Los Yuyos
Javier de Viana
Cuento
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Alto, flaco, cargado de espaldas, la cara ancha, larga, color ocre, el labio inferior perezosamente caído, los grandes ojos pardos llenos de inteligencia, solitario y silencioso de costumbre, sin duda porque sus frases eran ideas, y desdeñaba echarlas—margaritas a los puerco—a la multitud ignara a que hallábase mezclado, constituía uno de los tantos exóticos, pieza sin objeto, elemento inútil, en aquella efervescencia pasional colectiva, donde ni su corazón ni su cerebro conseguían armonizar.
En un atardecer hermoso llegóse a mi carpa y mesándose los largos cabellos lacios con sus dedos afilados, en un gesto habitual, me preguntó con su voz extraña, que tenía un timbre varonil aterciopelado por un yo no sé qué de femenino:
—Hermano, ¿no te han traído pulpa?
—No, respondí; sé que carnearon y he visto varios fogones donde los asados se chamuscan, pero para nosotros...
—¡Nosotros somos los maporras!—interrumpió con una sonrisa amarga;—tenemos derecho a comer lo que sobra, como los perros!...
Y sentándose en el suelo, sobre el pasto, agregó:
—Alcanzame un amargo: para regenerar el país hay que alimentarse de alguna manera, aun cuando más no sea con agua sucia...
Tosió. Volvió a sacudir con sus finos dedos de tuberculoso la negra melena y dijo con agria ironía:
—De esta vez lo regeneramos. La indiada se pone panzona y puede quedarse quieta un año; después del año, si hay vacas gordas...
En ese momento se presentó el doctor X., médico ilustre, patriota insigne, descollante, personalidad del partido.
—¿Tiene carne?—preguntó.
—No, ¿y ustedes?
—Tampoco. Parece que nosotros no tenemos derecho a comer.
—¡Para lo que servimos!—replicó con su amarga sonrisa el hombre alto, flaco, cargado de espaldas.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
—¿Hasta el lobuno?
—¡Hast’el lobuno, amigo!
—¡Hombre hereje!...
—Los güeyes y el petizo tubiano; nadita más me deja tener en el campo!.. ¡Parece mentira, amigo!...
Y mientras amargueaba y convidaba a su amigo, bajo la sombra escasa de un tala guacho, el viejo Venancio continuó lamentándose... ¿Podía creerse?... En aquel campo había nacido, allí habían nacido su mujer y sus hijos, y allí pensaba morir tranquilamente entre los cuatro terrones de su rancho, cuando apareció el nuevo dueño de la estancia, «el hombrecito rubio», cuyos ojos azules eran duros como piedra de afilar y cuya palabra silbaba como látigo. En la primera parada de rodeo, empezó por decir:
—De aquí en adelante no quiero que haya en el campo más marca ni más señal que la mía... Todos esos animales ajenos tienen que salir: o los venden, o se los llevan. Tienen dos meses para buscar acomodo.
Y asi fué. A los dos meses inexorablemente obligó a vender o levantar las diversas haciendas de los varios «agregados». Venancio tenía su ganadito —algo más de cien reses,— su majadita y una tropilla de caballos. Los «patrones viejos» le habían dado el derecho de criar allí esos «animalitos», como le habían dado la población y la chacra, donde todos los años semblaba sus cuatro hectáreas de maíz, «pa choclos, pa las gallinas, pa engordar un chancho y pa preparar un parejero en invierno». Así había sido siempre, para él y para varios otros pobres como él, antiguos servidores, hijos de antiguos servidores, nietos de antiguos servidores de la estancia. ¿Qué podrían importarle una cuantas centenas de hectáreas al propietario de las treinta leguas que constituían el establecimiento del «Duraznillo»?... Nada, de fijo; pero el «hombrecito rubio» no quería al paisano, ni las cosas criollas, y trataba de espantarlos...
Dominio público
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Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.
La sobremesa se había prolongado más de lo habitual. El fogón estaba moribundo y las grandes brasas, reducidas a como pequeños rubíes engarzados en la plata de la ceniza, carecían ya de fuerza para mantener, siquiera tibia, el agua de la pava. El sueño iba embozando las conversaciones, y con frecuencia los dedos negros y velludos tapiaban, cual una reja, las bocas, para impedir que los bostezos escaparan en tropel bullicioso.
Don Bruno, el tropero, que llevaba ya tres días de permanencia en la estancia, fue el primero en ponerse de pié, diciendo:
—Ya es hora de dir a estirar los güesos y darle un poco ’e gusto al ojo, que mañana hay qu’estar de punta al primer canto ’el gallo.
—¿De modo que ya nos deja? —preguntó por urbanidad el estanciero.
—A la juerza. Primero que ya el incomodo es mucho, y dispués, agua que no corre se pudre.
Don Bruno salió en compañía de Naverio, a quien dijo cuando estuvieron solos:
—Yo no espero más; por cumplir la promesa que le hice a tu finao padre, he venido a buscarte ofreciéndote mi ayuda. No puedo esperar más: o venís mañana conmigo, o arréglate por tu cuenta. ¿Has entendido?
—Sí, padrino,—respondió el mozo.
—Güeno ¿vamos a dormir?
—Vaya diendo, ya lo sigo.
Cuando el tropero entró al cuarto de huéspedes, Niverio fué sigilosamente hacia el portón que cerraba el patio de la estancia.
Goyita lo esperaba impaciente.
—¡Cómo has tardado! —reprochó.
—Había que decidirse, —respondió con tristeza el mozo.
—¿Te vas?
Dominio público
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Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
A Adolfo Rothkopf.
El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de
sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos
higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le
ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado
y sobre la oreja.
No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.
Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.
Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.
Dominio público
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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
A Jaime Roch.
Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.
Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.
Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Desnudos el pie y la pierna, desabrochada la camisa de lienzo listado, dejando ver el matorral de pelos grises que le cubrían el pecho, un codo apoyado sobre el suelo y sobre la mano la vieja pesada cabeza, don Liborio parecía dormido; dormido como carpincho al borde de] agua, en el crepúsculo de un atardecer tormentoso.
La línea de uno de los aparejos pasaba por entre el dedo gordo y el índice del pie derecho, de modo que la más mínima picada le sería advertida inmediatamente. El otro aparejo estaba sujeto por la mano izquierda, perezosamente extendida sobre la hierba, a lo largo del cuerpo.
Don Liborio parecía de mal humor, aquella tarde. La botella de ginebra estaba intacta; el fogón sin encender, el mate sin empezar y en los labios del viejo pescador no se veía —¡cosa asombrosa!— el pucho de cigarro negro.
Sin duda: don Liborio debía estar enfermo...
Pedro Miguez, que se había acercado con la idea de pasar un buen rato escuchando los cuentos interminables del viejo, consideró haber hecho un viaje inútil.
—¿Pescando, don Liborio? —había preguntado con afabilidad; y el otro, con dureza:
—¡No, dando 'e comer a los pescaos!... Si aura hasta los doraos y los surubises parecen dotores!... Pa comer la carnada son como cangrejos pero cuidando'e mezquinarle la jeta al fierro!...
—Vea, ahora está picando —indicó el forastero.
—¡Picando! ¿picando qué?... la gurrumina, el sabalaje no más!... pescao serio ninguno...
Ya no va quedando más qu'eso en el país, gurrumina, sabalaje, resaca!...
El viejo gritó casi la última frase. Luego, fregándose la barriga con la palma de la ancha y velluda mano, se quejó:
—¡Desde ayer que las tripas no hacen más que corcobiar dentro el corral de la panza!...
Pa mí que son los gíievos de ñandú que comí antiyer y mi han patiao...
—¿Comería muchos?...
Dominio público
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Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Al Dr. Carlos Travieso, fraternalmente.
Atardecer de Junio.
Fresco sin frío.
Un cielo barroso. Un sol con pereza,—como trashoguero tapado por la ceniza: no calienta, no alumbra, pero arde...
Las cosas se iban borrando con el polvo gris de la neblina, en virtud de cuya exageración andaluza, los postes de alambrados parecían eucaliptos, bosque sombrío el cardal misérrimo, avestruces las perdices que presurosamente corrían en busca del nido, y mastodontes las ñacas lecheras que ambulaban por el camino real buscando una hierba que triscar antes de echarse á dormir...
Quien ha visto una cerrazón campera sabrá que se asemeja á los celos. Lo agranda y lo deforma todo. Desorienta y desconcierta. Tiene caprichos y perfidias de mujer. La sombra oculta; la niebla engaña.
¡La cerrazón!
En la noche toldada, negra, sin una baliza estelar, solitario en la inmensidad del campo, el campero medita, olfatea, escucha, cierra los ojos inútiles en el caso.... y «rumbea».
Hay lógica, hay ciencia, en su decisión. En el diccionario de la lengua no existe el verbo «rumbiar», debido probablemente á que en la academia española no hay ningún gaucho; y es lástima.
Cuando las tinieblas caen como llovizna de cisco, y lo borran todo, el llano, la colina, el monte y el arroyo, la tapera y la estancia, el yuyal y la huerta; cuando el viajero sorprendido en la infinita soledad del despoblado no alcanza á ver ni las orejas del caballo que monta,—cuando no se ve ni lo que se conversa,—se despreocupa del terreno, pasa revista al mapa que lleva impreso en la mente, «toma rumbo»... y es raro que se pierda y no llegue á su destino.
Dominio público
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Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
A Constancio C. Vigil.
De la estancia del "Vichadero" a la estancia del "Arroyito",
había apenas dos leguas de buen camino salvo una zanja barrancosa, la
empinada ladera de un cerro, un campo con tucu-tucus, un bañado de
morondanga y el paso feo del Sarandí. Como era en invierno y había
llovido con ganas, las barrancas del arroyuelo estaban resbaladizas,
suelto el pedregullo de la ladera; hinchado el estero y engordados con
barro los camalotes y los sarandises del paso feo del Sarandí; pero como
doña Ana Manuela sabía que esos obstáculos no eran tales para sus
cuatro tubianos "carretoneros", mandó atalajarlos y preparar el breack
para después de medio día, dispuesta a realizar un propósito postergado
durante un mes por causa de las inclemencias del tiempo, que había hecho
derroches de agua...
Y poco después del medio día rodaba el breack que arrastraban velozmente por el camino encharcado, los cuatro tubianos famosos de doña Ana Manuela.
Desde hacía cerca de un siglo, la estancia del "Vichadero" pertenecía a los Castro y la estancia del "Arroyito" a los Menchaca; y desde esa época, siempre los Menchaca eran padrinos de los hijos de los Castro y los Castro padrinos de los hijos de los Menchaca: uníalos una de esas amistades de una pieza,—igual que la bota de potro,—de las que sólo son capaces las almas brutas, primitivas, opacas, de los gauchos.
Eran dos familias donde nunca hubo tuyo y mío y que, negociando continuamente, jamás habían firmado un papel, garantía de convenio, de deuda o de préstamo: eran seres inferiores, rudimentarios, imperfectos: eran gauchos. Si alguien hubiese tenido la curiosidad de llevar un registro de los servicios que mutuamente se habían prestado, formaría volúmenes, pero entre esas gentes hacer un servicio no tiene mayor mérito ni merece recordación...
Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 32 visitas.
Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.