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Amiguitos

Javier de Viana


Cuento


Cuando el forastero pronunció el sacramental “Ave María Purísima”, Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se resistía a dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:

—“¡Sin pecado concebida... Abajesé”.

Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.

—¿Vos sos Candelaria?

—¿Y vos Saturno?

Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados. Muchos años atrás él la conoció linda y ágil como un chivito, y ahora era una cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.

Y el galán apuesto que supo ganar su corazón virginal, ofrecía mayor aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más blancos que negros, e incultas barbas, más tordillas aún, cubrían cabeza y rostro, dejando ver tan sólo los grandes ojos hundidos en las órbitas, ardientes de fiebre, y la nariz corva y aguzada como una hoz.

—Vamos p'adentro, —dijo Candelaria.

Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.

Penetraron en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien que fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde invernal tendía sobre el campo una noche prematura.

En medio de la habitación, junto a una pequeña mesa de pino, estaba hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero peludo, una viejecita que temblaba de frío.

—Mama, aquí está Saturno, —anunció Candelaria.

—¿Saturno Rodríguez? —inquirió ella,— ¡María Santísima! Acércate muchacho. ¡Jesús! ¡Si hace tiempo te créibamos muerto!...

Y mientras Candelaria salía para ir a preparar un mate, la viejecita indagaba:

—¿Qué ha sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m’hija t'esperaba siempre...

El forastero interrogó tímidamente:

—¿No... se casó?...


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1 pág. / 2 minutos / 48 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Aves de Presa

Javier de Viana


Cuento


Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.

Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.

Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.

Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.

Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.

Era prudente, frío, calculador.

En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.

Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.

Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.


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2 págs. / 4 minutos / 68 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

De Tigre a Tigre

Javier de Viana


Cuento


—Todo arreglao —dijo «Ventarrón».

—¿Pa cuando?

—Pasao mañana.

—¡Ya sabes pues! —exclamó el jefe de la gavilla, «Alacrán», dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en escondido potrero del Uruguay entrerriano.

—Yo no voy —dijo Lino Baez.

—¿No venís? —interrogó Alacrán.

—No.

—¿Andás apestao?

—Gracias a Dios puedo vender salú.

—Entonces te ha entrao miedo.

—Yo no tengo miedo a naide, ni a vos mesmo, Alacrán.

El jefe de los bandidos miró a Lino con extrañeza.

—Tenés algún motivo particular?

—Ninguno.

—Güeno. No vengas; nosotro bastamo; pero ya sabes que las ganancias son pa los que exponen el cuero, y no esperés nada si nos sale bien el asunto.

Lino Baez se encogió de hombros. Esa misma noche ensilló y desapareció del potrero.


¿Qué motivo había tenido él para oponerse al asalto y saqueo de la pulpería de Pereyra: explicable, ninguno. No lo conocía a Pereyra: y un asalto, un homicidio, un robo más o menos ¿qué podía importarle a Lino Baez?... ¿Por qué entonces cometió aquella cochinada con sus compañeros, aquella baja delación que costó la vida a uno, dos balazos a otro, un sablazo al jefe y la pérdida de un rico botín?... No lo sabía: tantas burradas se hacen así, sin saber porque...


Lo peor del caso es que la polka se le puso sumamente ligera a Lino Baez. De balde no le llamaban «El Alacrán» a Pedro Cruz, jefe de la más desalmada gavilla de bandoleros que haya sembrado espanto en Entre Ríos.


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3 págs. / 6 minutos / 188 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Del Campo y de la Ciudad

Javier de Viana


Cuentos, colección


La vejez de Pablo Antonio

Cuando el inmenso transatlántico enfrentó el canal de entrada, Pablo Antonio experimentó una impresión extraña, mezcla de placer y de miedo.

La ciudad enorme, arrebujada en la sombra, denunciaba su presencia con los millares de pupilas rojas parpadeando en lo obscuro de la noche.

Aun cuando siempre estuvo al corriente de sus progresos, nunca supuso una expansión tan colosal como aquella que hacían presumir las luces sembradas en almácigo sin término.

¡Buenos Aires!... En realidad, ¿conocía él a Buenos Aires?... Contaba diez y ocho años cuando la abandonó y desde entonces habían transcurrido treinta y dos; tiempo suficiente para olvidar lo estable, y más que suficiente para no conocer en los blancos cabellos del abuelo, las rubias guedejas del niño.

Constituía la parte más olvidada de su ya larga existencia; olvidada no tanto por lo lejana, cuanto por el empeño que siempre puso en hacerla desaparecer de su memoria.

No encerraba, en efecto, nada más que tristezas, dramas horribles, cuyo recuerdo, amortiguado por los muchos años interpuestos y por la fiebre perenne de una vida rabiosamente consagrada al trabajo, resurgía ante la aparición luminosa de la ciudad y sentíase casi arrepentido del retorno.

Mientras el transatlántico avanzaba por las aguas turbias del canal, Pablo Antonio sentía revivir y corporizarse los lamentables episodios que encenizaron su juventud.


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97 págs. / 2 horas, 50 minutos / 27 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Derritiendo la Escarcha

Javier de Viana


Cuento


Después de mediodía el frío continuaba intenso, haciendo temblar a los caballos inmovilizados bajo la enramada. Junto al fogón, acurrucados, con los pies metidos entre el rescoldo, los peones cimarroneaban en silencio. Levantados a las tres de la madrugada, habían partido para parar rodeo, cuando todavía el lucero alumbraba con su roja pupila el campo dormido bajo el poncho blanco de la helada...

Hasta Maximino, el sempiterno charlatán, callaba, dando margen a que alguien observara:

—¡Cómo será el frío cuando a Cachila se le ha yeláo la lengua!...

—¿Toribio?

—Ha de andar pu ái juera, lagartiando.

En efecto, Toribio, sentado detrás del galpón, fumaba plácidamente, recibiendo vivificante baño de sol. No hizo caso alguno de Nicolasa, que se había acercado para tender una ropa en la sinasina del guardapatio. Los desnudos brazos de la chinita, que firmes, torneados y mordidos por el frío, semejaban artísticas piezas de un bronce barbedienne, lo dejaron indiferente.

Ella, terminada la tarea, se le acercó y díjole:

—¿Qu'estás haciendo, haragán?...

—Ya lo ves: rejuntando sol paguantar l'helada que va cáir esta noche.

La chinita suspiró y dijo con afectada tristeza:

—¡Qué disgracia no tener un nido ande defenderse de los chicotazos del invierno;...

—¡La culpa es tuya, que no querés dentrar en mi corazón!...

—¡Poca quincha le veo al rancho!...

—Poca pero bien hecha.

—¡Desemparejada!

—Puede... Es como nido de águilas, espinoso y áspero pu'ajuera, pero por dentro emplumao, suavecito y caliente!... Dentrá y verás...

Rió la moza y contestó:

—¡Se agradece!... Siempre peligra la paloma que dentra en nido de águila!...


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1 pág. / 2 minutos / 40 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Canto de la Calandria

Javier de Viana


Cuento


El paso de los Ceibos era, de por sí, uno de los más lindos y alegres parajes de las riberas del Mandisoví. La cuchilla descendía en suave pendiente hasta el arenal del paso, un lecho de arenas finísimas, en medio de las cuales brillaban, a la luz del sol, los nácares de las conchas muertas. Doble fila de ceibos en flor, formaban como unos cortinados de púrpura acompañando el arenal hasta la orilla del agua.

Era de los parajes más lindos y más alegres, naturalmente; y lo fué muchísimo más cuando Juan Berón y Feliciana fueron a vivir en el prolijo ranchito edificado en la loma, a media cuadra del arroyo.

Feliciana era una adorable chinita, cuyos veinte años rebosaban salud y alegría, cuyas risas y cuyos cantos hacían competencia, desde el alba hasta el obscurecer, a las calandrias y a los jilgueros, a los cardenales y a los sabiás, los filarmónicos vecinos de enfrente.

Su marido, Juan Berón, tenía idéntico carácter. A los tres años de casados seguían queriéndose con la intensidad del primer día. En aquel ranchito alegre, rodeado de flores, la tristeza no había penetrado nunca.

Juan y Feliciana, los «cachorros», como los llamaban en el pago, eran la admiración de todos y la envidia de muchos.

Nunca faltaban visitas en el puesto de los Ceibos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos o tres días de contento pasados allí, ayudando en los trabajos de la casa; porque hay que advertir que la «patroncita» si nunca se cansaba de cantar, tampoco se cansaba nunca de trabajar.

Cuando había concluido todas las faenas domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, para sorprender a su marido, que era extremadamente goloso.

Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella en la cocina preparando una empanadas, cuando se presentó Juan.


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3 págs. / 5 minutos / 30 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

¡El Lobo!... ¡El Lobo!...

Javier de Viana


Cuento


Era un muchacho enclenque, las piernas increíblemente flacas, arqueado el torso, hundido el pecho, demacrado y pálido el rostro, donde los grandes ojos obscuros estaban inmovilizados en eterna expresión de espanto.

Tenia quince años; se llamaba Cosme, pero sólo le llamaban El idiota.

Vivía El idiota con un viejo puestero sin familia, cuyo rancho dormitaba a dos cuadras del Arroyo Malo. En el arroyo pasaba el chico casi todo el día, todos los días, pescando que era cuanto sabía hacer. Algunos suponíanlo al viejo don Pancho abuelo del idiota: pero eso no era cierto. Si lo tenía consigo, era obedeciendo a órdenes del patrón, quien le había cedido el rancho de la finada Jesusa, encargándolo al mismo tiempo del cuidado del huérfano, que contaba ocho años en la época de la desgracia.

Refiriendo ésta, volaban muchas narraciones distintas, bordadas todas ellas con comentarios absurdos. La verdad parece ser así:

El patrón don Estanislao era ya maduro cuando se casó con la viuda doña Paula, la mujer más mala que haya nacido en el pago del Arroyo Malo, desde el tiempo de españoles hasta ahora. Sus celos lo tenían medio loco a don Estanislao, que era hombre bueno, aún cuando la cara enorme, la cabeza cerduda, la nariz chata, los ojos saltones y los rígidos bigotes le dieron un cierto aspecto feroz de lobo fluvial.

Los celos de doña Paula se enredaban en todo bicho que gastase polleras, fuese joven, fuese viejo, rubio, pardo o negro. Ni la lógica, ni las posibilidades, ni la verosimilitud intervenían para nada en sus agravios. Don Estanislao estaba ya a punto de enllenarse, cuando su consorte descubrió las relaciones que en un tiempo tuvo con Jesusa, la puestera del Arroyo Malo... ¡Ardió el campo!...

Al fin de dos meses de vida envenenada, Estanislao se dijo una mañana:

—¡Este animal no me va a dejar ni cebo en las tripas !... Hay que buscarle remedio.


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3 págs. / 5 minutos / 36 visitas.

Publicado el 1 de enero de 2023 por Edu Robsy.

El Mancarrón

Javier de Viana


Cuento


Un caballo que plantado sobre sus cuatro patas avejigadas, con las ranillas peludas, abrojientas las crines y la cola, lanudo el pelambre, estira el pescuezo, agacha la cabeza y ni se queja mientras la cincha cruel, de la que apenas quedan cinco o seis hilos, le oprime la panza abultada, dilatada por su habitual alimentación de pastos ruines, es solamente “un caballo”; es algo menos que un caballo, es un “mancarrón”.

Es feo, es desgarbado. No es, generalmente, viejo, sino envejecido.

Es fuerte todavía.

Aguanta todo un día cinchando leña en el monte y no se queja por que después de haberlo galopado a lo largo de veinte leguas, lo desensillen al anochecer y lo larguen al campo, bañado en sudor, para que sus pulmones desafíen el horror de las heladas invernales.

Es humilde, es dócil y ha dejado de presumir.

Cuando algún peoncito zaparrastroso, —de mucha melena y pata descalza,— lo hacía formar en la orilla del camino entre los espectadores de una “carrera grande”, él, con el pescuezo estirado y la cabeza gacha, ni tentaciones experimentaba de comparar la miseria del “apero” que le vestía, con los “herrajes” de plata y oro de sus vecinos, fletes de lujo cuando no “parejeros” a la expectativa de un lance.

Y cuando “soltaban” la carrera y los contendientes pasaban en frenético galope entre el estruendo de aplausos, de gritos, de incitaciones, —que les hacían redoblar energías, espoloneados por el orgullo del triunfo,— él, que en un tiempo fué parejero que en más de una ocasión experimentó esas sensaciones de arrogante desafío, de ansias de victoria, permanecía indiferente, agachadas las orejas, fijos los grandes ojos tristes en el suelo árido, pelado, que no ofrecía ni la amarillenta raíz de una sosa pastura a su estómago veterano en hambrunas.

Mancarrón...


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1 pág. / 1 minuto / 38 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Muerto Recalcitrante

Javier de Viana


Cuento


Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.


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2 págs. / 5 minutos / 16 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Filosofía

Javier de Viana


Cuento


—Nunca carece apurarse pa pensar las cosas, pero siempre hay que apurarse p'hacerlas, —explicaba el viejo Pancho.— Antes d'emprender un viaje se debe carcular bien el rumbo y dispués seguirlo sin dir pidiendo opiniones que con seguridá lo ostravean.

Y si hay que vandiar un arroyo crecido y que uno no conoce, por lo consiguiente, cavilar pu'ande ha de cáir y pu’ande v'abrir y cerrar los ojos: Dios y el güen tino lo han de sacar en ancas.

Dicen que “vale más rodiar que rodar”, pero yo creo que quien despunta un bañao por considerarlo fiero, o camina río abajo esperando encontrar paso mejor, o quien ladea una sierra temiendo espinar el caballo, no llega nunca o llega tarde a su destino.

—¿Y pa casarse? —preguntó irónicamente al narrador, celibatario irreductible, don Mateo.

—Pa casarse hay que pensar muchísimo. De día cuando se ve la novia y está cerca; de noche cuando está lejos y no ve... Pa casarse hay que pensar muchísimo, y...

—¿Y?...

—Y cuando se ha pensao muchísimo, sólo un bobeta se casa.


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1 pág. / 1 minuto / 120 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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