Textos más descargados de Javier de Viana etiquetados como Cuento disponibles | pág. 4

Mostrando 31 a 40 de 305 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


23456

¡Sálvate Juan!

Javier de Viana


Cuento


Sentado al borde de la hamaca, las piernas colgantes, la cabeza inclinada sobre el pecho, Juan Maidana se había olvidado de todo el medio material: del río que silenciosamente se deslizaba bajo sus pies, del bosque que empezaba a ensombrecerse, de la boya roja de la línea de pescar, llevada y traída por un cardumen de mojarras curiosas; del perro lobuno, que echado al lado suyo, aburrido, enviaba codiciosas miradas al corazón de buey, por el mozo llevado para carnada y que sólo aprovechaban las moscas.

Y quien sabe cuanto tiempo habría permanecido así Juan Maidana, si de pronto no se le hubiese presentado Alberto Medina.

—¿Qué haces abombao?—díjole cariñosamente.

—Estoy pescando,—respondió el mozo, un tanto avergonzado al ser sorprendido en aquel estado de embebecimiento.

—¿Pescando?... ¿Lo cuál?... ¡Cómo si han de rair de vos los péscaos!...

—¿Y por qué si han de rair?

—Porque si mi hace que vos pescás con anzuelo e pulpa... ¿No trujistes caña?

—Ahí, junto al sauce está la botella...

Anacleto se inclinó, tomó la botella, la miró al trasluz y exclamó:

—¡Cuasi llena!... ¿Asina querés pescar con caña...?—Bebió e interrogó con ironía:—¿Sábés por qué no sacas vos ningún pescao?

—¿Por qué?

—Porque tenés miedo.

—¿Miedo?...

—Si... Miedo de que al ver que te sumen la boya salga ensartao un cangrejo o una tortuga... ¡En tuito sos lo mesmo vos!... De tanto buscarle juego a la taba, cuando vas a largarla tenés los dedos acalambraos y se te clava un... Cuando tenes una carrera en fija, cansas el caballo en partidas, buscando ventajas y te la llevan de arriba...

—P'andar ligero hay que andar despacio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 28 visitas.

Publicado el 6 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Pelea de Perros

Javier de Viana


Cuento


Era uno de esos días en que el cielo está bajito y tiene color de sucio y el aire está así como baboso en que todo pesa, en que todo fastidia, en que todo aburre. El sol estaba alto todavía, pero no alumbraba: era como un cigarro húmedo, que está encendido y sin embargo no tira.

Bajo la enervante acción atmosférica, don Patricio, que era el más bueno y el más plácido de los hombres, sentíase molesto, violento, casi irascible. Sentado junto a la puerta de la cocina, se le habían apagado tres tizones y todavía estaba largo el pucho. Además, las hebras blancas y rígidas de los espesos bigotes, revolucionados, tan pronto le cosquilleaban las narices, como se le introducían en la boca; y a cada manotón que daba, llamándolos al orden, se rebelaban con mayor impertinencia.

Pero, no obstante todo lo molesto y mortificado que se hallaba, don Patricio no dejó de advertir la expresión de abatimiento reflejada en el rostro de María, su nietita, quien, como de costumbre, le acarreaba, durante horas, el amargo. Concluyó por interrogarla:

—¿Qué tenés, Maruja?

—¿Yo?... ¡Nada!—respondió la chica; y rompió a llorar.

—¿Nada?... Nada, y se t'enllenan los ojos de agua?...

Y ella, sin poder contenerse por más tiempo, cayó de rodillas, abrazándose a las rodillas del viejo, y dijo con voz entrecortada por el llanto:

—¡Ah, tata viejo!... ¡Soy tan disgraciada!.... ¿Usté sabe que Mateo me... me quiere?...

—Eso ya lo sabía.

—Y que yo también lo quiero...

—Eso no lo sabía, pero lo malisiaba... ¿Y esa es la culpa de que estés triste y llorona?...

—¡La culpa es que tata no quiere saber de que me case con Mateo!...

—Es güen muchacho Mateo...

—Ya se lo dije a tata y él dijo que sí.

—Guapo pal trabajo.

—Asina le dije a tata, y él acetó...

—Muy arreglao, sin vicios...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 36 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Salvación de Niceto

Javier de Viana


Cuento


Desnudos el pie y la pierna, desabrochada la camisa de lienzo listado, dejando ver el matorral de pelos grises que le cubrían el pecho, un codo apoyado sobre el suelo y sobre la mano la vieja pesada cabeza, don Liborio parecía dormido; dormido como carpincho al borde de] agua, en el crepúsculo de un atardecer tormentoso.

La línea de uno de los aparejos pasaba por entre el dedo gordo y el índice del pie derecho, de modo que la más mínima picada le sería advertida inmediatamente. El otro aparejo estaba sujeto por la mano izquierda, perezosamente extendida sobre la hierba, a lo largo del cuerpo.

Don Liborio parecía de mal humor, aquella tarde. La botella de ginebra estaba intacta; el fogón sin encender, el mate sin empezar y en los labios del viejo pescador no se veía —¡cosa asombrosa!— el pucho de cigarro negro.

Sin duda: don Liborio debía estar enfermo...

Pedro Miguez, que se había acercado con la idea de pasar un buen rato escuchando los cuentos interminables del viejo, consideró haber hecho un viaje inútil.

—¿Pescando, don Liborio? —había preguntado con afabilidad; y el otro, con dureza:

—¡No, dando 'e comer a los pescaos!... Si aura hasta los doraos y los surubises parecen dotores!... Pa comer la carnada son como cangrejos pero cuidando'e mezquinarle la jeta al fierro!...

—Vea, ahora está picando —indicó el forastero.

—¡Picando! ¿picando qué?... la gurrumina, el sabalaje no más!... pescao serio ninguno...

Ya no va quedando más qu'eso en el país, gurrumina, sabalaje, resaca!...

El viejo gritó casi la última frase. Luego, fregándose la barriga con la palma de la ancha y velluda mano, se quejó:

—¡Desde ayer que las tripas no hacen más que corcobiar dentro el corral de la panza!...

Pa mí que son los gíievos de ñandú que comí antiyer y mi han patiao...

—¿Comería muchos?...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 24 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Baja

Javier de Viana


Cuento


Después de un suculento almuerzo constituido por medio costillar de ovejas «la policía» de Pago Solo dormía concienzudamente la siesta.

«La policía» de Pago Solo estaba representada por don Abelino Montenegro.

El comisario, Carlos Leiva, era un rosarino cachafaz, que se había visto obligado a abandonar la ciudad y con ella su puesto de periodista oficial, a causa de unas trapisondas demasiado sonadas. Sus amigotes le obsequiaron con el cargo de comisario de Pago Solo, donde debería pasar unos meses a fin de que las gentes olvidaran el escándalo.

—¿Dónde está Pago Solo?— preguntó cuando le hicieron el ofrecimiento.

—Allá por la frontera de Córdoba.

—¡Aja!... ¿Por donde el diablo perdió el poncho?

—Por ahí cerca.

—¡Bueno!... Iremos a Pago Solo. Siempre conviene conocer mundo, aunque dudo mucho que Pago Solo forme parte del mundo.

Y provisto de sus credenciales se marchó alegremente, diciendo que «para buen gaucho no hay caballo lerdo, ni hueso pelado para perro hambriento».

El edificio de la policía era un rancho ruinoso rodeado de ortigas y perdido en la soledad de la llanura. De lejos en lejos negreaban algunos ranchos semejantes que eran otras tantas poblaciones de «chacareros».

Carlos fué recibido por un viejo tuerto y patizambo que al saber quién era y el cargo que traía, se cuadró militarmente e hizo la venia con comicidad tal, que el joven comisario lanzó una carcajada.

El viejo permaneció inmóvil. Con el deformado kepis sobre la nuca, con el cigarro paraguayo entre los dientes, con la enorme blusa militar, las viejas bombachas de merino negro, las alpargatas enlodadas y el sable inmenso, el personaje era grotesco.

—¿Dónde está la policía? —preguntó el novel comisario.

—¡Presiente!—respondió el viejo haciendo gala de la más pura tonada cordobesa.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 40 visitas.

Publicado el 17 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

En Familia

Javier de Viana


Cuento


I

Casiano era alto, exageradamente alto; y era sobrada y uniformemente grueso; la cabeza, el cuello, el tórax, los flancos, las caderas, las piernas, todo parejo, con límites señalados por ranuras apenas visibles. Un tronco de viraró serruchado de abajo arriba, bien por el medio, hasta cierta altura, á fin de formar las piernas, tan próximas que al caminar rozaban la una con la otra desde el muslo hasta el tobillo. ¡Así gastaba de bombachas usadas en la entrepierna y de botas de cuero rojo agujereadas en la caña!...

Su cuerpo era un tronco de viraró, pero de viraró muy viejo, de los que habían conocido á Artigas, uno de aquellos como no se hallaban en las inmediaciones, en los montes de Cololó, Vera, Perico Flaco ó Bequeló; al Norte, en el Río Negro, en la barra del Arroyo Grande, bien adentro en el secreto de los potriles, puede ser que se encontrara un ejemplar adecuado; pero probablemente habría que navegar río abajo, río abajo, é ir á buscarlo entre las greñas del Uruguay.

En oposición, su mujer, Asunción —Sunsión en el pronunciar del pago— era —siempre en el caló nativo— flaca, más flaca que mancarrón con "haba". El cuello de garza salía de la bata de zaraza á la manera del pescuezo de una muñeca de cera, y sostenía una cabeza eternamente desgreñada y una cara escuálida, salida de pómulos, hundida de ojos, con nariz demasiado larga y boca demasiado grande; fina y corva la nariz como pico de rapaz; delgados los labios, blancos y fuertes los dientes, duro y marcado el mentón.

Luego un cuerpo pequeño, mezquino en carnes y rico en flexibilidades de criolla comadrona: todo un cuerpo de gallina inglesa, gritona, inquieta y pendenciera.

Casiano, correntino de raza, hablaba poco, sin prisa y cantando las palabras con el dejo nativo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
24 págs. / 42 minutos / 40 visitas.

Publicado el 24 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

El Zonzo Malaquías

Javier de Viana


Cuento


A Víctor Pérez Petit.


En la estancia del Palmar, donde nos criamos juntos, á Malaquías, el hijo de la peona, le llamaban el zonzo, desde que era chiquito.

Teníamos más ó menos la misma edad, estábamos juntos casi siempre y yo nunca pude explicarme por qué lo llamaban «El zonzo».

Cierto que era petizo, panzudo, patizambo, cargado de espaldas, la cara como luna, la nariz chata, ojos de pulga y el labio inferior siempre caído y húmedo, semejante al befo de un ternero que concluye de mamar; verdad que caminaba tardo, balanceándose á derecha é izquierda, al igual de una pata vieja; innegable que su risa era idiota,—y reía siempre—y que su voz era ridiculamente gruesa, pero... á mi no me parecía zonzo, y tenía mis motivos para opinar de ese modo.

En la estancia se amasaba todos los sábados y era costumbre darnos una torta á cada uno. Malaquías, que era un voraz, devoraba la suya en pocos minutos, y luego venía á pedirme que le diese algo de la mía; durante un tiempo, accedí, pero una vez, cansado de soportar aquella contribución á la angurria, ó con más apetito, quizá, me negué á la dádiva. Entonces, el muy canalla, se puso á gritar como un marrano á quien le turcen el rabo, y cuando acudieron mi padre, y la madre de él y los peones, contó, entre hipo é hipo, con su voz de bordona floja.

—Patroncito... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... me quitó... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... ¡me robó mi torta!

Como la mía estaba casi intacta, se le dió fé; mi padre me la quitó y se la pasó al idiota, propinándome á mí un par de mojicones para enseñarme á «no abusar de mi condición de hijo del patrón».

Y de esas me hizo mil, de tal modo que casi siempre el «hijo de la peona», el zonzo Malaquías lo pasaba mejor que el hijo del patrón.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 61 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Pueblero

Javier de Viana


Cuento


A José Enrique Rodó.


Se llamaba, o le llamaban, sencillamente White, y provenía de ilustre estirpe inglesa.

El cuerpo pequeño y ágil, con miembros delgados, fuertes y nerviosos, la cabeza de líneas finas y regulares, los ojos rebosantes de inteligencia, todo en él atestiguaba la firmeza de su sangre aristocrática.

Era blanco, de una pálida blancura de cuajada; pero tenía en la frente una caprichosa mancha negra, grande, casi circular, ligeramente caída sobre la oreja derecha, semejando el casquete de terciopelo de un artista bohemio.

Muy joven aún, abandonaba por primera vez las comodidades de la ciudad que le había ofrecido una existencia de placer, por completo carente de ocupaciones. Desde el primer día de su llegada a la estancia el campo se le presentó ordinario, antipático y hostil. Su porte elegante y sus maneras distinguidas chocaron de inmediato con la rusticidad francachona de los gauchos. Estos atribuyeron a necia pedantería suya la pulcritud, el horror a los alimentos groseros y groseramente presentados, su manifiesto disgusto por los malos olores y su ninguna afición a los juegos violentos, al mordisco y a la patada.

Desde el principio se encontró solo. A menudo pensaba con tristeza en los encantos que había imaginado encontrar en la campaña, en los placeres que presentía en las verdes llanuras resplandecientes, y que no le era dable gozar, por su natural repulsión a los hábitos y a las idiosincrasias circundantes.

Hay que advertir que White encontraba tan áspero y huraño el medio como los pobladores. No era cobarde; pero, sí, algo tímido, y la inmensidad silenciosa del despoblado producía en él una irresolución dolorosa.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 33 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Lazo

Javier de Viana


Cuento


Ocho tientos, nada más que ocho tientos...

¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar, emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de piel, que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.

El cuchillito “mangorrero” hace prodigios en la labor preliminar de afinar y emparejar. El trenzador es generalmente un gaucho de barbas tordillas, —tordillas blancas, como el pelo de los tordillos viejos,— pero el pulso es sereno y firme; para el gaucho de ley hay dos cosas que no tiemblan nunca por más llenas de años que lleven las maletas de la vida: el pulso y el corazón.

Preparados los tientos, entra a operar el artista, que, aparte de su habilidad, parece tener mucha fuerza en las muñecas y mucha saliva en la boca...

Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán prodigios la destreza y el temerario arrojo de los centauros.

Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor importantísimo en la fundación de la industria nacional.

Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras por las llanuras y por las serranías.

Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el peso del yugo, con el arado o la carreta, en eficaz colaborador del hombre en aquella lucha titánica de la civilización del desierto.

Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, convertidas en bondadosas lecheras.

Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras, los yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban el terror en el despoblado.

Y en el vado de un arroyo crecido, será maroma para jardineras y diligencias.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 32 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Domador

Javier de Viana


Cuento


Para Antonio Monteavaro.


Podría tener veinticinco años, podría tener más, pero de cualquier modo era muy joven.

Se llamaba Sabiniano Fernández y hacía poco más de un año que había entrado a la estancia, como domador... El patrón, que tenía una yeguada grande, medio montaraz, cerca de cincuenta potros cogotudos, lo contrató, sabedor de su fama que lo tildaba único en el oficio, como diestro, como guapo, como prolijo.

Era todo un buen mozo, Sabiniano. De mediana estatura, ancho de espaldas, recio de piernas, y con un rostro varonil, de grandes ojos pardos, de fuerte nariz aguileña, de gruesos labios coronados por fino bigote negro y de mentón imperioso. Hablaba muy poco, no reía nunca y la elegancia de su porte tenía un dejo de desdeñosa altivez. Lo consideraban rico; sabíase que era dueño de un campo, que arrendaba, y que su tropilla no tenía rival en el pago; su apero era lujoso,—plata y oro en exceso,— y su cinto hallábase siempre inflado con las libras.

Si continuaba ejerciendo su rudo y peligroso oficio era por encariñamiento, porque para él, domar constituía la satisfacción mayor y tanto más gustada cuanto más morrudo y bravo era el potro, y no porque le importasen nada los ocho pesos oro que ganaba por cada animal amansado.

No se le conocían amigos. El paisanaje lo respetaba pero no lo quería, a causa de su carácter altanero y dominador. Las pocas veces que hablaba, lo hacía en forma de órdenes imperativas, a los cuales se sometían todos, de buen o mal grado, obligados a reconocer que siempre tenía razón, que cuanto decía era sensato.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Desagradecidos

Javier de Viana


Cuento


Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.

La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.

Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.

Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:

—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.

Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:

—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.

—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.

Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.

Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:

—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.

Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 76 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

23456