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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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Lo Mesmo Da

Javier de Viana


Cuento


A Adolfo Rothkopf.


El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 292 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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4 págs. / 8 minutos / 104 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Dos Ramas de una Horqueta

Javier de Viana


Cuento


El indiecito Dalmiro dijo:

—El mate está labáo, el agua está fría, s’está apagando el juego, y don Eulalio entuavía por contarnos el cuento prometido.

—Es que no encuentro muchacho.

—¡No va encontrar usté qu’es capaz den encontrar en una noche escura un arija perdida entre el pasto!...

—De un tiempo no digo; pero aura, m’está dentrando la cerrazón en la memoria.

—Con el sol de la voluntá no hay cerrazón que no se redita.

—Es que hasta la voluntá maulea cuando el carro ’e la vida está muy recargao de años.

—¡Mañas, no más, don Eulalio!...

¡Si usté por cada año que carga, tira dos en la orilla del camino!

—Don Eulalio, —afirmó Marcelo,— es mesmamente como las higueras: a la caída ’e cada invierno parece que se han secao, y al puntiar la primavera reverdecen y retoñan.

—Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.

Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este modo:

—Dan higos mejores, pero dan más menos.

El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con el patriarca de la estancia, exclamó:

—¡Dejesé de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña bonita!... Está mentando vejeces y entuavía la semana pasada se l'enhorquetó al redomón rabicano de Mauricio y lo hizo sentar en los garrones a tironazos!...

—El poder de la esperencía, muchacho, nada más qu’el poder de la esperencia...

—Si; y pu'el poder de la esperencia cualquier día v'a salir encontrando novia y volviéndose a casar... Y, a propósito, don Eulalio... ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D’eso si ha ’e acordar.

—Dijuro. ¡Disgraciao el hombre que se olvida de eso y de la madre!

—Güeno, dejesé de chairar y corte.


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2 págs. / 4 minutos / 29 visitas.

Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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28 págs. / 49 minutos / 57 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Vuelta del Cuervo

Javier de Viana


Cuento


Lo que más rabia le daba al comisario Gutiérrez era la perruna humildad de Goyo ante las afrentas con que de continuo lo castigaba en su implacable persecución.

La primera vez que exteriorizó su antipatía hacia el mozo, fué en las carreras grandes de Punto Fijo. Cuando el comisario vió que Goyo sacaba un cuchillo para comer la sandía que acababa de comprar a una quitardera, atropelló furioso y casi derribándolo con el encuentro del caballo, vociferó:

—¿Con qué permiso venís armao al camino, gaucho insolente?... ¡A ver, a ver! —gritó dirigiéndose a los milicos que le habían seguido:— ¡desarmen a ese canalla!...

Los policianos, que al echar pié a tierra ya llevaban desenvainados los «corvos-», le aplicaron varios planazos, para evidenciar el poder de la autoridad, nada más, porque el culpable se sometió sin asomo de resistencia.

—¡Protestá, si te parece! —rugió el comisario.

—¡Si no protesto, acato!...

—¡Y si no, no acatés!... —Luego, al sargento: —¡Arrenló pa la comisaría; y qu’ el escribiente le cobre la multa!...

Goyo no chistó.

Otra vez, el comisario llegó sigilosamente, a eso de media noche, a los ranchos de ña Menegilda, donde una media docena de mozos y mozas del pago, habían organizado un «bailongo». Eran jóvenes, eran alegres como el canto de las «primas» de las guitarras. Y, como de costumbre, en casos análogos, Goyo era el héroe y el niño mimado de la fiesta.

Lindo muchacho, guitarrero, cantor y bailarín sin rival, dicharachero, atrevido sin groserías, sabía divertir y por eso lo adoraban y lo buscaban.

Cuando Gutiérrez penetró en la sala, su faz adusta, su mirada torva, su sonrisa amarga, fué como una helada intempestiva caída sobre la alegre floración del jardín: todos se amustiaron de súbito.


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3 págs. / 6 minutos / 25 visitas.

Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Voz Extraña

Javier de Viana


Cuento


A Ricardo Rojas.


En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra, las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la comarca.

Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.


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2 págs. / 3 minutos / 24 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Venganza del Buey

Javier de Viana


Cuento


A Emilio Frugoni.


Pitando fuerte el colorado rionovo envuelto en chala, el viejo Sandalio borbotó una humada gris con la cual confundió en un solo tono, su faz gris, sus ojos grises, su cabello, su barba y sus grandes bigotes grises, y dijo con una voz grísea también:

—¿Hará tiempo d’eso, no?...

Desconcertado por la irónica interrupción, don Pedro Lucas truncó el relato y púsose á considerar á su compadre, medio con rabia, medio con lástima.

Es axioma zoológico, que los animales más pequeños sean los más ponzoñosos;—justa compensación, en la lucha por la existencia, concedida por la madre Natura á quienes carecen de otro medio para asegurar la supervivencia. Ella da cerebro á unos; músculo y garras á otros; agilidad á éste, hipertrofia visual ó auditiva á algunos; humildes, pero protectores mimetismos á los más indefensos, y veneno á los ínfimos, á los que condenados á vivir arrastrándose, en penosos serpeos, están siempre expuestos á ser aplastados por el tacón de un sabio ó por el casco de un bruto.

Don Juan Lucas era un hombre grande, morrudo, sin una achura de desperdicio; grande, fuerte y bueno como un buey.

Al igual de los bueyes, tenía unos bofes potentes, capaces de oxigenar muchos litros de sangre por día; y un corazón amplio, de sólidas paredes y con maravillosas válvulas,—aspirantes y expelentes, incansables é infalibles en su ruda labor de riego; y un estómago que era un concienzudo químico; y un hígado y un riñón que resultaban celosos policianos... Sólo tenía, como los bueyes, un órgano pequeño y flojo, don Juan Lucas: era el cerebro.


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3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Última Tropa

Javier de Viana


Cuento


Al maestro don Juan Antonio Cavestany.


Física y moralmente, don Pantaleón Quesada era el arquetipo del gaucho, del gaucho originario, de la subraza motivada sin cruzamiento de ninguna especie, por el medio ambiente.

Era alto, era ancho, era recio. Tenía cabeza pequeña y la cara grande, como la mayoría de los uruguayos, como los aborígenes charrúas.

Espesa melena poblaba su cráneo; la faz arábiga, de fuerte nariz curvilínea, de grandes ojos pardos, de cejas copiosas, de labios espesos, estaba encerrada en un corral de barba densa y larga.

Era gaucho de una pieza don Pantaleón. De joven, anduvo en la guerra; después, se enamoró de María, la hija del puestero López; y como López no lo quiso por yerno, la robó. Hubo huidas, hubo tiros; pero al fin, las cosas se arreglaron. En una estancia amiga, le dieron población. No tenía plata, pero tenía crédito, el crédito que los gauchos ricos abrían á los gauchos honrados en la época bruta en que no existían, ni remotamente siquiera, los bancos ni los agiotistas.

Se hizo tropero. Llevó ganado al Brasil y realizó buen negocio. Fué tropero mucho tiempo, ganando mucha plata. Compró campo—una suerte—y lo pobló con reses escogidas; pero siguió tropeando y siguió comprando campo á los linderos y llenándolos de novillada y de vacaje flor.


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2 págs. / 3 minutos / 32 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Seca

Javier de Viana


Cuento


Las atroces torturas de la sed convulsionaban al campo que, desaparecido el verde pelaje, mostraba la ignominia de su epidermis parda y por todas partes agrietada. Las vacas esqueléticas, cuyos ilíacos amenazaban agujerear el cuero, tenían pintada en sus grandes ojos buenos, la angustia del aniquilamiento. Los terneros, escuálidos, bamboleantes, imploraban con balidos lamentables, el sustento que no podían darle las ubres exhaustas. De trecho en trecho veíanse manchas negras formadas por grandes bandas de cuervos que se cebaban glotonamente en las osamentas de las reses muertas. El persistente viento Norte, abrumador y deletéreo, acrecentaba el tormento de la sequía... A intervalos nublábase el sol, encendiendo la esperanza de una lluvia reparadora; pero minutos después desaparecían los nubarrones, restaurando la inclemencia solar... Ya la desolación iba llegando al máximo, cuando en un atardecer de fuego, fue lentamente toldándose el cielo hasta producir una obscuridad de eclipse. También, con desesperante lentitud, fué cambiando el viento, y tanto los humanos como las bestias, enmudecieron para no “ahuyentar la tormenta”... Transcurrió más de una hora de indescriptible ansiedad... De súbito, una enorme daga de fuego rasgó de arriba abajo la negra capucha... Restalló furibundo un trueno; gruesas y espaciadas gotas cayeron sobre la tierra, cuya avidez dejó escapar un vaho capitoso. y segundos más tarde, una lluvia torrencial bañó la tierra, devolviendo la alegría y la esperanza a los campos, a las plantas, a las bestias y a los hombres.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Muerte del Abuelo

Javier de Viana


Cuento


La habitación era grande; las paredes bajas y negras; el piso de tierra de “cupys”, de un color pardo obscuro; la paja del techo parecía una lámina de bronce oxidado, lo mismo que el maderamen, la cumbrera de blanquillo, las tijeras de palma, las alfajías de tacuara.

Y como la pieza tenía por únicas aberturas un ventanillo lateral y una puerta exigua en uno de los mojinetes, reinaba en ella denso crepúsculo.

En el fondo del aposento había un amplio y tosco lecho sobre el que reposaba un anciano en trance de agonía.

Debajo del poncho de paño que le servía de cobertor, advertíase lo que fuera la grande y fuerte armazón de un cuerpo tallado en tronco de un quebracho varias veces centenario.

La respetable cabeza de patriarca, de abundosa melena y su larga barba níveas, con amplia frente, de imperiosa nariz aguileña, posaba plácidamente sobre la almohada.

Una viejecita venerable, sentada a la cabecera de la cama, con el rostro compungido y los ojos agrios y las manos sarmentosas apoyadas en las rodillas, hacía pasar, oculta y lentamente, las cuentas del rosario, mientras sus labios flácidos, plegados sobre las encías desdentadas, se movían con disimulada lentitud formulando sin voz una piadosa plegaria.

Rodeando el lecho y llenando el aposento había una treintena de personas, hombres y mujeres que pintaban canas, hombres y mujeres de rostros juveniles y chicuelos que, sentados en el suelo, con los ojos muy abiertos, parecían amedrentados por la penumbra, el silencio y el aspecto solemne y compungido de los mayores...

Agonizaba el abuelo rodeado de su numerosa prole.

Agonizaba con serena energía.

Sus ochenta y nueve años lo conducían a trasponer las puertas de la vida con merecida placidez al término de tan prolongado y brioso batallar.

Intensificada la sombra, encendieron escuálida vela de sebo.


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1 pág. / 2 minutos / 28 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

1718192021