Textos más populares este mes de Javier de Viana publicados por Edu Robsy | pág. 5

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autor: Javier de Viana editor: Edu Robsy


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Por la Gloria

Javier de Viana


Cuento


A Domingo Arena.


A las nueve, la banda lisa de la Urbana formaba delante de la jefatura de policía y tocaba silencio, en prolongados redobles y en notas tristísimas, que las getas espesas de los negros arrancaban á los clarines, todo abollados. Orden innecesaria; en la plaza, donde los farolillos á kerosene alumbraban, como luciérnagas, los grandes eucaliptus de negras ramazones, no se oía ni un maullido de gato.

Era en invierno, hacía frío, lloviznaba, habíanse cerrado las tiendas y las familias dormían ya, sin temor de que ningún rodar de vehículos interrumpiese sus sueños. En la plaza, sólo permanecía abierto un negocio, «el» café. Se llamaba así «el» café, pues aunque había otro en el pueblo, no tenía su importancia.

Allí se reunía la mejor sociedad, bien que el salón no pudiera calificarse de suntuoso. Había dos mesas de billar, ambas con los paños raídos, llenos de «sietes» y manchados en el centro por el kerosene que goteaba de las lámparas, no obstante, la protección de los botecitos de lata colgados de cada recipiente. En la de «casín» jugaban: el actuario del juzgado, el maestro de escuela, el jefe de correos y el presidente de la municipalidad. En la otra caramboleaban los mozos de la élite empleados de la jefatura, del banco y de la tienda principal. Luego había cuatro comerciantes vascos, entregados, noche á noche, á las emociones del «mus», haciendo pendant, y rivalizando en gritería, con otra mesa donde se jugaba al truco. Finalmente, en el ángulo más obscuro del salón, se reunían los «intelectuales»: tres periodistas, un procurador, un profesor normal, el oficial primero de la jefatura,—fuerte en geografía—el médico,—un joven que traducía á Verlaine en prosa para el periódico local, y un mozalbete largo y fino, melenudo, pálido, ojeroso...


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4 págs. / 7 minutos / 30 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Primer Rancho

Javier de Viana


Cuento


Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.


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1 pág. / 1 minuto / 40 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Los Bueyes

Javier de Viana


Cuento


La idiosincrasia animal, como la humana, se plasma bajo la influencia combinada de factores internos y externos. Es ley fatal para las razas y los individuos, adaptarse a las mutaciones del medio ambiente o sucumbir. El perro gaucho no escapó al imperio de esa ley universal. A fin de perdurar, hubo de conformarse e identificarse con la naturaleza del suelo y las exigencias de la vida a que le sometía el trasplante. Y es así cómo el perro gaucho resultó adusto y parco, valiente sin fanfarronerías, y afectuoso sin vilezas, copia moral de la moralidad de su amo.

Los bueyes

En la aldea con presunciones de capital, había dignatarios solemnes, clérigos engreídos, dómines pedantes, licenciados de Hipócrates y leguleyos siembrapleitos, más temibles que la lepra.

Y había tertulias familiares donde las damas discutían sobre trapos y donde los mozalbetes pelaban discretamente la pava bajo la vigilancia severa de las rígidas mamás.

Y había el cafe, donde el Corregidor y el Alcalde, el cura y el farmacéutico, el procurador y el tendero, amenizaban las partidas de tresillo con graves comentarios sobre la política.

Y hasta había la Casa de las Comedias.

En cambio, en la campaña, noche y día, todas las noches y todos los días soplaban iracundos vientos de tragedia.

Y todo era esfuerzo continuo de la imaginación y del brazo, perpetuo alerta, heroísmo permanente.

Los “bárbaros”, para labrar la tierra y mover los pesados vehículos en que debían conducir el producto de su trabajo, lo único que daba vida y hasta enriquecía a los sibaritas de la orgullosa aldea, sólo disponían de los bueyes.

Y como ellos sabían domarlo todo, domaron los toros bravíos, los toros de imponente cornamenta, de ojos de fuego, de coraje de león.


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1 pág. / 2 minutos / 25 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Charla Gaucha

Javier de Viana


Cuento


Algo más de dos horas después de cerrar la noche, habría de ser. Noche asfixiante. El sol había desparramado tanto calor durante el dia, que por la tarde, al retirarse, no lo pudo juntar todo y llevárselo para su cueva de occidente.

Entre nubes pardas, la luna subía la cuesta arriba del cielo; y al encontrarse en alguna como lagunita blanca que la dejaba visible, parecía acelerar la marcha, buscando un nubarrón donde ocultarse.

Las voces que llegaban desde el patio de la estancia, advertían la presencia del patrón y su familia bajo el toldo verde del parral, prefiriendo sin duda, el fastidio de espantar mosquitos y el peligro de los grandes gusanos verdes que suelen caer del zarzo, al horno de zinc de las habitaciones, a esas horas herméticamente cerradas, para impedir la entrada de murciélagos, terror de doña Nicomedes, la patrona.

En el playo de frente al galpón, semidesnudos, echados sobre vellones, la peonada charlaba tomando mate «tibión y labao.»

Los bichos de luz rayaban el cielo en todas direcciones; los «cascarudos» silvadores y hediondos, casi ciegos y borrachos de un todo, pechaban contra un brazo, una cabeza, un muslo, y al caer al suelo sonaban como cosa de importancia, haciendo decir a Faustino:

—Esta sabandija es como nágua’e china comadrona: mucho ruido, mucho viento y al primer apretón se aplasta.

—Pero no jiede.

—¿Qué sabés vos?..

—Es verdá... ¡disculpe, maistro!

Volando muy bajito, sin hacer ruido, los dormilones iban y venían, atiborrándose de insectos en sus, al parecer, giros idiotas.

De rato en rato lloraba algún sapo desde la garganta de alguna culebra que le tenia medio tragado. Un enjambre de insectos pequeñitos zumbaban sin tregua. A veces una lechuza castañeteaba el pico y graznaba lúgubremente desde el negro silencio de la llanura.

—¿Pa qué hará chus chus la lechuza? —interrogó Serapio.


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2 págs. / 4 minutos / 37 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Muerto Recalcitrante

Javier de Viana


Cuento


Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.


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2 págs. / 5 minutos / 15 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

La Domadora

Javier de Viana


Cuento


—Yo quiero ir a aquella laguna grande, donde hay muchas mojarritas... Lo que a mí me gusta pescar, son mojarritas; los bagres me dan aseo y las tarariras me dan miedo... —ordenó Clota, mientras avanzaban, al tranco, por una senda bastante ancha del monte del arroyo Manzanares.

—Iremos a la laguna de las mojarritas; iremos donde usted quiera —respondió complacientemente Silverio.

De estatura algo menos que mediana, de cara pequeña y flacucha, con sus manos de dedos descarnados y sus muñecas demasiado finas, con sus tobillos salientes y el arranque asaz magro de las pantozrillas, Clotilde —Clota en el diminutivo familiar—, era lo que los franceses llaman una “fausse maigre”.

El busto era amplio, el seno opulento, las caderas recias, los muslos gruesos y firmes; un tipo —frecuente, por otra parte—anatómicamente anormal; y, por lógica correlación, moralmente anormal también.

Bajo un casco de cabellos color oro muerto, había una frente recta, blanca y tersa, no afeada por el surco que dejan inevitablemente las ideas hondas y los sentimientos cálidos. Y sirviendo de arquitrabe a esa cornisa marmórea, sobresalían las cejas, anchas, obscuras, unidas, formando una barra enérgica, protectora de los ojos de un azul glauco, húmedos, sin brillo, sin calor, semejantes a una bella ova marina.

La boca era pequeña, de labios finos y exangües, que al sonreir —y sonreían de continuo—, hacían valer la azulada blancura de unos dientes poqueños, pero irregulares en la forma y en la alineación, signo evidente de las degeneraciones aristocráticas.

Así era Clota, incitante más que bella, flor humana que al aliciente de su forma, graciosamente asimétrica —como una orquídea—, unía el atractivo de su perfume caprichoso al de las coloraciones barrocas.

Y para completar el ilogismo de aquella extraña criatura, su voz era áspera, abaritonada, de una masculinidad que contrastaba con su cuerpo pequeño y de apariencia menudo.


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4 págs. / 7 minutos / 19 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

En el Arroyo

Javier de Viana


Cuento


El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente toldo azul.

En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo, distante allí un centenar de metros.

El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ramosos guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos, y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.


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2 págs. / 4 minutos / 59 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Deshonesto

Javier de Viana


Cuento


Hacía calor, sentí sed y me introduje en el primer bar que se ofreció a mi paso.

Era aquello una cueva larga, estrecha, obscura.

En los muros laterales, encerrados en marcos de color terroso parecían dormitar Thiers y Gambetta, Grevy y Carnot, con los rostros maculados por la indecencia de las moscas. Al fondo, remando sobre la anaquelería indigente que se encontraba detrás del mostrador, un espejo oval lucía su luna turbia protegida por un tul amarillo.

Me senté, pedí un chopp, y mientras bebía el inmundo brebaje, observaba el recinto.

En el fondo, cerca del despacho, estaba sentado un parroquiano. Aparentaba más de cuarenta años; la vestimenta, trabajada; la barba, canosa y sin aseo; el rostro, con residuos de inteligencia ocracio y demacrado.

Tenía por delante una copa de licor casi intacta, y entre sus dedos enflaquecidos, azulados, sostenía en alto un periódico. Simulaba leer. La mirada, turbia y vaga, parecía un riacho helado.

Aquel hombre me atrajo, quizá por su visible tristeza, quizá por su evidente penuria moral. No recuerdo con qué pretexto entablamos conversación.

Hablamos, es decir, él habló, contándome su historia. En la incoherencia del relato, en el ilogismo de algunos episodios, en la inverosimilitud de ciertos hechos, advertí que mentía, que mentía a cada instante, con la obstinación de un maniático, con la indisciplina mental de un beodo. Pero, en realidad, no mentía: inventaba para explicar con dolorosa sinceridad, las tribulaciones, las caídas y la bancarrota de su ser moral.

Más o menos suprimidas las digresiones, me dijo lo siguiente:


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2 págs. / 4 minutos / 57 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Gurí y Otras Novelas

Javier de Viana


Novelas cortas, Cuentos, Colección


Gurí

Para Adolfo González Hackenbruch

I

En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.

Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.


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182 págs. / 5 horas, 19 minutos / 127 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Tiento de Alambre

Javier de Viana


Cuento


Muy modesta, pero muy alegre era la salita de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.

Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.

Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.

Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multicolores de claveles, rosas, dalias y malvones.

Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.

Ruperta, Paulina y Blasa, las tres hijas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, sin embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.


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3 págs. / 5 minutos / 32 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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