Textos más largos de Javier de Viana disponibles | pág. 9

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autor: Javier de Viana textos disponibles


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En Tierra Extraña

Javier de Viana


Cuento


La cancha de Bella Vista estaba talmente enfurecida y sacudía al vaporcito como si hubiese sido una piragua chiriguana, medio apagados los fuegos con el agua que iba embarcando en el romper de cada ola, —ganó la costa santafesina y se guareció en un angosto riacho, cuyas boscosas orillas oponían al huracán infranqueable muralla.

El “Colibrí” —de ese modo llamábase el vaporcito, —tranquilo al fin, inmóvil sobre las aguas del remanso, casi oculto bajo una bóveda de alisos, resollaba fuerte, como un perrito fatigado.

—¿A qué horas llegaremos a Piracuacito? —interrogué a mi viejo guía, quien respondió:

—Eso hay que preguntarlo al viento, patrón. En antes no deje 'e cachetiar la cancha es prudente que nos quedemos en esta cueva, aunque no tenga pescáos... Pueda que escampe aurita no más, pueda que siga resoplando tuito el día: el pampero es asina, caprichoso como moza bonita.

Portóse bien el pampero. Hora y media después del arribo, el “Colibrí” levó la gruesa piedra que le servía de ancla, y lanzó un estridente silbido que hizo decir a don Eulalio con cierta satisfacción de pasajero habitual:

—Es chiquito pero pita juerte, —y abandonando su ocasional estuche de frondas, buscó el cauce y comenzó a navegar a toda máquina, Paraná arriba.

Al mediodía atracábamos en el rústico muelle de Piracuacito. A la izquierda del puerto, plantado sobre altos pilotes de quebracho, están el edificio de la agencia de vapores Mihanovich y unos grandes galpones de zinc.

¿Para qué podrán servir esos galpones?, se pregunta uno, después de haber observado que sólo tres casas constituyen “el pueblo: una de material, que es a un mismo tiempo albergue, fonda, almacén, tienda y ferretería; y enfrente, a la otra vera de una calle de más de cien metros de ancho, un par de ranchos, —quizá hubiera más, pero no se veían—, morada de los peones del puerto.


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3 págs. / 6 minutos / 15 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

La Recaída

Javier de Viana


Cuento


Don Silvestre era un cuarentón fornido, un tanto obeso y de rostro constantemente congestionado. Hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias entrerrianas, cursó sus estudios secundarios en Concepción del Uruguay, y adquirió luego su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires.

Joven, rico, lleno de prestigios, abiertas delante suyo todas las puertas y expeditos todos los caminos, su vida se cristalizó en el alfa del abecedario sentimental. Amó con la diáfana sinceridad de las almas simples y buenas, y fué,—como infaliblemente corresponde a ese caso,—víctima del engaño y del escarnio.

No buscó desquite. Era sabiamente prudente, como todos los hombres gordos. Se fué a la estancia, renunciando a la lucha dentro de su medio—le echó llave y cerrojo al corazón, buscando la felicidad en las satisfacciones del sensualismo animal, sin ninguna intervención cerebral ni sentimental.

Buena cocina, buena bodega, el mayor confort posible; y en aquella vida sedentaria, despreocupada, huérfana de ideales, empezó a engordar. Y como la grasa es el mejor sedativo para los nervios, llegó a ser, a los cuarenta y siete años, un hombre casi completamente feliz.

Ninguna preocupación pecuniaria: su vasto establecimiento ganadero, manejado por sus mayordomos y sus capataces, le producía una renta que dejaba todos los años un superavit en su presupuesto.

Ninguna ambición política, ni social, ni intelectual. Sentíase completamente feliz, porque en la limitación de sus aspiraciones, le era dable satisfacer todos sus caprichos.

Su alma, un tanto femenina, le hizo apasionarse por las plantas, los pájaros, los perros y los gatos.


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3 págs. / 6 minutos / 47 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Lección Suprema

Javier de Viana


Cuento


Llevaban poco más de un año de casados. Su noviazgo y su matrimonio se produjeron en forma sin precedentes en la comarca.

Tomando como pretexto la terminación de los cursos, don Lucas, el opulento comerciante en cuya casa estaba instalada la escuela, resolvió dar una gran baile.

Clorinda debió necesariamente concurrir a la fiesta, por más que supiera que, al igual de otras muchas semejantes a que había asistido, no tendría ningún aliciente para ella.

Unánime era la opinión de que no existía en el contorno muchacha más guapa, más gentil, más buena, ni más honesta que «la maistra».

Huérfana de padre y madre, había sido recogida por una tía solterona, cuya agriedad de carácter le hacía pagar bien caro el albergue y el alimento que le daba. Ella soportaba resignada y humilde, las reconvenciones injustas y el mal trato continuo; pero decidida a independizarse cuánto antes, seguía afanosamente sus estudios de maestra normal.

Con frecuencia su tía hacíale abandonar los libros, ordenándole hacer la cocina, o fregar los pisos, o lavar la ropa. E indignada porque Clorinda—, bien que con los ojos llenos de lágrimas,—obedeciera siempre sin quejarse, pretendía justificar su maldad, diciendo:

—Tengo el deber de velar por tu porvenir, y sé que aprender los quehaceres domésticos te será más útil que todas las paparruchas de los libros.

A pesar de todo obtuvo su diploma de maestra. Podía ya libertarse de aquella tiranía, pero su verdugo cayó enfermo y ella se dedicó a cuidarlo con celo ejemplar, hasta que la bilis estranguló a la vieja harpía, cuyo último acto de maldad fué hacer testamento legando la totalidad de su escasa fortuna a su sirvienta.

Dueña al fin de su destino, aceptó el puesto de maestra que se le ofrecía en un lejano distrito rural.


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3 págs. / 6 minutos / 28 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Crítica Autorizada

Javier de Viana


Cuento


¡Noche de incomparable alegría! Una alegría silenciosa a fuer de intensa.

Los aplausos prodigados por el público durante toda la representación y la delirante ovación que subsiguió a la lenta caída del telón en el último acto, hicieron que doña Ruperta y su sobrina Julieta lloraran a lágrima viva, en el paroxismo de la emoción.

Una emoción que no era producida por las intensas situaciones del drama, sino por el entusiasmo de los espectadores, por la embriaguez del triunfo. La buena señora necesitó emplear grandes energías para dominar el vehemente deseo de erguirse en el palco y gritarle a la multitud:

—¡El autor de esa maravilla es mi hijo, mi hijo Baltasar!...»

Y a la pequeña Julieta se le llenaban los ojos de lágrimas y la emoción echábale un nudo en la garganta, pensando de cuántos esfuerzos y abnegaciones habría menester, para hacerse digna de su glorioso prometido.

Don Fidelio, halagado en su vanidad de padre, tosía de cuando en cuando para mantener digna compostura.

Al regreso a casa, todos hablaban al mismo tiempo comentando la victoriosa jornada.

Baltasar no habría seguramente, de dedicarse a fabricar comedias haciendo de ello una profesión.

Él era rico; faltábale un año para recibir su diploma de abogado: un brillante porvenir le esperaba; pero aquel éxito completo obtenido ante un auditorio selecto era la consagración de los talentos de Baltasar, la evidencia de que, simple «virtuoso» era capaz de producir obras de arte más bellas y emocionantes que las de nuestros profesionales del teatro.

Más tarde, las horas de ocio que le dejaran la atención de su bufete, las agitaciones políticas y los deberes sociales, escribiría otras obras, dándose de tiempo en tiempo la satisfacción de un baño de luz de gloria. Y ante las felicitaciones de los amigos, sonreiría desdeñosamente y respondería parodiando a Eugenio Cambacéres:


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3 págs. / 6 minutos / 31 visitas.

Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Abuela

Javier de Viana


Cuento


Al maestro Juan Zorrilla de San Martín.


Después de almorzar, se acostó á dormir la siesta inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos «lavados» de la mañana, y quizás también por el enervante calor de la tarde, se le pasaron inadvertidas las horas, y cuando se dispuso á «poner los güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el recado al mancarrón del día».

Eso le dió rabia.

Con malos modos, juntó la leña para hacer el fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, una rama verde de higuera, para que humease, dándole motivo al rezongo.

Entretanto, puso la pava junto á los troncos encendidos; limpió el asador con la falda de la pollera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le acercó brasas, y luego, abandonando la cocina humosa, fuese hacia el guardapatio, para recostarse en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación á lo infinito de las colinas y de los llanos que amarillaban por delante.

Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina.

Excelente persona doña Carmelina, y con una de esas historias que ofrecen la interesante complicación de lo que el vulgo—incapaz de comprender tragedias anímicas—llama vida vulgar.

Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, flaca y rígida. La edad y las penas la habían extendido, suprimiendo las curvas en que nuestra concepción estática cifra la belleza de un cuerpo femenino; ella era larga y lisa como el tronco de un álamo.


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3 págs. / 6 minutos / 48 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sin Palo ni Piedra

Javier de Viana


Cuento


Es el Pipirí un arroyuelo insignificante, plácido, casi lampiño y que da la impresión de un joven exangüe, agobiado por un mal constitucional incurable.

Sobre el llano, de muy leve declive, las aguas blanquísimas parecen inertes, tan grande es la pereza con que van marchando hacia la confluencia. Se diría que expresamente dilatan el término inevitable de su apacible andar, horrorizadas con la perspectiva de mezclarse a las masas briosas del gran río, que, en impetuoso galope van a choca con las duras aguas marinas.

En sus márgenes, vénse, de trecho en trecho, raros bosquecillos de sauce, que acrecientan la melancólica fisonomía del paisaje.

A un centenar de varas del arroyo, hay una casita de muros muy blancos y de techos de teja ensombrecida por la acción del tiempo.

Al frente se yergue, como celoso guardián, un opulento paraíso; y tras un modesto jardincillo, se extiende la huerta, con escasos árboles frutales, viejos también, casi improductivos. Una lujuriosa madreselva, de ramas gruesas, negras, nudosas, se eleva, retorciéndose hasta el alero de la techumbre y se desparrama por la fachada, prediéndose a los barrotes de las rejas de las ventanas.

Un gran silencio reina de continuo en aquella casa, que parece estar en duelo o habitada por algún enfermo grave. Hasta el viejo perro canelo que dormita junto a la puerta principal, cumple sus deberes de guardián anunciando la aproximación de los forasteros con discreto y apagado ladrido...

En una tarde de otoño, cuyo cielo pálido aumentaba la melancolía del lugar, una joven paisana, extremadamente bella, sentada en un rústico banquito, al pie del paraíso, cosía.


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3 págs. / 6 minutos / 28 visitas.

Publicado el 17 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Consejo del Sabio

Javier de Viana


Cuento


Domando potros—en cuyo arte pasaba por insuperable—Eudoro Maciel logró reunir una tropilla de patacones.

Trabajando de capataz de tropas en invierno y de capataz de esquiladores en verano, fué aumentando el rodeo de las «amarillas» allá en la época de las «onzas» hispanas, las anchas «brasileñas», los «cóndores chilenos», las británicas «libras de caballito» y las macizas «doble águilas» yanquis.

Hacía tiempo que Eudoro había sacado un boleto de marca; marca M. No la sacó E. M., que sentaba más lindo, porque iba a resultar de «mucho fuego».

Y había ya como cosa de unos quinientos vacunos y de unos treinta caballos, quemados con la marca M., cuando Eudoro se decidió a realizar los tres actos fundamentales en la vida de un hombre: comprar campo, levantar un rancho y casarse.

Y compró un campo: chiquito—mil cuadras, nada más—, pero campo flor, sin desperdicios, con pasturas inmejorables, con aguadas permanentes y con leña en exceso.

En seguida levantó el rancho. Lo levantó él mismo, con horcones, tirantes y ajeras, cortadas y labradas por él en el monte lindero; con paja brava elegida y cortada por él en el estero vecino; con terrón cortado por él de la loma gramillosa de su campo.

Hizo el corral, hizo el chiquero para el terneraje de las lecheras, hizo la enramada y alambró un rectángulo de tres cuadras por cinco, para la futura chacra.


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3 págs. / 6 minutos / 37 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

De Tigre a Tigre

Javier de Viana


Cuento


—Todo arreglao —dijo «Ventarrón».

—¿Pa cuando?

—Pasao mañana.

—¡Ya sabes pues! —exclamó el jefe de la gavilla, «Alacrán», dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en escondido potrero del Uruguay entrerriano.

—Yo no voy —dijo Lino Baez.

—¿No venís? —interrogó Alacrán.

—No.

—¿Andás apestao?

—Gracias a Dios puedo vender salú.

—Entonces te ha entrao miedo.

—Yo no tengo miedo a naide, ni a vos mesmo, Alacrán.

El jefe de los bandidos miró a Lino con extrañeza.

—Tenés algún motivo particular?

—Ninguno.

—Güeno. No vengas; nosotro bastamo; pero ya sabes que las ganancias son pa los que exponen el cuero, y no esperés nada si nos sale bien el asunto.

Lino Baez se encogió de hombros. Esa misma noche ensilló y desapareció del potrero.


¿Qué motivo había tenido él para oponerse al asalto y saqueo de la pulpería de Pereyra: explicable, ninguno. No lo conocía a Pereyra: y un asalto, un homicidio, un robo más o menos ¿qué podía importarle a Lino Baez?... ¿Por qué entonces cometió aquella cochinada con sus compañeros, aquella baja delación que costó la vida a uno, dos balazos a otro, un sablazo al jefe y la pérdida de un rico botín?... No lo sabía: tantas burradas se hacen así, sin saber porque...


Lo peor del caso es que la polka se le puso sumamente ligera a Lino Baez. De balde no le llamaban «El Alacrán» a Pedro Cruz, jefe de la más desalmada gavilla de bandoleros que haya sembrado espanto en Entre Ríos.


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3 págs. / 6 minutos / 187 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Collera Rota

Javier de Viana


Cuento


En dos horas de recorrida por el campo, Corvalán no había hecho otra cosa que dejar trancurrir el tiempo vagando sin objeto, como un sonámbulo.

Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dio una espantada violenta. Corvalán advirtió que la causa era una oveja muerta, semioculta entre las pajas, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse y sacarle el cuero.

—Si vas mañana pu'el pastizal grande, fíjate si ha parido la bragada mocha, y la tráis pa descalostrarla, porque la patrona se queja de que las tamberas tienen los terneros muy grandes y cuasi no dan leche,—habíale dicho el patrón la víspera.

Y él pasó junto a la bragada mocha, sin advertir si estaba o no parida, sin recordar la recomendación del patrón.

Sus ojos no veín nada en medio de la radiosa luz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concretábase a escudriñar las densas tinieblas que llenaban su alma.

Un portillo, abierto en el alambrado medianero, no le llamó la atención; ni tampoco la manada de yeguas ajenas que habían penetrado por allí y devoraban las pasturas reservadas para el próximo inverne de novillos.

Al regreso, a poca distancia de las casas, un tero se agitó colérico entre las manos de su caballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pájaro defendía valientemente.

Fué un acto inconsciente. Él sabía que para su mujer ninguna golosina era más apacible que los huevos de tero; y bien que en ese instante estuviera muy lejos de su espíritu el deseo de serle agradable, se impuso la molestia, por fuerza del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía.

De nuevo a caballo, embarazado con el paquete y recordando recientes agravios, tuvo tentaciones de arrojarlo al suelo.

—¡Ni güevos de chimango merece!—exclamó con violencia.

Se detuvo, sin embargo.


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3 págs. / 6 minutos / 30 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

7891011