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Pa Ser Hay que Ser

Javier de Viana


Cuento


Se acercaba el invierno, y Próspero Mendieta, que llevaba ya muy cargada la maleta de los años, púsose a imaginar en qué estancia confortable encontraría apacible asilo su pereza innata.

No presentaba fácil solución el problema. La mayor parte de los establecimientos de la comarca, actualmente propiedad de gringos o agringaos, ya no ofrecían a los gauchos vagabundos la tradicional hospitalidad de antaño.

Entre las pocas estancias de corte y usanza antiguas que subsistían, estaba la de Yerbalito; pero su propietario, João Maneco Leivas de Figueredo, era un viejo brasileño famoso en todo el pago por su egoísmo y su tacañería sin ejemplo.

Sin embargo, fué por el que se decidió Próspero Mendieta. Hombre de recursos —como que de ellos había vivido toda su vida, obligado por su natural aversión al trabajo,— había combinado un plan digno del adversario que proponíase atacar. Una vez más dispúsose a sacarle jugo a su fama de gaucho bravo, peleador sin asco, de esos que «ande quiera bolean la pierna y la corren con el que enfrenen, porque no tienen el cuero pa negocio ni el puñal pa cortar tientos.»

Seguro del éxito de su plan, aceptó tranquilamente, el nada cordial recibimiento, pues tras un seco «bájese», lo hicieron pasar al galpón, excusando la habitual frase de cortesía paisana:

—¿No gusta desensillar?

Los diez o doce peones —en su mayoría negros y mulatos— que rodeaban el fogón, acogieron con mal semblante al forastero que iba a restarles una parte de la nunca abundante merienda.

Pero él apenas probó la pejoada de charque rancio y porotos apolillados. Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a responder brevemente a las escasas palabras que se le dirigieron durante el almuerzo. Al final, como el capataz lo interrogara:

—¿Va de paso?

—No —respondió con cierto aire de misterio— Vine hast’acá no más.


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Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

P'Hacerlo Rabiar al Otro

Javier de Viana


Cuento


—Me vi' a dir.

—¿P' ande?

Pa cualisquier pago que tenga arroyos ande uno pueda arrojarse...

—¿Tenés ganas de augarte?

—...o campos fieros, con serranías o cangrejales que permitan quebrarse el pescuezo de una rodada!...

—¡La pucha!... Sabe aparcero qu' está más fúnebre que cajón de difunto?... ¿Qué le acontece?.. ¿Carnió a lo gringo y cortó la vegiga de la yel?...

—¡Cuasi asina!... ¡De la res qu'he carniao, tuitas las tripas me resultan tripas amargas!...

—¿Y d' ahí?... El remedio está acollarao con la enfermedá: deje las achuras pa los perros y meriende los costillares y la pulpa...

—¡Si la res que carnié no tiene más que achuras!...

Esta última frase la pronunció Trifón con tal acento de amargura y de descorazonamiento, que su amigo Silverio, condolido, cambió de tono y exclamó afectuosamente:

—Estás desagerando, muchacho... Por ruin que sea la lonja, ningún lazo se rompe de la primera enlazada... ¿Qué te pasa para ponerte blandito asina?...

—¡Que m' ha de pasar!... Usté lo sabe bien.

—Carculo no más... Yo no he dentrao al rancho 'e tu alma pa saber si la cama está renga.

—No carece dentrar al agua pa saber qu' el arroyo está de nado.

—Sí; cuando se tiene seña. En el paso chico del Auspon, pu' ejemplo, yo sé que cuando l' agua llega al primer ñudo del sauce viejo de la derecha, moja las verijas del mancarrón, y cuando sube hasta la horqueta, baña el lomo... Eso sé, porque lo vide sinfinidad de ocasiones... Pero en tu caso...

—Mi caso es más claro entuavía,—respondió violentamente Trifón. Y echándose sobre los ojos el chambergo, se fué de la enramada.

Silverio, gaucho maduro ya, lo miró partir con lástima, sacudió la cabeza, sacó la tabaquera y mientras armaba un cigarrillo, exclamó:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Maula

Javier de Viana


Cuento


Contaba ño Luz:

Una güelta, la perrada estaba banqueteando con las achuras del novillo vicien carniao, cuando se presientó un perro blanco, lanudo, feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al andar como los cascabeles de la víbora de ese nombre.

Los perros suspendieron la merienda y se abalanzaron sobre el intruso, revolcándolo y mordiéndolo, hasta que “Calfucurá”, jefe de aquella tribu perruna, se interpuso, imponiendo respeto.

—¿Qué andás haciendo'? —interrogó airadamente “Calfucurá”.

—Tengo hambre, —respondió con humildad el forastero.

—¿Y no tenés amos?

—Tuve; pero m’echaron porque una noche dentraron ladrones en casa y se alzaron con varias cosas.

—¿Y no ladrastes?

—No.

—¿Por qué?

—Tuve miedo; soy maula.

—¿Sos joven?

—Si.

—¿Tenés buenos dientes?

—Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!... De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!...

—¡Hacen bien! —sentenció “Calfucurá”.— El trabajo del perro, como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí tenes esas tripas amargas; enllená las tuyas y seguí viaje...


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Malos Recuerdos

Javier de Viana


Cuento


Para Luis Reyes y Cirico Borges, amigos.


La víspera se había combatido con encarnizamiento, sin que hubiera sido posible afirmar a cual de los bandos pertenecían los laureles del triunfo.

Siempre ocurría lo mismo: ninguna batalla tenía otra significación ni otra importancia, que el mayor o menor desangre de los adversarios. La guerra no debía concluir por combinaciones tácticas, sino por el aniquilamiento de uno de los combatientes... o de los dos.

Semejantes a dos perros bravos, irreconciliables, cuando se encontraban, reñían hasta que uno de ellos, agotadas las fuerzas, se alejaba un poco e iba a echarse, ensangrentado, erizado el pelo, rojas las pupilas, secas las fauces, hirviente la cólera. El otro, el triunfador, se echaba en el sitio del combate, ensangrentado, erizado el pelo, rojas la pupilas, secas las fauces, hirviente la cólera.

Desde cada uno de sus sitios de reposo, continuaban mirándose y gruñendo. Ni el vencido tenía objeto en marcharse más lejos, ni el vencedor tenía porque espantarlo. ¡De todos modos, en cuanto estuvieran descansados volverían a agarrarse a diente!

Por eso, al siguiente dia de una batalla, los dos ejércitos dormían tranquilos, a pocas leguas uno de otro, curando sus heridos y restaurando sus fuerzas.

Uno de los bandos despertaba después de prolongado sueño reparador, sin importársele un ardite del resultado de la batalla.

La carneada fué abundante; las reses eran gordas y como había mucha leña, se churrasqueó mucho y bueno. La indiada quedó contentísima.

A la vera de un cañadón de lecho pedregoso, había un grupo de soldados. Como el tiempo era espléndido no habían necesitado armar las carpas que se improvisaban con los ponchos y trozos de alambre del vecino.


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Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

Los Inservibles

Javier de Viana


Cuento


Alto, flaco, cargado de espaldas, la cara ancha, larga, color ocre, el labio inferior perezosamente caído, los grandes ojos pardos llenos de inteligencia, solitario y silencioso de costumbre, sin duda porque sus frases eran ideas, y desdeñaba echarlas—margaritas a los puerco—a la multitud ignara a que hallábase mezclado, constituía uno de los tantos exóticos, pieza sin objeto, elemento inútil, en aquella efervescencia pasional colectiva, donde ni su corazón ni su cerebro conseguían armonizar.

En un atardecer hermoso llegóse a mi carpa y mesándose los largos cabellos lacios con sus dedos afilados, en un gesto habitual, me preguntó con su voz extraña, que tenía un timbre varonil aterciopelado por un yo no sé qué de femenino:

—Hermano, ¿no te han traído pulpa?

—No, respondí; sé que carnearon y he visto varios fogones donde los asados se chamuscan, pero para nosotros...

—¡Nosotros somos los maporras!—interrumpió con una sonrisa amarga;—tenemos derecho a comer lo que sobra, como los perros!...

Y sentándose en el suelo, sobre el pasto, agregó:

—Alcanzame un amargo: para regenerar el país hay que alimentarse de alguna manera, aun cuando más no sea con agua sucia...

Tosió. Volvió a sacudir con sus finos dedos de tuberculoso la negra melena y dijo con agria ironía:

—De esta vez lo regeneramos. La indiada se pone panzona y puede quedarse quieta un año; después del año, si hay vacas gordas...

En ese momento se presentó el doctor X., médico ilustre, patriota insigne, descollante, personalidad del partido.

—¿Tiene carne?—preguntó.

—No, ¿y ustedes?

—Tampoco. Parece que nosotros no tenemos derecho a comer.

—¡Para lo que servimos!—replicó con su amarga sonrisa el hombre alto, flaco, cargado de espaldas.


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2 págs. / 3 minutos / 110 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Débiles

Javier de Viana


Cuento


Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.

Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.

Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.

Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.

—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.

—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...

—Espera un momento, que voy a servir la sopa.

A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:

—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...

—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.

El empujó el plato diciendo:


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3 págs. / 6 minutos / 44 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Lo Mesmo Da

Javier de Viana


Cuento


A Adolfo Rothkopf.


El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.


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Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Las Dos Ramas de una Horqueta

Javier de Viana


Cuento


El indiecito Dalmiro dijo:

—El mate está labáo, el agua está fría, s’está apagando el juego, y don Eulalio entuavía por contarnos el cuento prometido.

—Es que no encuentro muchacho.

—¡No va encontrar usté qu’es capaz den encontrar en una noche escura un arija perdida entre el pasto!...

—De un tiempo no digo; pero aura, m’está dentrando la cerrazón en la memoria.

—Con el sol de la voluntá no hay cerrazón que no se redita.

—Es que hasta la voluntá maulea cuando el carro ’e la vida está muy recargao de años.

—¡Mañas, no más, don Eulalio!...

¡Si usté por cada año que carga, tira dos en la orilla del camino!

—Don Eulalio, —afirmó Marcelo,— es mesmamente como las higueras: a la caída ’e cada invierno parece que se han secao, y al puntiar la primavera reverdecen y retoñan.

—Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.

Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este modo:

—Dan higos mejores, pero dan más menos.

El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con el patriarca de la estancia, exclamó:

—¡Dejesé de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña bonita!... Está mentando vejeces y entuavía la semana pasada se l'enhorquetó al redomón rabicano de Mauricio y lo hizo sentar en los garrones a tironazos!...

—El poder de la esperencía, muchacho, nada más qu’el poder de la esperencia...

—Si; y pu'el poder de la esperencia cualquier día v'a salir encontrando novia y volviéndose a casar... Y, a propósito, don Eulalio... ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D’eso si ha ’e acordar.

—Dijuro. ¡Disgraciao el hombre que se olvida de eso y de la madre!

—Güeno, dejesé de chairar y corte.


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Publicado el 5 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Peona

Javier de Viana


Cuento


Era un 25 de Mayo, la cosecha había sido buena, las autoridades no habían cometido muchas barbaridades y el resplandor de la gloria patria coincidía con el de un sol glorioso.

La calle principal estaba radiosa, festonada con arcos de madera y alambre, pintados de blanco y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas tejidas con ramas de sauce y hojas de palma.

La municipalidad, deseosa de desmentir con hechos la afirmación calumniosa del periódico oposicionista de que no hacía nada en pro de la comuna, organizó, mediante una suscripción popular, los festejos, que consistirían en corrida de sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón de la intendencia con entrada libre para todos los mozos que contribuyeran con diez pesos para el ambigú, fueran o no situacionistas.

Sobre la acera frente a la municipalidad se había construido una gradería, desde donde las más distinguidas familias del pueblo, contemplarían las carreras de sortijas en la tarde y la quema de los fuegos en la noche.

Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en primera fila, la de don Cayetano Gambibella, excolono y en la actualidad dueño de treinta mil hectáreas de campo, dos almacenes y otros ítems.

Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benjamín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina.

Balbina era una china vejancona, que debía estar ensillando los cuarenta.

El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo cálido de sus enormes ojos negros, guardados por la espesa cerca de las cejas y por la doble hilera de largas y renegridas pestañas.


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Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Muerte del Abuelo

Javier de Viana


Cuento


La habitación era grande; las paredes bajas y negras; el piso de tierra de “cupys”, de un color pardo obscuro; la paja del techo parecía una lámina de bronce oxidado, lo mismo que el maderamen, la cumbrera de blanquillo, las tijeras de palma, las alfajías de tacuara.

Y como la pieza tenía por únicas aberturas un ventanillo lateral y una puerta exigua en uno de los mojinetes, reinaba en ella denso crepúsculo.

En el fondo del aposento había un amplio y tosco lecho sobre el que reposaba un anciano en trance de agonía.

Debajo del poncho de paño que le servía de cobertor, advertíase lo que fuera la grande y fuerte armazón de un cuerpo tallado en tronco de un quebracho varias veces centenario.

La respetable cabeza de patriarca, de abundosa melena y su larga barba níveas, con amplia frente, de imperiosa nariz aguileña, posaba plácidamente sobre la almohada.

Una viejecita venerable, sentada a la cabecera de la cama, con el rostro compungido y los ojos agrios y las manos sarmentosas apoyadas en las rodillas, hacía pasar, oculta y lentamente, las cuentas del rosario, mientras sus labios flácidos, plegados sobre las encías desdentadas, se movían con disimulada lentitud formulando sin voz una piadosa plegaria.

Rodeando el lecho y llenando el aposento había una treintena de personas, hombres y mujeres que pintaban canas, hombres y mujeres de rostros juveniles y chicuelos que, sentados en el suelo, con los ojos muy abiertos, parecían amedrentados por la penumbra, el silencio y el aspecto solemne y compungido de los mayores...

Agonizaba el abuelo rodeado de su numerosa prole.

Agonizaba con serena energía.

Sus ochenta y nueve años lo conducían a trasponer las puertas de la vida con merecida placidez al término de tan prolongado y brioso batallar.

Intensificada la sombra, encendieron escuálida vela de sebo.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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