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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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Flor del Estero

Javier de Viana


Cuento


A la orilla de un arroyuelo menguado, de aguas turbias y perezosas, una cerca de otra, Albina y Fabia lavaban en silencio.

El cielo estaba gris, húmeda la atmósfera, frío y recio el viento, uno de esos días en que parece que el sol ha dormido mal y se levanta alunado.

A pesar de ello, Fabia, una morocha fuerte, regordeta, sonrosada, conservaba su constante buen humor y su sana alegría. Fregaba sin cesar y sin cesar cantaba, desmostrando que ni la tarea ni la agriedad del tiempo conseguían contrariarla.

No así Albina, quien mustia, desganada, silenciosa, suspendía con frecuencia su trabajo para permanecer inmóvil, encorvado el dorso, caídos los brazos, cerrados los ojos.

—¡Pero mujer,—exclamó Fabia,—anímate un poco, que da lástima verte con ese aire de cordero achuchao!...

Albina volvió la cabeza y dijo:

—Y a mí me hace sufrir verte siempre alegre, siempre contenta, siempre cantando, indiferente y despreocupada como los pájaros!

—¿Querés que me ponga a llorar porque no tengo ninguna pena?...

—¡Nunca faltan dolores que hagan sufrir!...

—Ya sé. Yo sufro cuando me pincho con l'auja o me clavo una espina en un pie o tengo retorcijones de tripas; pero eso no es como p'andar tuito el tiempo llorando y con cara de viernes santo.

—¡Es que a mí a cada momento me pinchan las aújas y se me clavan espinas!...

—¡Porque siempre andas con el corazón descalzo!—respondió riendo Fabia.

La risa de la chica resonó sonora en la soledad del arroyuelo y sorprendió a Patrocinio que pescaba plácidamente quince varas más abajo, separado y oculto de las mozas por un mechón de las largas y ásperas barbas del estero.

, No pudo contenerse; arrolló la línea, recogió la pesca y se encaminó al lavadero, donde se presentó de improviso, saludando con un:

—Güeñas tardes, linduras...


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 29 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Flor de Basurero

Javier de Viana


Cuento


Ana y el viejo cuzco «Cachila» hallábanse de tal modo habituados a insultos y aporreos, que cuando éstos escaseaban sentíanse inquietos temiendo alguna crueldad extraordinaria.

Ana, hija de una de esas almas de fango del suburbio aldeano, había sido recogida por la familia del estanciero don Andrés Aldama y fué a aumentar el número de los numerosos «güachos» criados en el establecimiento.

Como los durazneros, producto de carozos que germinan en los basureros donde fueron arrojados junto con los demás desperdicios de cosas que causaron placer, como esos hijos del desprecio engendrados al azar, Ana hubiera crecido en medio de la indiferencia de todos.

Y así fué durante ocho o diez años. Baja, flacucha, de cara menuda y siempre pálida, crecía igual que las plantas aludidas, sufriendo la ausencia de todo cultivo, nutriéndose con los escasos jugos que les deja la voracidad de los yuyos.

Esa carencia de encantos, unida a la constante adustez de su fisonomía, su parquedad de palabra, su actitud siempre huraña y recelosa, justificaban el menosprecio general de la población de la estancia.

—A más de flaca y fiera, en tuavía es más arisca que aguará,—decían de ella los peones; y en injusto castigo por defectos de que no era culpable, la acosaban con sátiras mordaces y con bromas de una grosería brutal casi siempre.

Pero ocurrió que con la llegada de una precoz pubertad se operó en su físico una repentina y radical transformación.

Las piernas de tero y los brazos de alfeñique y el pecho plano adquirieron en pocos tiempos redondeces impresentidas. Y el rostro, aun cuando se conservó flacucho y menudo, se embelleció extraordinariamente, sin perder, al contrario, acentuándose, la expresión, huraña y agresiva.

—Con la pelechada de primavera, la guacha se ha puesto cuasi linda,—expresó un peón.

—Pero sigue siendo dura de boca,—dijo otro.


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Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Fin de Enojo

Javier de Viana


Cuento


Con la cabeza sin más protección contra el rajante sol de enero que la espesa melena azabache, sentada sobre la tranca del cerco, Casilda investigaba curiosamente el horizonte.

Estaba furiosa Casilda. El sábado había visto a la vieja Sinforosa, quien le contó que Lindoro, en el baile de las Peña, había andado toda la noche arrastrándole el ala a la rubia pecosa. Y como aquella le dijese, —por comadrear, no más,— que no podía atenderlo por constarle el compromiso existente con Casilda, él, el muy trompeta de Lindoro, había respondido:

—«¡No m’enriede el fleco ’el poncho!... ¡Nu’ haga caso ’e la chinusa!»...

Y Casilda, rabiosa, arrancaba mechones de lana al cojinillo que le servía de asiento y miraba insistentemente al camino, cual si quisiera atraer con la vista al ingrato desdeñoso.

—¡La chinusa!... ¡la chinusa! —exclamaba con encono.— ¡Muy delicao el mozo, dende que anda perdiendo las plumas por la rubia Peña, ese pichón de benteveo, más flaca que mestre’escuela y más fiera que remedio!...

No li hace, no li hace; en cuanto llegue yo le viá arreglar la libreta y le viá cantar tuito el compuesto sin necesidá ’e guitarra... ¡Oidos le van a hacer falta al indino y le viá probar que a veces se llueve más l’azotea qu’el rancho ’e paja, y que hay criollos que la corren con el mestizo ’e más menta!... Ya tengo bien pensao cuanto le viá decir a ese trompeta mal agradecido. ¡Y lo viá repetir aura pa que no me se olvide!

Colérica, la china levantó la cabeza, sacudió la crin, escupió, se compuso el pecho y empezó a recitar con voz chillona:


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 32 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Falsos Héroes

Javier de Viana


Cuento


Junto al guarda patio estaba la carrada de leña, recién traída.

—Mucha rama y poco tronco,—consideró don Brígido.—Y madera floja, cuasi toda...

El viejo Díaz, afectado por el reproche, intentó justificarse:

—El arroyo está ancho y se han puesto muy fieras las picadas pa dentrar a las coronillas...

—¡Ya sé, ya sé!—confirmó benévolamente el patrón.

En los dos primeros meses de aquel otoño no había caído una gota de agua. Los campos hallábanse resecos, los cañodones agotados, y mal podía estar «ancho» el arroyo. La verdad era que los brazos del viejo Díaz, con más de sesenta años de uso constante, no tenían ya fuerzas para hachar troncos de coronilla y de quebracho, los hierros de la selva.

Bien lo sabía don Brígido, y muy lejos de su ánimo estaba el ofender a su fidelísimo servidor, amigo invariable desde el amanecer hasta el crepúsculo; lo mismo en los tiempos de auge de la Estancia Rosada, cuando había varias leguas de campo y muchos miles de vacunos, que en su bochornosa reducción a una poco más que chacra...

Juntos y estrechamente ligados se mantuvieron en la prosperidad ascendente, y más amigos y más unidos desde el día en que brusca adversidad derrumbó el edificio en cuya construcción emplearon tantos años y tantos esfuerzos y tantos cariños...

—Maliseo que d'esta noche no pasa sin llover: vi'a picar un poco'e leña,—dijo don Brígido; y cogiendo el hacha se dispuso a la tarea.

—Déjame a mí,—propuso Díaz; mas el patrón lo rechazó ordenando:

—Vos estás cansao... Andá ver si Panchita precisa algo.

El viento aumentaba én violencia y el frío hacíase intenso, al propio tiempo que se nublaba el cielo en pronóstico de borrasca.

A golpes lentos, don Brígido hachaba la leña y, fatigado, iba ya a dar por terminada la tarea, cuando vió que se acercaba a las casas un viajero a quien creyó reconocer de inmediato.


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Dominio público
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Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Entre el Bosque

Javier de Viana


Cuento


Es un potril pequeño, de forma casi circular.

Espesa y altísima muralla de guayabos y virarós forma la primera línea externa de defensa.

Entre los gruesos y elevados troncos de los gigantes selváticos, crecen apeñuscados, talas, espinillos y coronillas, que ligados entre sí por enjambres de lianas y plantas epifitas, forman algo así como el friso del muro.

Y como esta masa arbórea impenetrable, se prolonga por dos y tres leguas más allá del cauce del Yi y las sendas de acceso forman intrincado laberinto, ha de ser excepcionalmente baqueano, más que baqueano instintivo, quien se aventure en ese mar.

Del lado del río sólo hay una débil defensa de sauces y sarandíes; pero por ahí no hay temor de sorpresa, y, en cambio, facilita la huida, tirándose a nado en caso de apuro.

Soberbio gramillal tapiza el suelo potril y un profundo desaguadero proporciona agua permanente y pura; la caballada de los matreros engorda y aterciopela sus pelambres.

Los matreros tampoco lo pasan mal.

Ni el sol, ni el viento, ni la lluvia los molestan.

Para carnear, rara vez se ven expuestos a las molestias y peligros de salir campo afuera; dentro del bosque abunda la hacienda alzada, rebeldes como ellos, como ellos matreros.

Miedo no había, porque jamás supieron de él aquellos bandoleros, muy semejantes a los famosos bandoleros de Gante.

Hombres rudos que habían delinquido por no soportar injurias del opresor.

Los yaguaretés y los pumas, en cuya sociedad convivían, eran menos temibles y menos odiosos que aquéllos...

¿Criminales?...

¿Por qué?...

¿Por haber dado muerte, cara a cara, en buena lid, a algún comisario despótico o algún juez intrigante y venal?...

No. Hombres libres, hombres dignos, hombres muy dignos.

Sarandí, Rincón e Ituzaingó se hizo con ellos.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

En Tiempo de Guerra...

Javier de Viana


Cuento


A Domingo Arena.


Avanzaban cortando campo, rehuyendo los caminos y los pasos reales, deslizándose por quebradas, internándose en serranías, aventurándose por picadas, entre montes espesos y pajonales cerrados. De día marchaban apareados, cambiando raras palabras de tarde en tarde; más al llegar la noche—noches obscuras, toldadas, sin luna, salpicadas apenas de escasas estrellas pálidas—Donato se adelantaba, ordenando silencio, por precaución y por evitar distracciones que hubieran podido hacerle perder el rumbo.

Policarpo, el hijo único del rico estanciero de Mazangano, había abandonado precipitadamente la ciudad, donde cursaba su estudios, para correr en busca del ejército revolucionario. Llegado a la estancia, puesto de acuerdo con el negrillo Donato, su compañero de infancia, confió a éste la dirección de la aventura, reconociéndole una superioridad campera, adquirida en los cuatro años que él había permanecido en la ciudad.

Y el negrillo ordenaba con insolente rigidez.

La noche estaba terriblemente obscura y el trote continuaba con su fatigosa monotonía. Policarpo había aflojado las riendas al zaino y dormitaba con las manos apoyadas en la cabecera del recado, el torso hecho un arco y la cabeza caída sobre el pecho. Pero un tropezón de la bestia, una sacudida demasiado violenta, lo obligaban a erguirse, a mirar, a pensar.


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Dominio público
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Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

En Nombre de Marta

Javier de Viana


Cuento


Caraciolo Villareal era un verdadero misterio que traía intrigado al pago.

¿A qué se debía aquella profunda taciturnidad, que nunca abandonaba a Caraciolo?...

Los que lo conocieron, diez años atrás, recordaban que era uno de los mozos más alegres del pago. Y como era muy rico, muy bueno, muy generoso, tenía tantos amigos como personas habitaban la comarca.

Sin embargo, de pronto, se aisló, dejó de concurrir a los bailes, a las yerras, a las carreras, a las pulperías, y aún dentro de su misma casa mostrábase inaccesible a las visitas.

De madrugada, daba sus órdenes al capataz, montaba a caballo y salía a vagar sin rumbo por el campo, no regresando, frecuentemente, hasta el obscurecer. Cenaba de prisa y se encerraba en su habitación.

Tras la muerte del padre, había quedado completamente solo en el inmenso caserón de la estancia.

Y cada vez su rostro era más sombrío, su voz más áspera, mayor su deseo de aislamiento.

¿Qué pasaba en el alma de aquel mozo? Riquísimo, dueño de inmensos dominios, Caraciolo era, a los treinta años, un hombre soberbio. Alto, fornido, con una hermosa estampa de criollo, de rostro varonil y bello, rodeado de prestigios personales por su valentía, su destreza campera y su bondad, ¿qué mal le atormentaba a sí?... ¿Enfermedad?... No; conservábase robusto, fuerte, lleno de energías.

¿Mal de amores?... Era la suposición general, pero nadie le conocía ninguna aventura amorosa.

Y era así, sin embargo.

Lindando con la Estancia de su padre estaba la Estancia del coronel Egidio Rojas, y ambas familias mantenían una amistad tradicional.

Caraciolo era hijo único; don Egidio sólo tenía una hija, Marta. La madre de Caraciolo y la madre de Marta, murieron con intervalo de pocos meses, cuando él tenía quince años y ella no había cumplido los diez. Criados juntos, un cariño infantil los unía.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

En la Orilla

Javier de Viana


Cuento


Al eximio pintor nacional Pío Collivadino.


Casi en seguida de cenar, apenas absorbidos dos cimarrones, Santiago abandonó el balcón y fué á recostarse al cerco del guardapatio, recibiendo con fruición la gruesa garúa que no tardó en empaparle la camisa. Con el cuerpo en actitud de absoluto abandono, con el chambergo en la nuca, tenía la mirada persistentemente fija en el horizonte obscuro.

En su mente de baqueano desarrollábase, con precisión de detalles, todo el paisaje borrado por las sombras: la loma acuchillada; un cañadón pedregoso, tras el cual el alambrado y la cancela, abriéndose sobre el camino real que corre, casi en línea recta, cosa de cinco leguas hasta el fangoso y temido paso de la Espadaña en el sucio Cambaí; después, cortando campo —y cortando alambrados— se podía, en cuatro horas de buen galope, ganar la frontera brasileña; en total, unas veinte leguas, una bagatela, no obstante estar pesados los caminos con la persistente llovizna de tres días...

Más de veinte minutos permaneció Santiago en muda contemplación; y más tarde, trasponiendo el guardapatio, fué hasta donde pacía, atado á soga, su doradillo. Le tanteó el cogote, le palmeó el anca, le acarició el lomo, y volvió, con calmosa lentitud, hacia las casas. Penetró en su cuartito; puso sobre el cajón que le servía de baúl el cinto, la pistola y el facón; armó y encendió un cigarrillo y se tiró vestido, boca arriba, sobre el catre de cuero, aflojándole la rienda al pingo de la imaginación.

Estaba tranquilo. La agitación febril de los días anteriores desapareció cuando su espíritu se hubo detenido en una resolución irrevocable: Bonifacio no se casaría con Josefa por la suprema razón de que los muertos no pueden desposarse.


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Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

En el Arroyo

Javier de Viana


Cuento


El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente toldo azul.

En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo, distante allí un centenar de metros.

El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ramosos guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos, y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En Busca del Médico

Javier de Viana


Cuento


Jacobo y Servando se habían criado juntos y fueron siempre buenos amigos, no obstante la disparidad de caracteres: Jacobo era muy serio, muy reflexivo, muy ordenado, muy severo en el cumplimiento del deber. Servando, en el fondo bueno, carecía de voluntad para refrenar su egoísmo.

Jacobo amaba a Petra, y Servando le atravesó el caballo; conquistó a la moza con su charla dicharachera, con su habilidad de bailarín y con sus méritos de guitarrista. Y se casó con ella, sin pensar un solo instante en el dolor que le causaba a su amigo.

Una mañana, Jacobo hallábase en la pulpería, cuando cayó Servando. Llevaba un aire afligido y su caballo estaba bañado en sudor.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jacobo.

—¡Dejame!... Mi mujer está gravemente enferma y tía Paula dijo que ella no respondía, y que fuese al pueblo a buscar al médico...

—Y apúrate, pues... De aquí al pueblo hay tres leguas y pico...

—¡Ya lo sé!... ¡Sólo a mí me pasan estas cosas!... ¡Mozo!... ¡Deme un vaso de ginebra!... ¿Tomás vos?

—No.

—¡Claro!... Vos sos feliz, no tenés en qué pensar... ¡Eche otra ginebra, mozo!...

Servando convida a los vagos tertulianos de la glorieta y les cuenta su aflictivo tranco.

—¡Comprendo!... —dice uno.

—¡Me doy cuenta!... —añado otro.

—Pero hay que conformarse, ser fuerte, —concluye un tercero.

—Es lo que yo digo —atesta Servando.

—¡Mozo!, ¡sirva otra vuelta!...

Jacobo observa ensombrecido y entristecido. Sale: medita; le aprieta la cincha a su pangaré, le palmea la frente y dice:

—¡Pobre amigo!... Ayer trabajaste todo el día en el rodeo... ¡Ahora un galopo de seis leguas, entre ir y venir!... ¡Vamos al pueblo!... ¡Sí los buenos no sirviéramos para remediar las canalladas de los malos, no mereceríamos el apelativo de buenos!...


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 29 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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