Textos más populares esta semana de Javier de Viana disponibles publicados el 7 de septiembre de 2022 que contienen 'u' | pág. 2

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autor: Javier de Viana textos disponibles fecha: 07-09-2022 contiene: 'u'


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Candelario

Javier de Viana


Cuento


Como venía cayendo la noche y había que recorrer aún más de dos leguas para llegar a las casas, don Valentín dijo a Candelario:

—Vamo a galopiar.

—Vea patrón qu'el camino es fiero, que su mano está pesada y qu'el diablo abre un aujero cuando quiere desnucar un cristiano...

Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el gran busto y respondió en son de burla:

—¿T'imaginás, mocoso, que por que ya soy de colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa salir parao si se me da güelta el matungo?...

Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, un arriador de raiz de coronilla, adornado con virolas de plata, y le dio recio rebencazo al ruano, que emprendió galope, por la cuesta abajo, en una cortada de campo por terreno chilcaloso, todo salpicado de tacuruces.

Candelario, sin osar observaciones, puso también su caballo a galope.

Sabía que era siempre inútil contradecir a su patrón, y más inútil todavía cuando se encontraba como esa tarde, algo alegrón.

Don Valentín Veracierto era un hombre como de cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía una estancia de valía sobre la costa del Arroyo Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno...

Tenía un carácter jovial y su mayor pasión era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo por un «cordero ensillado»—lo que quiere decir, un cordero con pan y el vino correspondientes. Las partidas tenían lugar casi siempre en la pulpería inmediata, y de ellas provenía la anotación semanal en la libreta: «Gasto... tanto».

La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los copetines bebidos y los perdidos al truco.

Él perdía siempre; y esto le mortificaba muchísimo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por avaricia, sino por orgullo de triunfador.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 25 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

En Nombre de Marta

Javier de Viana


Cuento


Caraciolo Villareal era un verdadero misterio que traía intrigado al pago.

¿A qué se debía aquella profunda taciturnidad, que nunca abandonaba a Caraciolo?...

Los que lo conocieron, diez años atrás, recordaban que era uno de los mozos más alegres del pago. Y como era muy rico, muy bueno, muy generoso, tenía tantos amigos como personas habitaban la comarca.

Sin embargo, de pronto, se aisló, dejó de concurrir a los bailes, a las yerras, a las carreras, a las pulperías, y aún dentro de su misma casa mostrábase inaccesible a las visitas.

De madrugada, daba sus órdenes al capataz, montaba a caballo y salía a vagar sin rumbo por el campo, no regresando, frecuentemente, hasta el obscurecer. Cenaba de prisa y se encerraba en su habitación.

Tras la muerte del padre, había quedado completamente solo en el inmenso caserón de la estancia.

Y cada vez su rostro era más sombrío, su voz más áspera, mayor su deseo de aislamiento.

¿Qué pasaba en el alma de aquel mozo? Riquísimo, dueño de inmensos dominios, Caraciolo era, a los treinta años, un hombre soberbio. Alto, fornido, con una hermosa estampa de criollo, de rostro varonil y bello, rodeado de prestigios personales por su valentía, su destreza campera y su bondad, ¿qué mal le atormentaba a sí?... ¿Enfermedad?... No; conservábase robusto, fuerte, lleno de energías.

¿Mal de amores?... Era la suposición general, pero nadie le conocía ninguna aventura amorosa.

Y era así, sin embargo.

Lindando con la Estancia de su padre estaba la Estancia del coronel Egidio Rojas, y ambas familias mantenían una amistad tradicional.

Caraciolo era hijo único; don Egidio sólo tenía una hija, Marta. La madre de Caraciolo y la madre de Marta, murieron con intervalo de pocos meses, cuando él tenía quince años y ella no había cumplido los diez. Criados juntos, un cariño infantil los unía.


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Dominio público
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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Flor del Estero

Javier de Viana


Cuento


A la orilla de un arroyuelo menguado, de aguas turbias y perezosas, una cerca de otra, Albina y Fabia lavaban en silencio.

El cielo estaba gris, húmeda la atmósfera, frío y recio el viento, uno de esos días en que parece que el sol ha dormido mal y se levanta alunado.

A pesar de ello, Fabia, una morocha fuerte, regordeta, sonrosada, conservaba su constante buen humor y su sana alegría. Fregaba sin cesar y sin cesar cantaba, desmostrando que ni la tarea ni la agriedad del tiempo conseguían contrariarla.

No así Albina, quien mustia, desganada, silenciosa, suspendía con frecuencia su trabajo para permanecer inmóvil, encorvado el dorso, caídos los brazos, cerrados los ojos.

—¡Pero mujer,—exclamó Fabia,—anímate un poco, que da lástima verte con ese aire de cordero achuchao!...

Albina volvió la cabeza y dijo:

—Y a mí me hace sufrir verte siempre alegre, siempre contenta, siempre cantando, indiferente y despreocupada como los pájaros!

—¿Querés que me ponga a llorar porque no tengo ninguna pena?...

—¡Nunca faltan dolores que hagan sufrir!...

—Ya sé. Yo sufro cuando me pincho con l'auja o me clavo una espina en un pie o tengo retorcijones de tripas; pero eso no es como p'andar tuito el tiempo llorando y con cara de viernes santo.

—¡Es que a mí a cada momento me pinchan las aújas y se me clavan espinas!...

—¡Porque siempre andas con el corazón descalzo!—respondió riendo Fabia.

La risa de la chica resonó sonora en la soledad del arroyuelo y sorprendió a Patrocinio que pescaba plácidamente quince varas más abajo, separado y oculto de las mozas por un mechón de las largas y ásperas barbas del estero.

, No pudo contenerse; arrolló la línea, recogió la pesca y se encaminó al lavadero, donde se presentó de improviso, saludando con un:

—Güeñas tardes, linduras...


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Bondad del Coronel

Javier de Viana


Cuento


Después de una marcha ininterrumpida de catorce horas, la división había hecho alto, al caer la noche, en la margen izquierda del Espinillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fangosas estancadas con un espeso velo de caraguatas y sandíes.

La división se componía de unos ochocientos caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos últimos se descomponían así: un coronel, cien comandantes, treinta capitanes, cincuenta tenientes. Lo demás era tropa, porque no habían mayores, ni subtenientes, ni sargentos, ni cabos.

Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la tropa dejaba mucho que desear. Estaba constituida, en su mayoría, por los peones del coronel y los jefes del estado mayor, por el contingente recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, cinco maestros de escuela, dos periodistas, un literato, un médico, tres abogados y varios otros bultos igualmente inútiles.

En un día de pelea no serviría para nada porque por su ignorancia, siempre iba mal montado, no sabía cortar un alambrado ni rumbear con tino. Defectos graves, porque según lo había manifestado el coronel:

—«La consina era juir».

Y para huir, la división Japú tenía adquirido justísimo renombre.

El jefe, el coronel Valenciano, solía decir:

—A mí podrán redomarme, pero pa que me voltee un hombre, carece que las tercerolas del enemigo escupan muy lejos.

Y luego agregaba:

—El primer deber de un jefe es cuidar la vida a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué es?... Una osamenta lo mesmo que el maula al que lo balean porque no supo disparar a tiempo.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Pañuelo de Seda

Javier de Viana


Cuento


El plácido atardecer de un día de otoño, hecho luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente con la franca alegría que a todos animaba en medio de los preparativos para la gran fiesta.

Año a año, el patrón, que era muy bondadoso bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus peones y a sus puesteros, una fiesta espléndida.

El mismo elegía, con anticipación, las tres o cuatro vaquillonas más gordas que se encontraran en sus rodeos y que debían ser «volteadas» el día de su santo, para que el gauchaje se hartara con el asado con cuero y el pobrerío llenase la panza durante una semana con las «pulpas» y las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, las picanas y las degolladuras, todo el resto de las reses era caritativamente distribuido entre los pobres del contorno y los perros de la estancia... y no pocos perros forasteros que, olfateando el banquete, trotaban muchas cuadras para ir a sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las dentelladas de sus congéneres, dueños de casa, y menos filántropos que el amo.

Un par de días antes de la fiesta, empezaban a caer a la estancia los indispensables ayudantes. El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en el arte de asar con cuero, llegaba con anticipación, pues debía escoger la leña, elegir el paraje, al abrigo del viento y del sol, preparar los asadores, los «espiques», los hisopos, la salmuera con sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos detalles de un arte que ya muy pocos criollos dominan.

Después, ña Frucia, especialista en pasteles, cuyo secreto para confeccionar exquisitos hojaldres daba margen a ciertas afirmaciones del paisanaje, sin que ellas les impidieran devorarlas golosamente.

Luego, tía Chuma, cuyas manos color de hollín sabían dar al pan una blancura de cuajada y esponjarlo como plumaje de chajá.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 32 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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