Ocho tientos, nada más que ocho tientos...
¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar, 
emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de piel, 
que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.
El cuchillito “mangorrero” hace prodigios en la labor preliminar de 
afinar y emparejar. El trenzador es generalmente un gaucho de barbas 
tordillas, —tordillas blancas, como el pelo de los tordillos viejos,— 
pero el pulso es sereno y firme; para el gaucho de ley hay dos cosas que
 no tiemblan nunca por más llenas de años que lleven las maletas de la 
vida: el pulso y el corazón.
Preparados los tientos, entra a operar el artista, que, aparte de su 
habilidad, parece tener mucha fuerza en las muñecas y mucha saliva en la
 boca...
Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está 
pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán prodigios la 
destreza y el temerario arrojo de los centauros.
Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor importantísimo en la fundación de la industria nacional.
Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él 
capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras por 
las llanuras y por las serranías.
Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el peso 
del yugo, con el arado o la carreta, en eficaz colaborador del hombre en
 aquella lucha titánica de la civilización del desierto.
Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, convertidas en bondadosas lecheras.
Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras, los 
yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban el terror 
en el despoblado.
Y en el vado de un arroyo crecido, será maroma para jardineras y diligencias.
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