I

¡El pobre viejo!... No había quien lo sacara de su "aripuca", cerca de la costa del Tacuarí, en la frontera. Allí, en un rancho ruinoso que tenía por puerta un cuero de ternero, vivía él, solo, como arbolito en la cuchilla y contento como caballo en la querencia. Salir, salía raras veces; pero no le faltaban visitas, empezando por don Mariano Sagarra, su compadre, su amigo de la infancia y su protector, que no sólo le había dado población en el campo, sino que también le mandaba diariamente de la Estancia medio capón ó la cuarta parte de un costillar de vaca, porque el viejo, á pesar de tener la boca más pelada que corral de ovejas, no había podido acostumbrarse á otros manjares que á la carne asada y á la carne hervida. Otros, además de su compadre, llegaban con frecuencia á la tapera, y eran mozos que gustaban de escuchar su charla pintoresca y sus animados relatos; ó viejos como él, que iban á saborear en su compañía el sabroso amargo de los recuerdos juveniles.

¡El pobre don Venancio Larrosa!... Para el trabajo había sido duro como su raza, y aun entonces—con su cuerpecito encorvado, sus manos enflaquecidas y su cara más rugosa que cuero vacuno asoleado sin estaquear— solía echar sus boladas en las corridas de un aparte. Es verdad que á él lo que le costaba era montar á caballo; pero una vez enhorquetado, se pegaba como saguaipé y corría como luz mala.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Alma del Padre

Javier de Viana


Cuento


Por la única puerta de la cocina,—una puerta de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas, anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al pasar entre los labios del maderamen, y soplando con furia el hogar dormitante en medio de la pieza, aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja llama que enargentaba, fugitivamente, los rostros broncíneos de los contertulios del fogón y el brillador azabache de los muros esmaltados de ollin.

Y de cuando en cuando, la habitación aparecía como súbitamente incendiada por los rayos y las centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados sobre el campo.

El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas y los gestos en los rostros, sin que enviara para nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada después de pasado el susto.

—Con los rayos acontece lo mesmo que con las balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...

Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones, era el primero en santiguarse; aún cuando rescatara de inmediato la momentánea debilidad, con uno de sus habituales gracejos de que poseía tan inagotable caudal como de agua fresca y pura, la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos párpados de piedra, que tenían un perfumado festón de hierbas por pestañas.

El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias aventuras, gruesas mentiras idealizadas por su imaginación poética.


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2 págs. / 4 minutos / 43 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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