La Seca
Javier de Viana
Cuento
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy contiene: 'u'
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Pedro Pancho, ante la prueba abrumadora de su delito, comprendió que era inútil la defensa..
Por eso se concretó a decirle a Secundino:
—Lindo pial. Pero no olvides que una refalada no es cáida, y que de la cárcel se sale. Prepárate pa la revancha.
—En todo caso, siempre habrá lugar pa la güena,—respondió taimadamente el capataz;—empardar no es matar.
—Dejuro, correremos la güena, que a mí nunca, me gustaron las empatadas... ¡y es difícil que no la gane!...
—¡Claro! Como la cana v'a ser larga, tenés tiempo pa estudiar al naipe y marcarlo.
—Descuida: algunas cartas ya las tengo marcadas—respondió Pedro Pancho con extraña entonación que dejó pensativo a su rival.
Los peones comentaban el suceso.
—Estoy seguro que Pedro Pancho es inocente—observó uno.
—Y yo lo mismo—confirmó otro.—La contraseñalada de los borregos la hizo el mesmo capataz pa fundirlo al otro, a quien le tiene miedo.
—Ya dije yo—filosofó Dionisio—que Secundino es como coscuta en alfalfar y que ha 'e concluir con todos nosotros. Por lo pronto se va formando cercao. Ya despió a Pantaleón y a Liandro pa reemplazarlos por dos papanatas que son mancarrones de su marca. Cualesquier día nos toca a nosotros salir cantando bajito...
Transcurrió el tiempo.
Las predicciones de Dionisio se cumplieron en breve plazo. Uno con un pretexto, otro por otro, todos los antiguos peones fueron eliminados y substituidos por personas que—debiéndole el conchabo—obedecían ciegamente a Secundino.
Rápidamente adquirió una autoridad despótica en la administración de la estancia. Don Eulalio intentó varias veces rebelarse contra aquella absorción de facultades de su subordinado.
Cedió siempre, sin embargo, bajo la presión de Eufrasia, decidida protectora del capataz.
Dominio público
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Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Era un sábado.
Poco después de mediodía, bajo un blanco cielo de invierno, Belarmina envolvía su linda cabeza en floreado pañuelo de algodón, y, disponiéndose a transponer el guardapatio, despidióse alegremente:
—Hasta lueguito, mama.
—No dilatés la güelta —aconsejó la madre;— la noche cae de golpe en este tiempo y no es güeno que te agarre pu’el campo.
Rió la chica.
—¡Cuidado, no me vayan a comer los lobinzones! —dijo— y agregó en serio: —No hago más que enjugar la ropa que dejé asoliándose esta mañana y en seguidita me güelvo.
Y alegre y gallarda, echó a andar por la loma reverdecida en dirección al arroyuelo que corría a pocas cuadras de allí.
El bosquecillo que custodiaba el arroyo engordado con las frecuentes lluvias invernales, tenía un aspecto huraño. Los árboles, representados por talas y sauces, raleaban; pero, en cambio, la chirca, la espadaña y las múltiples zarzas crecidas con lujuria en la constante humedad del suelo, formaban compacta muralla de verdura, rasgada a trechos, a manera de agrietamientos, por angostas y culebreantes sendas, que abrieron los vacunos en el cotidiano bajar a la aguada.
Por uno de esos túneles penetró Belarmina, yendo a salir a pequeñísima playa. Al borde del arroyo, en cuclillas, arremangada hasta el codo, entregóse afanosamente a la tarea, trinando al mismo tiempo, en contrapunto con las calandrias y los zorzales que revoloteaban sobre su cabeza.
Dominio público
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Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
Se va. No se muere, porque, como su contemporáneo, el gaucho, no conoce la cobardía del suicidio. En los parques de las estancias modernas lo matan, porque su desaliñada corpulencia y su aspecto campechano ofrecen una nota discordante entre las finas siluetas y el peinado follaje de los árboles exóticos...
En las quintas y chacras de los suburbios metropolitanos se les persigue encarnizadamente, porque “ocupan mucho sitio, dando demasiada sombra y son inútiles”.
El hacha brutal del horticultor tiene en apoyo de su herejía utilitaria, la sentencia doctoral de los eruditos: “El ombú, como el gaucho, no sirve para nada.”
Es verdad que a ellos nunca ofreció el ombú, como al primitivo poblador, en la alborada de la civilización nacional, el refugio de su sombra en los incendiados mediodías del desierto. Ni dió a sus frágiles moradas seguro amparo contra las furias del pampero. Ni sirvió a sus gallináceos de eficaz reparo contra los soles, las lluvias, los vientos, las comadrejas, los zorros y las iguanas... Y así, como desconocen la soberbia belleza del árbol gaucho, ignoran también sus virtudes medicinales y su posible aprovechamiento industrial...
Sucumbe, pues, gran árbol gaucho; y, como el gaucho, soporta resignado en tu agonía, el frío de la ingratitud y el sarcasmo de la ignorancia!...
Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.
—¿Y no hay peligro de perderse?
—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.
—Gracias, amigo. Hasta la vista.
—De nada, amigo. Adiosito.
Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.
Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.
Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.
Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.
Dominio público
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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
La habitación era grande: tenía como cinco brazas de frente y medio maneador de largo. Era bajita, eso sí, porque muros de tensión si se hacen altos, se tuercen cuando los empuja el pampero. Y allá, en la Cañada del Indio, del sur bonaerense—trecientas leguas de llanura abrumadora, desabrida como mate lavado,—los pamperos, entropillados, corretean a diario, haciendo estragos.
La habitación era grande, y parecía más grande por la casi ausencia de muebles; del mismo modo que parece más grande un caballo desensillado.
Y allí sólo había una mesa de pino, larga, flanquada a cada lado por un escaño.
Sobre la mesa veíase un candelero de latón sosteniendo una vela de baño, amarilla y ruin como rama de duraznero apestado; una botella de caña, varios vasos, un naipe y un platillo con porotos.
Sobre los escaños había, del lado de montar, don Candalicio, el dueño de la casa: tordillo negro, flaquerón, aire de matungo asoleado; el pardo Eusebio, cara entre comadreja y zorro y lo de víbora que tienen indispensablemente los mulatos.
Del lado de enlazar estaban: el sordo Díaz, alias «Tapera», capataz de la estancia, contemporáneo de los ombúes del patio; Roque Suárez, por mal nombre «La Madalena», muy alto, muy flaco, muy feo, con la cara muy larga, la nariz muy afilada, los ojos muy chicos...
Desde las siete de la noche, hora en que terminó la cena, hasta las diez, había estado jugando al «solo», tomando mate y chupando caña. Y hubieran continuado, sin duda, si Roque Suárez no hubiese arrojado las cartas, a raíz del tercer «codillo», exclamando con su voz aflautada, dolorosa y desagradable:
—¡Es al ñudo prenderle juego a la leña verde!...
—Cuestión de echarle sebo—insinuó maliciosamente el mulato.
Y el patrón con bondad:
—¡Pobre amigo Suárez!... Y'está caliente!...
Dominio público
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Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
Era uno de esos días en que el cielo está bajito y tiene color de sucio y el aire está así como baboso en que todo pesa, en que todo fastidia, en que todo aburre. El sol estaba alto todavía, pero no alumbraba: era como un cigarro húmedo, que está encendido y sin embargo no tira.
Bajo la enervante acción atmosférica, don Patricio, que era el más bueno y el más plácido de los hombres, sentíase molesto, violento, casi irascible. Sentado junto a la puerta de la cocina, se le habían apagado tres tizones y todavía estaba largo el pucho. Además, las hebras blancas y rígidas de los espesos bigotes, revolucionados, tan pronto le cosquilleaban las narices, como se le introducían en la boca; y a cada manotón que daba, llamándolos al orden, se rebelaban con mayor impertinencia.
Pero, no obstante todo lo molesto y mortificado que se hallaba, don Patricio no dejó de advertir la expresión de abatimiento reflejada en el rostro de María, su nietita, quien, como de costumbre, le acarreaba, durante horas, el amargo. Concluyó por interrogarla:
—¿Qué tenés, Maruja?
—¿Yo?... ¡Nada!—respondió la chica; y rompió a llorar.
—¿Nada?... Nada, y se t'enllenan los ojos de agua?...
Y ella, sin poder contenerse por más tiempo, cayó de rodillas, abrazándose a las rodillas del viejo, y dijo con voz entrecortada por el llanto:
—¡Ah, tata viejo!... ¡Soy tan disgraciada!.... ¿Usté sabe que Mateo me... me quiere?...
—Eso ya lo sabía.
—Y que yo también lo quiero...
—Eso no lo sabía, pero lo malisiaba... ¿Y esa es la culpa de que estés triste y llorona?...
—¡La culpa es que tata no quiere saber de que me case con Mateo!...
—Es güen muchacho Mateo...
—Ya se lo dije a tata y él dijo que sí.
—Guapo pal trabajo.
—Asina le dije a tata, y él acetó...
—Muy arreglao, sin vicios...
Dominio público
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Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
—...Era pa decirle, mi tío, que me pensaba casar...
—¿Casar?
—La muchacha... usted sabe, l’hija’el puestero don Esmil... la muchacha es güeña...
—¿Güeña?...
—¡Tan güeña!.. Trabajadora como un güey, mansa como lechera de ordeñar sin manea, y como un perro ’e fiel, fiel hasta ser cargosa.
—¿Cargosa?
—Cargosa ansina, por demasíao bondá ¿compriende?
—Compriendo: es como maleta demasiao llena que fastidea al montar.
—¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta hinchada, incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfación de que en llegando al rancho no le falta a uno nada.
—¡Hum!... No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta demasiao cargada, es muy fácil de perder!... Los gauchos de aura viajan en caballo ’e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el flete a soga y un zorro les corta el maniador, quedan a pie y embobaos, cantándole un triste a la estaca. Cuando yo era gaucho, mi reserva eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no anduvo nunca sobre mi lomo!...
—¿Y de hay colige mi tío?...
Dominio público
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Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
Santos La Luz fué una equivocación de la naturaleza. Poseía cualidades sobresalientes, pero sin aplicación posible en el medio hostil donde nació y del cual no podía evadirse.
Carecía de músculos para poder traducir en hechos lo que su inteligencia concebía. No erraba nunca un tiro de lazo, pero, sin fuerzas para sujetar al bruto, la res se iba siempre, con lazo y todo.
Le sobraba coraje; pero su valor sólo le servía para hacerse golpear,—lastimar a veces,—por los otros, que eran más fuertes.
Tenía un cuerpo pequeño, de gracilidad femenina. Su rostro era bello, delicado, denunciando inteligencia en la frente amplia, con los ojos llameantes y en los labios de expresiva movilidad.
Una flor, un pájaro.
Como leía cuanto papel impreso caía en sus manos, sabía mucho; y como sus ocupaciones eran pocas, dedicaba largas horas al cultivo de las facultades intelectuales, perfectamente inútiles en el agreste escenario donde le tocó actuar.
Poeta y músico y cantor, componía tiernas endechas, las musicaba y las cantaba en la guitarra con arte y con pasión.
Los gauchos, cuando no tenían nada que hacer, cuando los temporales les obligaban a permanecer ociosos «verdeando» en el galpón, lo obligaban a cantar. No le obligaban: él accedía, gustoso de demostrar su superioridad en algo.
Cantaba con el alma, diciendo cosas muy lindas en frases muy torpes; y cuando esperaba tener subyugado por la emoción al auditorio, alguno exclamaba en voz alta:
—¡Le digo qu'el malacara 'e Robustiano no le hace ni la cola al overo de Umpierrey!
—¿En trescientas varas?
—Ni en veinte.
Y otro del grupo:
—Che, Feliciano, a ver si me devolvés el sobeo que te presté l'otro día!...
Nadie le hacía más caso que el caso que allí se hacía a los pájaros y a las flores. Y él sufría.
Dominio público
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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.
Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.
Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.
Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.
Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...
No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:
—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.
Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.
—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...
—¿Y pa qué vendrán?
—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...
Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.
Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.