Textos más largos de Javier de Viana disponibles | pág. 5

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autor: Javier de Viana textos disponibles


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Las Tres Encarnaciones del Hombre: Perro, Burro y Cerdo

Javier de Viana


Cuento


I

El auto que conducía al joven doctor Medina, a su señora madre y a sus dos primitas, Elvira y Leonor, había abandonado el camino real para penetrar en una larguísima avenida, bordeada a ambos lados por gigantescos eucaliptos, y que conducía en línea recta al edificio de la estancia “El Trebolar”.

Bien que éste estuviera asentado en una loma y fuese una construcción de considerable altura, desde aquel punto sólo se divisaban trozos del mirador, porque los árboles circundantes le formaban espeso cortinado de follaje.

En el rico trebolar de los potreros que bordeaban la avenida pacían tranquilamente las desgarbadas vacas normandas, de salientes ilíacos y enormes ubres, sin preocuparse del continuo retozar de los potrillos, que pasaban haciendo piruetas, por delante de sus belfos pulposos.

De trecho en trecho, las margaritas rojas teñían el verde del césped con grandes manchas que semejaban coágulos de sangre; y, como en la madrugada había caído una pequeña llovizna, el suave perfume de las marcelas y de los tréboles aromaban deliciosamente el aire.

—¡Qué hermosura! —exclamó Elvira; y tocando en el hombro a su primo Medina, que conducía el auto—, para un poco, primito, quiero hacerme un ramo con esas hermosas flores.

Juan, complaciente, frenó y las chicas apresuráronse a descender y pasar por entre los hilos del alambrado para formar sendos grandes ramos de las purpúreas florecillas silvestres.

—¡Qué paraje encantador!... —exclamó Elvira.

—Decididamente —intervino Leonor—; el dueño de este establecimiento debe ser un señor de buen gusto.

Juan rió sin responder.

—¿De qué ríes? —interrogó la joven.

—Ya lo sabrás luego, cuando conozcas a don Marcolino, el viejo más atrabiliario que pueda existir en el mundo.

—¿Es medio gaucho?

—Es más gaucho que la bota de potro.


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6 págs. / 12 minutos / 13 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

La Hija del Patrón

Javier de Viana


Cuento


A Juan Carlos Moratorio.


Don Baldomero Mendieta, aunque educado en la ciudad, sentía por el campo un cariño y una atracción que le hacían permanecer casi todo el año en la estancia, llevando la vida ruda del paisanaje.

En su establecimiento, montado a la antigua, el confort brillaba por su ausencia: con refinamientos de ciudad, el campo no le parecía campo a don Baldomero. El amargo tomado en el fogón, en charla con los peones y el asado comido a dedo, desde el asador clavado en la tierra, hacían su delicia.

El viejo edificio de material abrigado por media docena de ombúes centenarios negreaba por los cuatro costados y no tenía ya ni una ventana con vidrios, ni una puerta que cerrara, ni una habitación que no se lloviese. En el patio, enorme como cuadra de cuartel, crecían a gusto los "yuyos" y no era difícil encontrar entre ellos culebras pardas y víboras rosadas que en los estíos combatían con las gallinas y los gatos.

Todo eso le importaba poco al patrón, harto familiarizado con las intemperies y tan poco amigo de lujos que solía decir:

—No me agrada andar con traje nuevo porque me impide recostar a gusto en cualquier parte.

Iba ya en los cuarenta y cada vez placíale más aquella existencia campechana, en medio de sus gauchos y sus chinas. Sus viajes a la capital tornábanse menos frecuentes y más breves.

—Cuando vuelvo a la estancia después de una semana de ciudad—contaba,—respiro con la satisfacción del caballo al que desensillan y largan al campo después de un galope de treinta leguas. Mis deseos serían no salir nunca de aquí, no volverme a poner más zapatos de charol, pantalón, cuello, corbata, guantes, toda esa fastidiosa indumentaria indispensable para cumplir las aún fastidiosas obligaciones sociales.

¡Propósitos humanos!...


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6 págs. / 11 minutos / 39 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Vejez de Pablo Antonio

Javier de Viana


Cuento


Cuando el inmenso transatlántico enfrentó el canal de entrada, Pablo Antonio experimentó una impresión extraña, mezcla de placer y de miedo.

La ciudad enorme, arrebujada en la sombra, denunciaba su presencia con los millares de pupilas rojas parpadeando en lo obscuro de la noche.

Aun cuando siempre estuvo al corriente de sus progresos, nunca supuso una expansión tan colosal como aquella que hacían presumir las luces sembradas en almácigo sin término.

¡Buenos Aires!... En realidad, ¿conocía él a Buenos Aires?... Contaba diez y ocho años cuando la abandonó y desde entonces habían transcurrido treinta y dos; tiempo suficiente para olvidar lo estable, y más que suficiente para no conocer en los blancos cabellos del abuelo, las rubias guedejas del niño.

Constituía la parte más olvidada de su ya larga existencia; olvidada no tanto por lo lejana, cuanto por el empeño que siempre puso en hacerla desaparecer de su memoria.

No encerraba, en efecto, nada más que tristezas, dramas horribles, cuyo recuerdo, amortiguado por los muchos años interpuestos y por la fiebre perenne de una vida rabiosamente consagrada al trabajo, resurgía ante la aparición luminosa de la ciudad y sentíase casi arrepentido del retorno.

Mientras el transatlántico avanzaba por las aguas turbias del canal, Pablo Antonio sentía revivir y corporizarse los lamentables episodios que encenizaron su juventud.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 16 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

La Singular Aventura del Dr. Manzzi

Javier de Viana


Cuento


Era el Dr. Atilio Manzzi un «original»; pero no en el sentido que el vulgo acostumbra dar al vocablo, es decir, extravagante y atrabiliario, un ser mediocre que a falta de méritos positivos que lo eleven sobre el común de sus coterráneos, se singularizan por los excesos capilares, el arcaísmo de su indumentaria y su decir paradojal.

No era de esos el Dr. Atilio.

Si con frecuencia llevaba largo el cabello y descuidada la barba y el traje siempre en disonancia con la moda, nada de ello era en él estudiado descuido.

Hombre joven aún,—pues apenas trasmontaba la cuarentena,—vivía por completo consagrado al ejercicio de su profesión de médico y al estudio. Las tertulias del café,—el billar y el naipe,—casi exclusivo entretenimiento de los pueblitos,—no le ofrecían ningún aliciente; y las pueriles vanalidades de la vida social, menos aún.

Su pasión era los libros; y al final de cada lectura gustábale abstraerse, para extraer, a través del filtro del análisis crítico, la esencia de lo leído. Era, en fin, un temperamento de sabio.

Entusiasmábanle las ciencias sociales. Las miserias, físicas y morales observadas a diario en su consultorio, entristecían su alma generosa, impulsándole a poner en contribución su voluntad y su cerebro al ideal nobilísimo de plasmar una humanidad más buena y más justa.

¡Cuántos de aquellos infelices que imploraban el auxilio de su ciencia curativa, llevaban sus organismos corroídos por las deficiencias de alimentación, de higiene y de educación, al par que por un trabajo excesivo y ejecutado en pésimas condiciones!...


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6 págs. / 11 minutos / 50 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Hermanos

Javier de Viana


Cuento


A Eduardo Acevedo Díaz.


Era en 1870, a principios de la guerra blanca encabezada por Timoteo Aparicio, lanceador famoso.

Policarpo y Donato anduvieron por mucho tiempo en medio de la soledad tan negra y silenciosa, que el primero, a instantes, creía estar inmóvil, dormido y soñando, haciéndose necesario un esfuerzo grande de voluntad para volver al hecho real.

Parecerá exageración y no lo es. Necesítase costumbre, hábito de muchos años, para no caer en este estado de semi inconciencia, tras una larga marcha a caballo; los músculos mordidos por la fatiga, el cerebro escarbado por el sueño.

Y unido a eso, la penosa impresión del medio ambiente: las tinieblas que la mirada no consigue sondar por más que se dilaten hasta el dolor las pupilas; por todas partes el silencio, el imponente silencio del campo, que nada turba: en la grande y muda soledad hostil, el alma se estremece y se contrae en dolorosa sensación de pequeñez, de aislamiento y de impotencia.

Dominado por la inmensidad que vencía las insistencias del amor propio, Policarpo interpeló a su acompañante.

—¡Donato! —exclamó.

—¡Chut! —respondió el negro; y como éste había sofrenado su caballo, se encontraron los dos viajeros uno junto a otro.

—¡Donato!—volvió a decir el mozo; y el interpelado respondió con voz autoritaria y petulante:

—Primeramente, has de saber que quien va juyendo nunca debe hablar juerte.

—¿Y acaso nosotros vamos huyendo?

—Dejuramento: tuito aquel que yeba peligro pu'ande va, va juyendo. Acomódate en el mate esta sabiduría, que a la fija no te enseñaron los dotores de la ciudá.

Policarpo no encontró réplica y reconociendo la lógica del filósofo simiesco, dijo:

—Bueno, ¿y qué?


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6 págs. / 10 minutos / 41 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Caza del Tigre

Javier de Viana


Cuento


Al doctor Martin Réibel, cariñosa y agradecidamente.


Siempre fué pago temido el «Rincón de la Bajada»; siempre fué escasa y difícil la vigilancia policial y en todo tiempo abundaron los robos y los crímenes; pero desde que el país ardía en guerra civil, aquello habíase convertido en lugar de perennes angustias.

La escasa fuerza de policía, militarizada, se marchó, formando parte de la división departamental. De los hombres del pago, unos habían sido tomados por el gobierno para el servicio de las armas, otros se habían incorporado á las filas revolucionarias y muchos ganaron los montes ó huyeron al extranjero. En la comarca desolada, sólo quedaron las mujeres, los niños y los viejos, muy viejos, inservibles hasta para arrear caballadas.

El «Rincón de la Bajada», ubicado en un paraje excéntrico, por donde no era nada probable que se aventurasen fuerzas armadas, quedó á entera disposición del malevaje. Y aún cuando hubiera ido gente de afuera, escaso riesgo correrían los bandidos, perfectos conocedores de aquel feo paraje.

Una sierra, de poca altura, pero abrupta y totalmente cubierta de espinosa selva de molles y talas, cerraba el valle por el norte y por el este, formando muralla inaccesible á quien no conociera las raras y complicadas sendas que caracoleaban entre riscos y zarzas. Al oeste y al sur, corría un arroyo, nacido de las vertientes de la sierra; un arroyo insignificante, en apariencia, y en realidad temible. No ofrecía ningún vado franco; apenas tres ó cuatro «picadas» que, para pasarlas, era menester que fuesen baqueanos el jinete y el caballo.


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6 págs. / 10 minutos / 267 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.


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5 págs. / 10 minutos / 148 visitas.

Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Contradicciones

Javier de Viana


Cuento


A Vicente Martínez Cuitiño.


Cuando yo conocí a don Cleto Medina, era éste un paisano viejísimo. Según la crónica comarcana, había comido dos rodeos de vacas, había consumido más de cien bocoys de caña de la Habana y había arrancado una fabulosa cantidad de pasto para... entretenerse.

Profesaba una filosofía optimista de acuerdo con su obesidad, su salud robusta y su rigidez. Tenía un optimismo a lo Leibnitz. Para él, como para el ecléctico pensador germano, nuestro mundo era el mejor de los mundos posibles, creyendo, como aquél, que hasta las más horrorizantes monstruosidades tienen por finalidad una acción salutífera.

Yo dudo de que don Cleto hubiese leído la "Teodicea", ni "Ale enmandatine primae philophiae", ni siquiera "Monadología"; primero porque, según creo, tampoco sabía leer. De cualquier modo, el enciclopédico sabio alemán y el ignaro filósofo gaucho, llegaban a idénticas conclusiones; lo que parece demostrar que tratándose del corazón humano, poco auxilio da la sabiduría para desentrañar problemas y tender deducciones.

Según don Cleto, ningún hombre, por malo que fuese, era malo siempre y con todos. Además, su maldad resultaba siempre inútil, aun cuando la observación superficial no descubriese el beneficio. Una vez me dijo:

—Los caraguataces duros y espinosos, la paja brava, toda la chusma montarás de los esteros, son malos, hacen daño, y uno se pregunta pa qué habrán sido criados... ¡Velay! Han sido criados pa una cosa güeña: pa impedir que los animales sedientos se suman en el bañao ande el agua es mala y ande apeligran quedar empantanaos...

La reflexión era digna de Bernardino de Saint Pierre.

Para comprobar su teoría, cierta tarde me contó la siguiente historia, que doy vertida del gaucho, porque ya queda muy poca gente que entienda el gaucho:


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5 págs. / 9 minutos / 53 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Domador

Javier de Viana


Cuento


Para Antonio Monteavaro.


Podría tener veinticinco años, podría tener más, pero de cualquier modo era muy joven.

Se llamaba Sabiniano Fernández y hacía poco más de un año que había entrado a la estancia, como domador... El patrón, que tenía una yeguada grande, medio montaraz, cerca de cincuenta potros cogotudos, lo contrató, sabedor de su fama que lo tildaba único en el oficio, como diestro, como guapo, como prolijo.

Era todo un buen mozo, Sabiniano. De mediana estatura, ancho de espaldas, recio de piernas, y con un rostro varonil, de grandes ojos pardos, de fuerte nariz aguileña, de gruesos labios coronados por fino bigote negro y de mentón imperioso. Hablaba muy poco, no reía nunca y la elegancia de su porte tenía un dejo de desdeñosa altivez. Lo consideraban rico; sabíase que era dueño de un campo, que arrendaba, y que su tropilla no tenía rival en el pago; su apero era lujoso,—plata y oro en exceso,— y su cinto hallábase siempre inflado con las libras.

Si continuaba ejerciendo su rudo y peligroso oficio era por encariñamiento, porque para él, domar constituía la satisfacción mayor y tanto más gustada cuanto más morrudo y bravo era el potro, y no porque le importasen nada los ocho pesos oro que ganaba por cada animal amansado.

No se le conocían amigos. El paisanaje lo respetaba pero no lo quería, a causa de su carácter altanero y dominador. Las pocas veces que hablaba, lo hacía en forma de órdenes imperativas, a los cuales se sometían todos, de buen o mal grado, obligados a reconocer que siempre tenía razón, que cuanto decía era sensato.


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5 págs. / 8 minutos / 41 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Tiempo Perdido

Javier de Viana


Cuento


A mi amigo José de Arce.


Quedaba aún ancha franja de día, cuando Regino, concluido de estirar un alambre, dijo á los peones:

—Dejemos por hoy... Tengo ganas de cimarronear.

Los peones recogieron las herramientas, echaron los sacos al hombro y se encaminaron á las casas, alegres y agradecidos al patrón que les ahorraba una hora de trabajo, pesado bajo la atmósfera caldeada de un día de enero. Y mientras ellos penetraban en el galponcito recién techado y en cuyo piso aún vivía la gramilla, Regino fué á echar una ojeada á las construcciones.

Albañiles y carpinteros trabajaban activamente, á la luz rojiza del crepúsculo, brillaban las tejas del techo y el blanco de las paredes, sombreado en partes por el ombú centenario, único sobreviviente del viejo puesto, demolido para dar sitio al edificio moderno, cabeza de estancia, que hacía edificar Regino Morales, dueño, á la sazón, de aquellos campos en que sus padres y sus abuelos habían sido miserables agregados. Cuando él volvió al pago, ni rastros quedaban de la familia. El rancho no tenía ya techo, y las paredes de terrón estaban caídas ó gastadas por el continuo rascar de los vacunos. A la derecha de la tapera una gran circunferencia gris de plata, una copiosa vegetación de abre puño y revienta-caballo denunciaban un antiguo rodeo de ovejas; y á los fondos, el verde negro de un bosquecillo de ortigas daba testimonio del basurero. Todo lo demás era muerto, excepto el ombú, sombrío, persistente, símbolo de la raza brava y sobria que se va extinguiendo.

Regino inspeccionó los trabajos y luego fué al galpón, aceptó un mate, que sorbió á prisa y salió.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 46 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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