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Caprichos de la Gloria

Javier de Viana


Cuento


Para Antonio de Luque.

I

En Entre Ríos, a pocas cuadras del Mocoretá hermoso, había, en los ya lejanos tiempos de mi relato, un pueblecillo que se empinaba con presunciones de ciudad, cuando estaba holgado dentro de su camisa de aldea.

El pueblo era pobre y feo; parecía una peña en la loma, igual de siglo en siglo, parecía un feto conservado en alcohol. Era feo, pero se enorgullecía con los paisajes que desplegaban maravillas en el contorno: una colina suave y grácil como torso de mujer; un bajío riendo con el verde esmeralda de su espeso vellón de grama; y luego un río que insinuaba entusiasmos con la obsidiana de su pajonal tremulante; que tejía ensueños de siesta tropical con las suaves guedejas de sus sauces y las ásperas crines de sus ñandubays; que ofrecía frescor de niño a las ideas cansadas, con el espejo etrusco de sus lagunas que besando camalotes y mordiendo arenas, muestran plata pulida con las escamas de las mojarras, y hierro fuliginoso con las mandíbulas del yacaré.

Los vientos llegaban a la aldea cansados de galopar por las cuchillas, desmoralizadas sus legiones en el continuo batallar con las selvas vecinas, y al caer sobre los naranjos y durazneros de los patios coloniales, en vez de morder, besaban, y en lugar de rugir, reían. Con su adorable cielo azul, fecundo en riegos, y con la ayuda de un sol dadivoso, la tierra producía casi sin cultivo, desde la humilde hortaliza hasta la flor preciada.

En tales condiciones, la vida habría debido transcurrir allí en una tranquilidad y una dulzura envidiables. Y, sin embargo...

Faltaban muchas cosas en el pueblo, casi todas las cosas útiles; pero no el café, el boticario, el procurador, el curandero y la "opinión pública". Esta última estaba representada por dos bandos,—los "verdes" y los "amarillos",—quienes se odiaban recíprocamente con todo el fuego que encendía en sus almas el quemante sol mesopotámico.


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13 págs. / 23 minutos / 36 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Chingola

Javier de Viana


Cuento


A Luis Doello Jurado.


Lo llamaban el "Valle del Venteveo". Era chico: poco más de dos mil cuadras cerradas al oeste por el arco de una serranía baja y azul; al este por un río de frondoso boscaje; al norte un arroyuelo ribeteado de sauces y sarandises; al sur un cañadón sobre cuyo lecho pedregoso cantaban las aguas arpegios de vidalitas; encantando a las mojarras blancas, alegres, lindas como mañanas de otoño.

Lo llamaban el "Valle del Venteveo", quién sabe por qué; venteveos había muchos, pero ¿qué clase de pájaros no volaba sobre las lomas graciosas, o no picoteaba en la verdura de los llanos o no alborotaba en la maraña de los montes, o no se bañaba en las lagunas o no se inmovilizaba, observando el horizonte desde las cobálticas asperezas de la sierra?... Como no existían bañados, faltaban chajaes, garzas y mirasoles; pero, en cambio, las perdices infectaban las cuchillas, en los charcos remaban plácidamente patos y biguás, en los caminos saltaban en cardúmen las cachilas, en el rastrojo hormigueaban las torcaces, en los eucaliptos disputaban las cotorras con estridencias mujeriles, en los postes del corral edificaban los horneros; sobre los paraísos trinaban cardenales, calandrias, pirinchos, jilgueros, mixtos, viuditas y chingolos; en la sierra, los cuervos cuajaban los molles como enormes flores negras, mientras desde los picachos, las águilas lanzaban a la llanura la mirada combativa de sus pupilas de fuego; y en el bosque, el enjambre, las alas de todos los tamaños, las plumas de todos los colores, los trinos de todos los tonos.

Había pájaros en cantidad fabulosa en aquel valle, al cual no me explico por qué llamaron del "Venteveo", honrando un bicho ordinario, atrevido, inservible hasta para ser comido. Quizá por eso.


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2 págs. / 4 minutos / 25 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

¿Compriende?

Javier de Viana


Cuento


A Leoncio Monge.


—Hermano ¿cómo es el estilo de aquella décima que cantó el Overito en la reunión de Tabeira?

—No mi acuerdo.

— ¿No es así?

Y Pepe López, apoyado en el mango del hacha, silbó un estilo.

—¿Es ese?

—Puede. No mi acuerdo.

Y cubierto de sudor el rostro color de arcilla, bien afirmado sobre las recias piernas desnudas, Evaristo tornó a levantar el hacha que, con ritmo lento y majestuoso, caía sonoramente sobre el tronco grueso y duro de una arnera.

Pepe López se escupió las manos y continuó embistiendo a su árbol.

Durante un cuarto de hora sólo se oyó el ruido sordo de las herramientos mordiendo la leña viva. El sol caía a plomo sobre la gramilla y las zarzas y los árboles abatidos en el reducido potril. En el contorno, los guayabos, los coronillas, los virarós apretados, estrechadas sus armazones que habían resistido a los zarpazos de los vientos, se inmovilizaban, serenos y nobles, con la tristeza augusta del héroe que va a morir una muerte obscura. Las pavas del monte, escondidas en lo más hondo y obscuro, lanzaban su queja en un canto semejante a un ruego. Muy arriba, en plena luz solar, sobre penachos de los yatays, las águilas permanecían quietas, silenciosas, solemnes, como los últimos representantes de la raza madre en el martillo.

—Hermano ¿m'empresta su tostao pa dentrar en la penca'e Farías?

—No puedo, lo necesito.

—¿Pa matreriar?

—¡Quién sabe!—replicó Evaristo siempre taciturno.

Pepe López meneó la cabeza y siguió hachando.

—¡Me caigo... y no me levanto! —gritó.—¡Siempre ha de haber un ñudo pa un apurao y un bagual pa un maturrango!... ¡Cuasi me desloma este guayabo que se volió pal lao de enlazar como gringo recién llegao!...

Rió, cantó una vidalita, y luego, con el mismo tono irónico y jaranista, preguntó:


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2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Hay que Ser Justo

Javier de Viana


Cuento


A Coelho Netto.


Al montar a caballo, en la enramada, don Mateo díjole al capataz Lucero:

—Anda marcando esos cueros lanares, que tal vez el pulpero García los mande levantar esta tarde... Fíjate bien en la pesada qu'el galleguito es como luz p'hacer mentir a la romana... Yo vi'a dir hasta el fondo el campo pa bombiar cómo anda la invernada chica.

Sin esperar respuesta, don Mateo arrancó al trote y a poco desapareció en el vallecito inmediato.

Iba caviloso. El objeto de su salida al campo no era visitar la invernada, sino aislarse, buscando la solución del asunto que le traía preocupado desde meses atrás: tratábase del noviazgo de su hija Mariana con el capataz Lucero.

Ambos se querían. Lucero, era un excelente muchacho, muy trabajador, muy honrado, que había crecido en su casa y a quien profesaba un afecto paternal. Él no veía inconveniente ninguno en esa unión, a la cual su esposa oponía una resistencia inquebrantable.

¿Por qué?... Podía invocar como única razón, la pobreza del mozo; pero ante ella, don Mateo le había recordado que, treinta años atrás, la hija del rico hacendado Luciano Pérez, había concedido su mano al gauchito Mateo Sosa, peón de su padre, y sin más caudal que un par de caballos, un regular apero y un bien ganado renombre de laborioso y honesto. Se casaron y fueron enteramente felices. Luego, el argumento era inaplicable, y doña Eduviges no lo aplicaba, como no aplicaba ninguno. No quería ese casamiento; simple y llanamente, no lo quería, empacándose ahí su obstinada negativa.

—¡Eso no es justo, canejo!—vociferaba el buen paisano, que tenía el sentimiento innato de la equidad. Toda su moral reposaba en ella. Cualquiera acción, hasta el asesinato, hasta la venganza atroz, se disculpan si "son justas". El ofendido tiene siempre derecho a castigar, a matar. Es justo, aunque lo prohiba la ley, que pena, pero no desagravia.


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2 págs. / 3 minutos / 28 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Herencia del Tío Filemón

Javier de Viana


Cuento


I

Desde chiquitín, don Macario Bengochea había hecho maletas con sus actividades, distribuyendo por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las diversiones.

A un hombre que es hombre, y más aún si ese hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna labor, así fuese más pesada que un toro padre, y más peligrosa que galopar por el campo en una de esas noches en que el cielo se entretiene en plantar rayos sobre la tierra.

Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, calado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguanta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansancio, se presentan con ánimo de interrumpir la tarea, se les pega un chirlazo, como a perro importuno, diciéndole:

—Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra con los tucuruces del campo y los aujeros del camino!...

Mas, cuando los clarines tocan rancho, hay que llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empujando hasta donde quepa, como quien hace chorizos, apretando hasta que no quede gota, de suero, como quien amasa queso.

Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso bullicio del baile o de las carreras, o en el silencio de las carpetas y los velorios, sin preocuparse de aflojarles la cincha a los pingos de la imaginación y el sentimiento... ¡A galope tendido por el amplio y liso camino real de los placeres, con absoluta despreocupación de cuanto va quedando detrás de las ancas del caballo!...

Él lo exponía en su parla gráfica:

—La vida pa ser linda y ser como debe ser, ha de tener comparancia con las yapas de las riendas: entre argolla y argolla un corredor.

Así fué en el transcurso de muchos años, manteniendo siempre en equilibrio prudente las dos alas de la alforja. Más, al trasponer la portera de los cincuenta, empezó a romperse la armonía.


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13 págs. / 22 minutos / 38 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Perra Rabiosa

Javier de Viana


Cuento


Los viejos vecinos de Marmarajá conservaban buena memoria de Teresa López, que durante muchos años fué una gran fogata a cuyo alrededor iban a revolotear y a quemarse las alas los más gallardos mozos del pago, ardiendo en rivalidades y que más de una vez salpicaron con su sangre las claras zarazas de los vestidos de la coqueta.

Era muy linda, Teresa. Alta, esbelta, blanca la piel, azules los ojos, rubios los cabellos, aguileña la nariz, era, sin duda, retoño atávico de su madre, mulata brasileña de labios jetudos, nariz aplastada—herencia materna—y el oro en las motas y el celeste en las pupilas, don del «fazendeiro» alemán que fué su padre.

Y a estos contrastes fisiológicos, correspondían otros tantos contrastes morales. A veces imponíase la ardencia del café: a veces triunfaba la cebada de la cerveza. Compuesto inestable hallábase a merced de las influencias del medio ambiente.

Pero su característica era la coquetería perversa que no atraía a los hombres para gozar del homenaje sino del dolor que causaba en sus adoradores su infalible falsía, siempre manifestada con refinamientos de crueldad.

Y si engañar a un hombre constituía para ella un placer el máximum de la satisfacción era robárselo al cariño de otra mujer. Joven o viejo, lindo o feo, rico o pobre, todo era igual para ella.

—Teresa no come nunca los pescaos que saca del agua—decía un paisano sentencioso—;por eso lo mismo hecha el anzuelo a un dorao que a un bagre sapo.

De entre sus innumerables amores—trágicos muchos de ellos—uno dió amplio campo al comentario comarcano.

Julio Lara, uno de los mozos más serios y juiciosos del pago, iba a casarse con una chica muy buena. Se querían entrañablemente, con un amor sereno, tranquilo, reposado, con uno de esos amores que tienen por base la estimación recíproca y por fin ayudarse mutuamente en las luchas de la vida.


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3 págs. / 5 minutos / 30 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Borrega Guacha

Javier de Viana


Cuento


La familia continuaba aún de sobremesa cuando Julia regresó de la cocina cargada con la vajilla que, como de costumbre, había levantado en un santiamén.

—Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en seguida la boca 'el poncho grueso,—ordenó don Pablo.

—Está bien, tata,—respondió ella con su humildad habitual.

—Y hacé ligero, porque dispués tenes que dir al arroyo, porque ya sabés que no me gusta amontonar ropa sucia.

—Está bien, mama.

—Pero antes,—intervino Jaime,—tenés que plancharme la bombacha blanca.

—Ya tengo la plancha en el fuego.

Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego echándose al hombro un gran lío de ropa, se dispuso a partir para el lavadero, mientras los otros ganaban sus camas respectivas para dormir tranquilamente la siesta.

Abrumada, más que por el peso de la carga por el dardear feroz del sol de enero, Julia recorrió las diez cuadras que mediaban entre las casas y el lavadero.

No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aquella desconsideración era tan antigua, que habíase acostumbrado a considerarla como algo natural, lógico y hasta de perfecta justicia.

¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto como los bueyes aradores o el matungo carretonero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aquéllos, un animal doméstico, obligado a pagar con el trabajo el sustento y el albergue que le daban.


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4 págs. / 7 minutos / 25 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Paisanas

Javier de Viana


Cuentos, colección


La revancha

Pedro Pancho, ante la prueba abrumadora de su delito, comprendió que era inútil la defensa..

Por eso se concretó a decirle a Secundino:

—Lindo pial. Pero no olvides que una refalada no es cáida, y que de la cárcel se sale. Prepárate pa la revancha.

—En todo caso, siempre habrá lugar pa la güena,—respondió taimadamente el capataz;—empardar no es matar.

—Dejuro, correremos la güena, que a mí nunca, me gustaron las empatadas... ¡y es difícil que no la gane!...

—¡Claro! Como la cana v'a ser larga, tenés tiempo pa estudiar al naipe y marcarlo.

—Descuida: algunas cartas ya las tengo marcadas—respondió Pedro Pancho con extraña entonación que dejó pensativo a su rival.

Los peones comentaban el suceso.

—Estoy seguro que Pedro Pancho es inocente—observó uno.

—Y yo lo mismo—confirmó otro.—La contraseñalada de los borregos la hizo el mesmo capataz pa fundirlo al otro, a quien le tiene miedo.

—Ya dije yo—filosofó Dionisio—que Secundino es como coscuta en alfalfar y que ha 'e concluir con todos nosotros. Por lo pronto se va formando cercao. Ya despió a Pantaleón y a Liandro pa reemplazarlos por dos papanatas que son mancarrones de su marca. Cualesquier día nos toca a nosotros salir cantando bajito...

Transcurrió el tiempo.

Las predicciones de Dionisio se cumplieron en breve plazo. Uno con un pretexto, otro por otro, todos los antiguos peones fueron eliminados y substituidos por personas que—debiéndole el conchabo—obedecían ciegamente a Secundino.

Rápidamente adquirió una autoridad despótica en la administración de la estancia. Don Eulalio intentó varias veces rebelarse contra aquella absorción de facultades de su subordinado.

Cedió siempre, sin embargo, bajo la presión de Eufrasia, decidida protectora del capataz.


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90 págs. / 2 horas, 38 minutos / 54 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Abrojo

Javier de Viana


Cuento


Se llamaba Juan Fierro.

Durante los primeros treinta años de su vida fue simplemente Juan. El segundo término de la fórmula de su nombre parecía irrisorio: ¡Fierro, él!...

Era blando, dúctil, sin resistencia. A causa de su propensión a abrirle sin recelos la puerta de la amistad al primer forastero que golpeara, no llegó a quedarle más que un caballo de su tropilla, un mal pabellón en el recado, una camisa en el baúl y el calificativo de zonzo.

Llegado a esa etapa de su vida, ya no tuvo amigos. Por cada afecto sembrado, le había nacido una ingratitud. Sin embargo, heroico y resignado, doblaba el lomo, cavaba la tierra, fertilizándola con el riego de sudor de su frente, echando sin cesar al surco semillas de plantas florales y semillas de plantas sativas.

Cosechaba abrojo que pincha y miomio que envenena. Y a pesar de ello proseguía siendo Juan, sin que por un momento le asaltase la tentación de ser Fierro.

Empero, si es verdad que en el camino se hacen bueyes y que el clavo de la picana concluye casi siempre por abatir las más orgullosos altiveces, también es verdad que el rebenque y la espuela usados en forma injusta y desconsiderada, suele convertir al matungo más manso.

Tal le ocurrió a Juan Fierro.

A los treinta años presentaba un aspecto de viejo decrépito. Su rostro enflaquecido agrietábase en arrugas. Sus ojos fueron perdiendo poco a poco el brillo y tenían la lumbre triste de un fogón que se apaga, ahogadas las brasas por las cenizas. Sus labios, que ni la risa ni los besos calentaban ya, evocaban la tristeza de la arpa desencordada, en cuya gran boca muda ya no brotan las melodías que otrora hicieran estremecer en sensación voluptuosa la madera de su alma sonora...

Los pocos que todavía llegaban a su casa juzgaban mentalmente:

—Este candil se apaga.

O si no:


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2 págs. / 4 minutos / 42 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Por Amor al Truco

Javier de Viana


Cuento


Don Basilio, antes de ser don Basilio, cuando era Basilio Peralta, el hijo mayor de don Braulio Peralta, uno de los más fuertes ganaderos de Curuzú-Cuatiá, fué un mozo alegre y aventurero.

Trabajador, arreglado, era de una generosidad prudente, gastaba una docena de pesos, compartiendo con un amigo famélico, una buena cena y un beberaje copioso, porque los cobraba con la satisfacción de la compañía.

Pero si al partir, ese amigo le pedía unos centavos, invocando tal o cuales necesidades, Basilio no tenía casi nunca níqueles disponibles, y si alguna vez daba, hacíalo a regañadientes y guardando rencor al pedigüeño.

Gustábale organizar, en su casa, grandes fiestas, bajo cualquier pretexto; y más contento quedaba, cuanto mayor era el número de los invitados concurrentes.

Las comilonas, las vaquillonas con cuero, el amasijo que consumía una carrada de leña, las varias damajuanas de caña, amén de los guisados y los pasteles y los postres, hacían ascender a sumas crecidas cada una de esas fiestas.

Empero, él no lo sentía, por aquello de que sarna con gusto no pica, y esas verbenas eran su vicio.

Se cobraba satisfaciendo su vanidad, teniendo auditorio sumiso para sus relatos insustanciales, y, sobre todo, «piernas» para jugar al truco, todo el día y toda la noche, por fósforos.

Era en realidad, un profundo egoísta, convencido, sin embargo, de ser un hombre excepcionalmente bueno y generoso.

Por eso, cuando debido a los gastos excesivos, unidos a su desidia e incapacidad administrativa, su fortuna mermó considerablemente, se quejaba con amargura, de los cuervos, a quienes hartó en sus épocas de opulencia y que ahora, no sintiendo olor de la carniza, pasaban de largo, volando sobre su casa.


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2 págs. / 4 minutos / 23 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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