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autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy textos disponibles


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Conversando

Javier de Viana


Cuento


—...Era pa decirle, mi tío, que me pensaba casar...

—¿Casar?

—La muchacha... usted sabe, l’hija’el puestero don Esmil... la muchacha es güeña...

—¿Güeña?...

—¡Tan güeña!.. Trabajadora como un güey, mansa como lechera de ordeñar sin manea, y como un perro ’e fiel, fiel hasta ser cargosa.

—¿Cargosa?

—Cargosa ansina, por demasíao bondá ¿compriende?

—Compriendo: es como maleta demasiao llena que fastidea al montar.

—¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta hinchada, incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfación de que en llegando al rancho no le falta a uno nada.

—¡Hum!... No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta demasiao cargada, es muy fácil de perder!... Los gauchos de aura viajan en caballo ’e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el flete a soga y un zorro les corta el maniador, quedan a pie y embobaos, cantándole un triste a la estaca. Cuando yo era gaucho, mi reserva eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no anduvo nunca sobre mi lomo!...

—¿Y de hay colige mi tío?...


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2 págs. / 4 minutos / 33 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Castigo de una Injusticia

Javier de Viana


Cuento


El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.

Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.

Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.

Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.

Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...

No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:

—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.

Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.

—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...

—¿Y pa qué vendrán?

—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 33 visitas.

Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Baja

Javier de Viana


Cuento


Después de un suculento almuerzo constituido por medio costillar de ovejas «la policía» de Pago Solo dormía concienzudamente la siesta.

«La policía» de Pago Solo estaba representada por don Abelino Montenegro.

El comisario, Carlos Leiva, era un rosarino cachafaz, que se había visto obligado a abandonar la ciudad y con ella su puesto de periodista oficial, a causa de unas trapisondas demasiado sonadas. Sus amigotes le obsequiaron con el cargo de comisario de Pago Solo, donde debería pasar unos meses a fin de que las gentes olvidaran el escándalo.

—¿Dónde está Pago Solo?— preguntó cuando le hicieron el ofrecimiento.

—Allá por la frontera de Córdoba.

—¡Aja!... ¿Por donde el diablo perdió el poncho?

—Por ahí cerca.

—¡Bueno!... Iremos a Pago Solo. Siempre conviene conocer mundo, aunque dudo mucho que Pago Solo forme parte del mundo.

Y provisto de sus credenciales se marchó alegremente, diciendo que «para buen gaucho no hay caballo lerdo, ni hueso pelado para perro hambriento».

El edificio de la policía era un rancho ruinoso rodeado de ortigas y perdido en la soledad de la llanura. De lejos en lejos negreaban algunos ranchos semejantes que eran otras tantas poblaciones de «chacareros».

Carlos fué recibido por un viejo tuerto y patizambo que al saber quién era y el cargo que traía, se cuadró militarmente e hizo la venia con comicidad tal, que el joven comisario lanzó una carcajada.

El viejo permaneció inmóvil. Con el deformado kepis sobre la nuca, con el cigarro paraguayo entre los dientes, con la enorme blusa militar, las viejas bombachas de merino negro, las alpargatas enlodadas y el sable inmenso, el personaje era grotesco.

—¿Dónde está la policía? —preguntó el novel comisario.

—¡Presiente!—respondió el viejo haciendo gala de la más pura tonada cordobesa.


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2 págs. / 4 minutos / 33 visitas.

Publicado el 17 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

La Hija del Patrón

Javier de Viana


Cuento


A Juan Carlos Moratorio.


Don Baldomero Mendieta, aunque educado en la ciudad, sentía por el campo un cariño y una atracción que le hacían permanecer casi todo el año en la estancia, llevando la vida ruda del paisanaje.

En su establecimiento, montado a la antigua, el confort brillaba por su ausencia: con refinamientos de ciudad, el campo no le parecía campo a don Baldomero. El amargo tomado en el fogón, en charla con los peones y el asado comido a dedo, desde el asador clavado en la tierra, hacían su delicia.

El viejo edificio de material abrigado por media docena de ombúes centenarios negreaba por los cuatro costados y no tenía ya ni una ventana con vidrios, ni una puerta que cerrara, ni una habitación que no se lloviese. En el patio, enorme como cuadra de cuartel, crecían a gusto los "yuyos" y no era difícil encontrar entre ellos culebras pardas y víboras rosadas que en los estíos combatían con las gallinas y los gatos.

Todo eso le importaba poco al patrón, harto familiarizado con las intemperies y tan poco amigo de lujos que solía decir:

—No me agrada andar con traje nuevo porque me impide recostar a gusto en cualquier parte.

Iba ya en los cuarenta y cada vez placíale más aquella existencia campechana, en medio de sus gauchos y sus chinas. Sus viajes a la capital tornábanse menos frecuentes y más breves.

—Cuando vuelvo a la estancia después de una semana de ciudad—contaba,—respiro con la satisfacción del caballo al que desensillan y largan al campo después de un galope de treinta leguas. Mis deseos serían no salir nunca de aquí, no volverme a poner más zapatos de charol, pantalón, cuello, corbata, guantes, toda esa fastidiosa indumentaria indispensable para cumplir las aún fastidiosas obligaciones sociales.

¡Propósitos humanos!...


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6 págs. / 11 minutos / 32 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Tirador de Macario

Javier de Viana


Cuento


Cuando en enero de 1904 la plaga devastadora de la guerra civil hizo de nuevo su aparición por el campito que Santiago Ibáñez poseía en las puntas del Guaviyú, en las faldas de la cuchilla del Hospital, ya iban barranca abajo los bienes del laborioso paisano.

Los años malos, la peste, la enfermedad que llevó el viejo padre y los médicos y las boticas que le llevaron varios centenares de libras esterlinas, destruyeron en poco tiempo la mitad de lo conquistado por tres generaciones de humildes trabajadores campesinos.

La guerra fué a darle el golpe de gracia. El ventarrón echó abajo los alambrados, destrozó la huerta, diezmó la reducida hacienda, arrió los pocos caballos, mató los bueyes aradores y arrastró consigo a Santiago Ibáñez, a Pedro, su hijo mayor, un adolescente y a los dos muchachos que le servían de peones.

Dejaron a su anciana madre y a su esposa y a su hijito Cleto, porque era muy chico y al Negro Macario, porque era muy viejo, y a la yegua overa porque de flaca, renga, y manca no andaba diez cuadras seguidas, al tranco y de tiro.

Cuando la gente armada se perdió en el horizonte, un silencio infinito pesó sobre el lugar y hasta parecía que el cielo, el luminoso cielo estival, se hubiese toldado de súbito.

—No lloren, patronas,—dijo el negro Macario acercándose al grupo desconsolado que habían formado junto al guardapatio, las dos mujeres y el pequeño Cleto, quien, intuitivamente, lloraba también.

—No lloren, patronas,—continuó Macario;— aunque el negro viejo está muy maceta, entuavía tiene juerzas en las tabas y en los pulsos pa cuidarlas a ustedes hasta quel patrón y el patronato peguen la güelta...

—¡Si vuelven!—gimió la esposa.

—Han de volver, con la ayuda e Dios—consoló la anciana.


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2 págs. / 4 minutos / 32 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Con la Ayuda de Dios

Javier de Viana


Cuento


De que eran mentiras las dos terceras partes de los relatos de Polonio Denis estaban convencidísimos todos los moradores de la Estancia Amarilla. Sin embargo, todos gustaban de sus narraciones.

—¡Miente tan lindo!—solía decir don Regino y los demás asentían.

Era Polonio un mozo como de veinticinco años, linda estampa de criollo; fuerte, ágil de cuerpo y de espíritu, siempre alegre y hábil y rudo en el trabajo, cuando se le antojaba trabajar. Porque, como él mismo decía:

—Cuando yo tengo ganas de trabajar, no le tengo envidia a naides, pa enlazar en un rodeo, pa liar en una manguera, pa montiar, pa esquilar...¡pa lo que sea!... ¡Lástima que cuasi nunca tengo ganas!...

Y era así. De pronto desaparecía.

—Hasta luego—exclamaba, montando a caballo; y regresaba cinco o seis meses después.

¿Por dónde había andado?... Se ignoraba. Por la Banda Oriental, por el Brasil, por el Paraguay, por todas partes. Y de todas partes traía amenas historias de amores y peleas, en las cuales, naturalmente, era él protagonista y triunfador.

Una vez—narraba cierta tarde—estaba apuntando al «monte» en la trastienda de una pulpería del Juquery, en Río Grande do Sul. Eran tres brasileros que me tenían agarrao pa mixto. Yo les jui aflojando piola, hasta qu'en un redepente golpié la carpeta con la mano, gritando:

«¡Sepan que la plata que llevo en el cinto no son bienes de dijunto, canejo!...»

«En conforme dije ansina, los tres brasileros se levantaron haciendo ademán de «rascarse». Yo carculé qué se me venían al humo, con intención de «madrugarme»; y sacando el facón, hice asina,—un semicírculo,—como p'abrir cancha... ¿Y qué veo hermanitos?... Los tres brasileros cayeron al mesmo tiempo agarrándose las panzas!... ¡Sin querer, amigo, y como mi facón estaba muy afilao, de un solo viaje les había bajao las tripas a los tres!... Lo que son los compromisos, ¿no?...»


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3 págs. / 6 minutos / 32 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Como en el Tiempo de Antes

Javier de Viana


Cuento


Al gran amigo Fulgencio Pinaseo.


El techo celeste estaba como la bóveda de un horno calentado con leña de coronilla.

En el ardor de fragua de aquella siesta excepcional, hasta el aire tenía pereza de moverse.

En medio del firmamento, el sol era como una inmensa mano de hierro enrojecido, pesando sobre todo lo terrestre.

Era colosal el silencio, porque los fuelles pulmonares, alimentados por lenta corriente sanguínea, no podían efectuar su tarea de oxigenación sino mediante el casi absoluto reposo de todos los órganos.

La naturaleza entera dormía sin un susurro, la naturaleza toda respiraba apenas, sin movimiento visible, sin ruido perceptible.

En la estancia de los Eucaliptos, los peones, tirados sobre cojinillos, medio desnudos, soportaban el flechazo de los tábanos por no mover una mano; y en sus bocas abiertas, para facilitar la entrada y salida del aire sin ningún esfuerzo, solían meterse, curioseando, las moscas.

El calor, derritiendo la grasa de los maneadores, había aflojado el «ñudo», y el cuarto de oveja cayó desde la cumbrera hasta tocar el suelo del galpón... «Malaquías»—el perro viejo y artero, más ladrón que una urraca;—«Malaquías», que estaba sin comer desde la víspera, olfateó la carne, levantó la cabeza, y volvió á bajarla, sin ánimo para levantarse, arrancar un trozo y mascarla.

El gato barcino soñaba sobre una bolsa de cerda, cuando una rata le pasó atrevidamente por delante. Abrió un ojo; la raya de la pupila se dilató en círculo; pusiéronsele erécticas las orejas y las uñas... y volvió á entornar los ojos, á envainar las agujas unginales, y á hacerse un ovillo, entregándose al sueño..


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3 págs. / 6 minutos / 32 visitas.

Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Domador

Javier de Viana


Cuento


Para Antonio Monteavaro.


Podría tener veinticinco años, podría tener más, pero de cualquier modo era muy joven.

Se llamaba Sabiniano Fernández y hacía poco más de un año que había entrado a la estancia, como domador... El patrón, que tenía una yeguada grande, medio montaraz, cerca de cincuenta potros cogotudos, lo contrató, sabedor de su fama que lo tildaba único en el oficio, como diestro, como guapo, como prolijo.

Era todo un buen mozo, Sabiniano. De mediana estatura, ancho de espaldas, recio de piernas, y con un rostro varonil, de grandes ojos pardos, de fuerte nariz aguileña, de gruesos labios coronados por fino bigote negro y de mentón imperioso. Hablaba muy poco, no reía nunca y la elegancia de su porte tenía un dejo de desdeñosa altivez. Lo consideraban rico; sabíase que era dueño de un campo, que arrendaba, y que su tropilla no tenía rival en el pago; su apero era lujoso,—plata y oro en exceso,— y su cinto hallábase siempre inflado con las libras.

Si continuaba ejerciendo su rudo y peligroso oficio era por encariñamiento, porque para él, domar constituía la satisfacción mayor y tanto más gustada cuanto más morrudo y bravo era el potro, y no porque le importasen nada los ocho pesos oro que ganaba por cada animal amansado.

No se le conocían amigos. El paisanaje lo respetaba pero no lo quería, a causa de su carácter altanero y dominador. Las pocas veces que hablaba, lo hacía en forma de órdenes imperativas, a los cuales se sometían todos, de buen o mal grado, obligados a reconocer que siempre tenía razón, que cuanto decía era sensato.


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5 págs. / 8 minutos / 32 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Pañuelo de Seda

Javier de Viana


Cuento


El plácido atardecer de un día de otoño, hecho luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente con la franca alegría que a todos animaba en medio de los preparativos para la gran fiesta.

Año a año, el patrón, que era muy bondadoso bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus peones y a sus puesteros, una fiesta espléndida.

El mismo elegía, con anticipación, las tres o cuatro vaquillonas más gordas que se encontraran en sus rodeos y que debían ser «volteadas» el día de su santo, para que el gauchaje se hartara con el asado con cuero y el pobrerío llenase la panza durante una semana con las «pulpas» y las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, las picanas y las degolladuras, todo el resto de las reses era caritativamente distribuido entre los pobres del contorno y los perros de la estancia... y no pocos perros forasteros que, olfateando el banquete, trotaban muchas cuadras para ir a sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las dentelladas de sus congéneres, dueños de casa, y menos filántropos que el amo.

Un par de días antes de la fiesta, empezaban a caer a la estancia los indispensables ayudantes. El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en el arte de asar con cuero, llegaba con anticipación, pues debía escoger la leña, elegir el paraje, al abrigo del viento y del sol, preparar los asadores, los «espiques», los hisopos, la salmuera con sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos detalles de un arte que ya muy pocos criollos dominan.

Después, ña Frucia, especialista en pasteles, cuyo secreto para confeccionar exquisitos hojaldres daba margen a ciertas afirmaciones del paisanaje, sin que ellas les impidieran devorarlas golosamente.

Luego, tía Chuma, cuyas manos color de hollín sabían dar al pan una blancura de cuajada y esponjarlo como plumaje de chajá.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Se Seca la Glicina

Javier de Viana


Cuento


Gasas violetas van invadiendo el cielo que tachona el valle. Espésanse en la hondonada la sombra y el silencio, mientras en lo alto de la gradería rocosa de la montaña, flotan aún, en vaho de argento, las últimas luces del sol muriente, marginando la ancha culebra del río, cuyo brillo, al igual de las nieves solemnes de las cumbres, desafía las sombras más densas de las noches más lóbregas.

En medio de ese silencio y de esa quietud, Eva avanza lentamente por el valle, arreando su majadita de chivas.

Sin par tristeza ensombrece el rostro de la linda paisana. Sus ojos parecen más grandes, más negros, más profundos, destacándose en la palidez de la piel como dos «salamancas» gemelas abiertas sobre los riscos nevados.

Mientras con la vara de jarilla acaricia, —más que castiga,— a los chivatos retozones, la criolla canta. Canta con ritmo funerario una canción de angustia que se pierde sin eco en el sosiego del valle soñoliento...


Si alguna vez en tu pecho,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño,
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
pero nunca se lo digas!...


Y era cual medrosa imploración de un niño sorprendido por la noche en desconocida vereda de la montaña; imploración ténue y tristísima, pues que se sabe la ineficacia del ruego y la imposibilidad del auxilio...


Mi amor’se muere de frío...
¡ay¡ ¡ay! ¡ay!...
porque tu pecho de roca
no le quiere dar asilo...
Porque tu pecho de roca,
¡ay! ¡ay! ¡ay!
no le quiere dar asilo! ...


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2 págs. / 5 minutos / 32 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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