Textos más vistos de Javier de Viana publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 6

Mostrando 51 a 60 de 318 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy textos disponibles


45678

Lucha a Muerte

Javier de Viana


Cuento


Don Adriano Aguilar supo tener una estancia sobre el Arroyo del Medio, en las inmediaciones de San Nicolás.

Era una estancia chiquita, enhorquedada entre dos colosales heredades, cada una de las cuales sumaba leguas y contenían hacienda como pasto. Una de ellas, la de don Cayetano Saldías, llámase «Los Cinco Ombúes»; la otra, «Los Tres Ombúes». Don Adriano, que sólo poseía un ejemplar del árbol símbolo, bautizó modestamente su propiedad: «El Ombú».

Era uno solo; pero ninguno de los otros ocho lo aventajaba en corpulencia y arrogancia.

El viejo paisano experimentaba intenso cariño y grande orgullo por el coloso guardián de su rancho. En la dilatada llanura, donde las escasas poblaciones estaban tan distantes las unas de las otras que «no se veían las caras», el «ombú de don Adriano» era obligada señal de referencia para el viajero desconocedor del pago que indagaba la ubicación de una propiedad.

—«Siga derecho pu'este camino, y como a cosa 'e dos leguas va ver el ombú de don Adriano; déjelo a la izquierda, agarre una senda que gambetea entre un cardal y que lo va llevar hasta la mesma glorieta de la pulpería de don Pepino...»

—«¿L'azotea 'e los Laras?... Corte p'abajo, costee el esteral que llaman de los aperiases, y enderece pa la zurda, dejando a la derecha el ombú de don Adriano...»

—«¿Pancho Silva?... Pasando el ombú de don Adriano, ya va ver los ranchos, pegados al arroyo».

Y así sin término.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 47 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Matapájaros

Javier de Viana


Cuento


¿Cuál era su nombre?

Nadie lo sabía. Ni él mismo, probablemente. Fernández o Pérez, y si alguien le hacía notar las contradicciones, encogíase de hombros, respondiendo:

—¡Qué sé yo!... ¿Qué importa el apelativo?... Los pobres semos como los perros: tenemos un nombre solo... Tigre, Picazo, Nato, Barcino... ¿Pa qué más?...

En su caso, en efecto, ello no tenía importancia alguna. Era un vagabundo. Dormía y comía en las casas donde lo llamaban para algún trabajo extraordinario: podar las parras, construir un muro, o hacer unas empanadas especiales en días de gran holgorio; componer un reloj o una máquina de coser; cortar el pelo o redactar una carta. Porque él entendía de todo, hasta de medicina y veterinaria.

Terminando su trabajo, que siempre se lo remuneraban con unos pocos reales—lo que quisieran darle,—se marchaba, sin rumbo, al azar.

Todo su bien era una yegua lobuna, tan pequeña, tan enclenque que aún siendo él, como era, chiquitín y magro, no hubiera podido conducirlo sobre sus lomos durante una jornada entera.

Pero Juan marchaba casi todo el tiempo a pie llevando al hombro la vieja escopeta de fulminante, que no la abandonaba jamás.

Él iba adelante, la yegua detrás, siguiéndolo como un perro, deteniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca rezagada.

Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino cubierto de abundante y substancioso pasto y el animal apresuraba los tarascones, demorábase, levantando de tiempo en tiempo, la cabeza, como implorando del amo:

—«Déjame aprovechar esta bolada».


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 51 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Maula

Javier de Viana


Cuento


Contaba ño Luz:

Una güelta, la perrada estaba banqueteando con las achuras del novillo vicien carniao, cuando se presientó un perro blanco, lanudo, feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al andar como los cascabeles de la víbora de ese nombre.

Los perros suspendieron la merienda y se abalanzaron sobre el intruso, revolcándolo y mordiéndolo, hasta que “Calfucurá”, jefe de aquella tribu perruna, se interpuso, imponiendo respeto.

—¿Qué andás haciendo'? —interrogó airadamente “Calfucurá”.

—Tengo hambre, —respondió con humildad el forastero.

—¿Y no tenés amos?

—Tuve; pero m’echaron porque una noche dentraron ladrones en casa y se alzaron con varias cosas.

—¿Y no ladrastes?

—No.

—¿Por qué?

—Tuve miedo; soy maula.

—¿Sos joven?

—Si.

—¿Tenés buenos dientes?

—Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!... De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!...

—¡Hacen bien! —sentenció “Calfucurá”.— El trabajo del perro, como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí tenes esas tripas amargas; enllená las tuyas y seguí viaje...


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 48 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Mosca Brava

Javier de Viana


Cuento


Lo habían apodado así y él aceptaba gustoso el sobrenombre y afanábase en justificarlo.

A falta de hombría, de valor físico y de valor moral, el poseía como el insecto aludido, un aguzado aguijón y una gran agilidad para esquivar el peligro.

Pero si la mosca brava tenía la débil atenuante de hacer daño para nutrirse, por razones de supervivencia, Dermidio no se hallaba en igual caso: él dañaba por mero entretenimiento. Incapaz de labrarse su propia felicidad por medio de un esfuerzo constante, complacíase en mortificar la ajena, urdiendo intrigas y sembrando desconfianzas.

Había en la estancia de Craguatá un mayordomo muy viejo, tan viejo que ya no podía comer matambre asado ni contar cuentos ni sacar una carta del medio jugando al truco por tortas fritas.

Entonces él mismo recomendó al patrón un sucesor, Gervasio Ayala, un muchacho casi, pero que don Ambrosio, el mayordomo, conocía bien, y de cuya seriedad, honradez y competencia no trepidaba en salir garante. El patrón había objetado:

—Me parece muy cachorro y temo que no le obedezcan de buena gana.

Y el viejo:

—Pierda cuidao, don Antonio. Si no obedecen de güeña gana, lo harán de mala, pórqu’ese cachorro es de raza y sabe morder.

—Recién albíerto, —dijo con sorna el patrón,— que tiene cierto parecido con usted.

—Sí, es medio pariente, —confesó don Ambrosio ruborizándose.

Gervasio Ayala ocupó la mayordomia, y después de darle posesión del cargo, su protector, le dijo:

—Tuita la pionada es güeña, pero cuídate de Dermidio, «Mosca Brava», qu’es remolón p’al trabajo y guapo p’al lengüeteo y el enriedo.

—Dejeló por mi cuenta, —respondió el mozo.— La mosca brava no molesta más que a los impacientes que la espantan a manotones; ella juye, güelve otra güelta y cuanti más se calienta uno, más fácilmente se escapa. Yo sé un modo de arreglarla...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 29 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Nabuco

Javier de Viana


Cuento


Era Nabuco uno de esos tipos físicamente vulgares, que no llaman la atención ni por su belleza ni por su fealdad; y para justificar el dicho de que la cara es el espejo del alma, era, moral e intelectualmente, mediocre.

Un talento indiscutible poseía, sin embargo: el de no gastar energía en lamentos y protestas después del hecho irremediablemente consumado.

—«Con rabiar y echar maldiciones,—decía,—no se saca la carreta del pantano. Lo mejor es fijarse bien en el terreno pa no volver a enterrarse en el mesmo sitio; y la rabia añubla la vista.»

Cierta vez, siendo mozo y encontrándose sin conchabo, se enganchó de milico en una policía fronteriza. Otros que se hallaban en caso igual, se lo pasaban abominando del comisario cruel, del sargento déspota y del cabo egoísta, por no haber obtenido la baja.

—¡Lindo oficio!—exclamaba uno.—Andar tuito el día al tranco, escoltando carretas de contrabandistas o tropas de cuatreros, como si juese perro, medio desnudo, comiendo pulpa flaca y cobrando un sueldo cada seis meses, pa qu'el comesario se enriquezca y el sargento tenga tropilla propia y el cabo herraje plateao!

—¿Qué pensás vos, Nabuco?—inquiría otro dolorido,

—Pienso,—respondió;—que por haberte oído el cabo hablar parecido, te ligaste el mes pasado unos talerazos del comisario y quince días de cepo.

—¿Entonces hay que sufrir la enjusticia y tragar saliva?

—Dejuro que sí cuando se sabe que alegar es pa pior.

Y Nabuco no alegó ni se quejó nunca; pero una noche que lo mandaron en comisión, le robó los dos mejores pingos al comisario, un espléndido poncho al sargento y el «chapeao» al cabo. Esa misma noche vadeó el Uruguay, se internó en el Brasil y nunca jamás volvieron a verlo en el pago.

—«El quejarse es pa los niños, y amenazar pa las mujeres»,—era otro de sus dichos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 27 visitas.

Publicado el 17 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Palabra Dada

Javier de Viana


Cuento


Muy de mañana, Petronila, la ahijada del patrón, fué como todos los días a llevar los baldes y los jarros al corral, donde Venancio estaba maneando las lecheras.

Recién se había instalado el dia, luminoso y fresco. Con la humedad del rocío desprendíase de las gramillas una fragancia suave y sana, que, mezclándose al olor fuerte del estiércol pulverizado del piso del corral, formaba un perfume extraño, excitante y deletéreo como el que emana de la tierra reseca en un chaparrón de estío.

A llegada de la moza, Venancio, que, en cuclillas, remangado el chiripá y al aire los brazos musculosos, terminaba de manear una barcina, respondió torpemente al saludo. Luego, enderezándose, apoyóse en el anca huesuda de la lechera y se inmovilizó contemplando en silencio a Petronila, ocupaba entonces en alinear los cachorros.

Estaba más linda que nunca, la linda morocha, cuyas mejillas, color de trigo, encendía el fresco matinal, y cuyos ojos, inquietos como cachilas, brillaban intensamente, pregonando alegría y salud.

Venancio, mortificado, como atorado por las frases que tenía prontas para decirle y que no quisieron salir de su garganta, dirigióse al chiquero inmediato, y largó un ternerito, que brincando y balando, corrió a prenderse golosamente a la ubre opulenta.

—¿Y hasta cuándo vas a dejar que mame el ternero? —interrogó ella.

Estremecióse el mozo, y retirando el mamón fué a atarlo en un palo del corral. Luego murmuró a manera de excusa:

—Estaba pensando en vos.

—Pensá en ordeñar ligero, que la patrona está esperando la leche pal mate, —replicó ella con cierta violencia.

—¿Te fastidia que piense en vos?

—¡Dejuro! Ya es tiempo que concluyás de cargociarme. Es bobo estar siempre codiciando una prenda que tiene dueño.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 35 visitas.

Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Partición Extraña

Javier de Viana


Cuento


Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas, Alipio interrogó suplicando aún:

—¿De modo, tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me arreen la majadita?

—Así ha ’e ser, —respondió impasible el viejo, aquel viejo de cabeza y barbas patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo cuyo rostro hacía presentir un santo varón dispuesto siempre a tender la mano caritativa al prójimo afligido.

Él joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la maleza de su conturbado espíritu, una frase, un argumento capaz de conmover el corazón de su padre.

—Usté sabe que yo siempre he sido trabajador y juicioso y si me ha ido mal...

—Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.

—¿Pero será posible, tata, que por dos mil pesos miserables me haga quedar en la calle, sin tener con qué darles la comida a mi mujer y a mis hijos, teniendo usted una gran fortuna?...

—Si la tengo es porque siempre supe rascarme p’adentro, dejando que cada uno pele el mondongo con la uña que tiene. Si me hubiese puesto a cuartear a tuitos los empantanaos que me han pedido ayuda, a la fecha estaría más pelao que corral de ovejas.

Prolongado silencio sucedió a esa frase del viejo. Alipio, agotado, aniquilado, hizo como el náufrago que, tras el postrer esfuerzo por vivir, por salvarse, se entrega resignándose, a la muerte.

Sin rencor, sin vehemencia, dijo:

—Güero: adiós, tata.

Y el viejo, con la misma impertubable tranquilidad:

—Adiós, hijo; que Dios te ayude, —respondió.

Cuando Alipio hubo partido, él avivó el fuego, y se puso a preparar la cena, una piltrafa negra, reseca, guisada con fariña y grasa mezclada con sebo; más sebo que grasa.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 38 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

¡Patroncito Enfermo!

Javier de Viana


Cuento


—¡Una taba cargada no tiene más suerte qu’ este animal de Polidoro!

—Y más haragán que un gato mimoso. Llenar la panza y echarse a dormir, es lo único que hace, porque hasta pa hablar tiene pereza ese cristiano.

—No es verdá: ¿dónde dejás su mancarrón? Pa cuidar su matungo no le pesa el mondongo...

—Cierto. Pero, ¿pa qué lo cuida?... Ni dentra en ninguna penca, ni lo empriesta pa que otros dentren, ni lo luce en nada; sólo lo monta pa dar una güeltita por el campo al tranco, cuando ha bajao el sol. ¡Indio sinvergüenza!...

—¡Así está, hinchao como un chinche!


* * *


Esta conversación se repetía todos los días, diez veces al día, entre los peones de la estancia Grande. Todos odiaban y envidiaban a Polidoro; y, sin embargo, nadie, ni el mismo patrón se atrevían a increpado por su holgazanería. Polidoro era sagrado. Polidoro no sufría los fríos de las madrugadas de «recogidas», ni las fatigas de las hierras, ni el tormento de las tropeadas. A montear no iba nunca, a alambrar, tampoco; en la esquila comía pasteles, tomaba mate y jugaba al güeso. En cuanto a trabajo... ni comedirse a alcanzar una manea.

¿Qué quién era Polidoro?... Un gaucho aindiado, petizo, retacón, casi lampiño. No era peón de la estancia, pero vivía allí, allí comía, allí dormía y allí le daban todo el dinero que necesitaba para sus vicios. ¿Quién se lo daba?... «Patroncito», el tirano.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 35 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Por Haraganería

Javier de Viana


Cuento


Era Lino el peón más estimado en la estancia del Juncal: ni fatigas ni peligros le detuvieron en ninguna circunstancia. Fuerte, guapo, noble, temerario, la lealtad le humedecía el alma al primer encuentro, como el sudor humea el lomo del caballo gordo al primer esfuerzo. Lo mismo que el ceibo, era puro corazón; corazón y flores lindas. Las gentes que desprecian las flores y las maderas inútiles, le despreciaban.

Atanasia lo quería. Es decir, Atanasia gustaba de él, de su bondad de perro, de su alegría de chingólo, de su paciencia de hornero. Le disgustaba, en cambio, su despreocupación de cigarra y su generosidad de oveja.

Estaba convenido que habrían de casarse; pero Atanasia no tenia prisa: sus diez y ocho años podían esperar aún. En la espera comenzó a reflexionar. Hizo el balance de los placeres y los sinsabores que le proporcionaría el matrimonio con Lino.

Él la quería: aceptado.

Él era bueno: conforme.

Él era trabajador: de acuerdo.

Una vez casados, no faltaría el techo y el sustento: indudable.

Empero... Atanasia era una chinita gorda, mortalmente haragana, para quien el máximun de la felicidad hubiera consistido en pasarse tres cuartos del día en la cama y el otro cuarto tendida en un sillón, tomando el mate dulce con azúcar quemada que le «acarriase» o una «gurisa». En cambio, era ella quien tenía que trabajar para otros y si se casaba con Lino, tendría que trabajar también... lavar, planchar, cuidar la casa... Atanasia era fabulosamente haragana.

Lo era en extremo tal que en su baúl se apelillaban cuatro o cinco cortes de vestidos regalados por Lino y que ella dejaba dormir allí por no tomarse el trabajo de cortar una bata o coser una pollera.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 96 visitas.

Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Por la Patria

Javier de Viana


Cuento


Cuando el viejo octogenario terminó su breve exposición, don Torcuato, que había bandeado los setenta, se puso de pie, se atuzó la luenga barba blanca, carraspeó y dijo:

—Tengo cinco suertes de campo y como diez mil guampudos... Disponga de tuito, compadre, porque tuito esto no es más qu’emprestao. Me lo dió la Patria, a la Patria se lo degüelvo.

Y sin decir más, volvió a sentarse sobre el banquito de ceibo, casi quemándose las patas con las brasas del fogón.

Tomó la palabra don Cipriano.

Y se expresó así:

—Yo tengo campos, tengo haciendas y tengo algunos botijos llenos de onzas... Si es por la Patria, lo juego todo a la carta ’e la Patria.

Y se sentó. Y tomando con los dedos una brasa, reencendió el pucho.

Don Pelegrino se manifestó de esta manera:

—Nosotros, con mis hijos y mis yernos, semo veintiuno. Formamo un escuadrónenlo. Plata no tenemo, pero cuero pa darlo a la Patria sí....

Y hablaron otros varones, todos de cabellos encenizados, residuo glorioso de las falanges del viejo Artigas, corazones hechos de luz, músculos hechos de ñandubay.

Y más o menos, todos dijeron en poco variada forma:

—La Patria es la Madre; a la Patria como a la

Madre, nada puede negársele.

Y como habían ido consumiéndose los palos en el fogón, tornóse obscuro el recinto e hízose el silencio, casi siempre hermano de la sombra.

Transcurrieron minutos.

Y entonces don Torcuato, dirigiéndose a Telmo su viejo capataz, lo interpeló así:

—Tuitos se han prenunciao, menos vos. ¿Qué decís vos?

El anciano aludido encorvó el torso, juntó los tizones del hogar, sopló recio, lengüetó una llama, hubo luz.

Y respondió pausadamente:


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 28 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

45678