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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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Cuento de Perros

Javier de Viana


Cuento


Es en la madrugada. La niebla cubre el campo y hace un frío terrible, un frío contra el cual nada pueden las grandes brasas de coronilla que rojean en el fogón.

Hay orden de pasar rodeo para un aparte; desde hace más de una hora los peones tienen ensillados los caballos, prendidos los lazos a los tientos y bien apretada la cincha, como para correr sin miedo en las cuestas arriba y en las cuestas abajo, sin peligro de que, echada a la verija, los redomones se desensillen solos corcoveando.

Empero, fuerza es esperar a que se levante la helada de un todo y se trague el sol la neblina.

Han churrasqueado, tienen ya verdes las tripas de tanto cimarronear, y, bostezando y restregándose las manos, se aburren en la rueda del fogón.

Camilo dijo de pronto:

—Hace más de media hora que don Cantalicio no abre la jeta ni pa largar un resuello... ¿Se le ha yelao la lengua, viejo?

Don Cantalicio hizo un esfuerzo para desprender el pucho que se le había pegado a los labios y respondió, pausada, perezosa, cansadamente:

—No es pa menos, che... Parece que con la crisis, hasta Tata Dios se ha güelto agarrao...

—¡D'endeveras!... Ya ni agua gasta: van como pa tres meses que no llueve...

—Verdá, los campos se están quejando.

—Y los pulperos estrilan y han aumentado el precio'el vino y la caña.

—¡Pero, en cambio, tuitas las noches cain unas heladas como pa poncho'e dijunto!

—Y la otro día nos dan un piacito'e sol que alumbra menos que vela'e baño.

—A gatas si redite l'escarcha.

—Y no alcanza ni pa calentar los pieses.

—¡La leña está muy cara, che, y como el fogón del sol come mucho, Tata Dios economiza!...

—Güeno,—habló Camilo, dirigiéndose a don Cantalicio;—pa medio desentumirnos, cuentenós el cuento del perro overo que nos ofreció la vez pasada.

—El perro overo... lo llamaban Iguana...


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Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Clavel del Aire

Javier de Viana


Cuento


Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.


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Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Una Carrera Perdida

Javier de Viana


Cuento


Para Alberto Novión.


Más arriba de Concordia, sobre las barrancas que ponen valla al río, señoreábase la estancia del «Tala Chico», llamada así, quizá porque no habiendo piedras por ninguna parte, no existía en la comarca un solo tala, grande, ni chico: la idiosincrasia gaucha gusta de semejantes ironías, que hacen sonreír compasivamente á los «dotores», con la misma razón con que los gauchos sonríen, en burla respetuosa, ante el «Doctor» que precede al nombre de muchas calabazas.

El propietario de «Tala Chico», un criollo de ley, había muerto hacía un año, y como su hijo, único heredero, ahogaba la pena en el «Royal» y el «Casino» de Buenos Aires, la estancia quedó en manos de don Venancio, el viejo capataz, que estaba más gastado que esas tabas de oveja que sirven de botón en las colleras de bueyes.

El viejo don Venancio, ñandú criado guacho entre la empalizada de una esclavitud moral, tenía duros los caracuces y pesado el mondongo. Más que recorrer el campo, prefería quedarse en las casas, amargueando, churrasqueando, jugando al «siete y medio» y «prosiando» con los forasteros.

Como de joven, había servido de voluntario en una revolución oriental, enorgullecíase de ser blanco, y cada vez que caía á la estancia un oriental blanco, regocijábase, halagábalo y atestiguaba las mentiras heroicas del intruso, para, á su vez, presentar un testigo que confirmara sus propias mentiras...

—¿Vd. si acuerda cuando en Tacuarembó Chico corrimos la salvajada?

—No me vi á acordar!... Yo servía con el coronel Pampillón...

—Yo diba con Sipitría... Qué modo’é meter chuza!... ¿Si acuerda que había un cerrito con mucha piedra menuda, y después, un cañadón con unos sauces en los labios, que parecían bigote’é colla?...


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Un Sacrificio

Javier de Viana


Cuento


Presumido y arrogante, tendido en triángulo sobre la espalda el pañuelo de seda blanco, en cuya moña llevaba engarzado un clavel bermejo, terciado sobre la oreja el chambergo, alegre, sonriente, Jesús María se presentó de improviso en el comedor de sus padres.

Como si volviese de un paseo de la víspera, exclamó:

—¡Bendición, tata!...

Y luego abrazando y besando a la madre con bulliciosa efusión:

—¡Güenos días, viejita!...

En seguida se detuvo ante Leopoldina, la miró sonriendo, y dijo alegremente:

—¡Como se ha estirao la primita!... ¡Ya no me atrevo a besarla!...

Y, abrazándola, la besó repetidas veces, mientras ella, empurpurada, se debatía protestando:

—¡No te atreves, pero me besas lo mesmo!...

—¡Siempre loco este muchacho!... —manifestó embelesada la madre; en tanto don Porfirio interrogaba severamente:

—¿Di ande venís vos?...

—¿Comistes? —interrumpió solícita misia Basualda; y Jesús María contestó riendo:

—¡Gambetas y tajadas de aire! ...

—Tomá, entretenete con este asao, que yo no apetesco; y vos, Leopoldina, andá, preparale algo... ¡Espérate!, vamos las dos!... ¡Pobre muchacho, a estas horas sin comer, él que siempre jué un tragaldabas!...

Salieron las dos mujeres, y entonces don Porfirio, siempre severo, tornó inquirir:

—¿Di ande salís?...

—Anduve corriendo mundo, tata ... En Paraná me rilacioné...

—¡Con las chinas orilleras y los borrachos de las pulperías! ...

—¡No diga, tata! ... Mire que yo...

—¡Vos sos como las tarariras, que no saben vivir más qu’en lagunas sucias, ande haiga mucho barro y mucho camalote!...

—Vea, tata, cuando yo le cuente...

—¡Sofrená!... Conozco tus cuentos como los animales de mi marca y los rincones de mi campo, y vas a perder tiempo al ñudo enjaretando mentiras...


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Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Última Campaña

Javier de Viana


Cuento


—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.

—¿Y no hay peligro de perderse?

—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.

—Gracias, amigo. Hasta la vista.

—De nada, amigo. Adiosito.

Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.

Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.

Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.

Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.


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Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sin Papel Sellado

Javier de Viana


Cuento


Don Carlos Barrete y don Lucas García fueron amigos desde la infancia.

Sus padres eran hacendados linderos.

Andando el tiempo, los viejos murieron y Carlos y Lucas los reemplazaron al frente de sus respectivos establecimientos.

La amistad continuó, acrecentada, por los vínculos espirituales contraídos por múltiples compadrazgos. Don Carlos era padrino de casi todos los hijos de don Lucas y éste de los de aquél.

Bastante ricos ambos, ocurrió que a Barrete empezó a perseguirlo la mala suerte: destrozos de temporales, epidemias, negocios ruinosos...

Cierto día llegó a casa de su amigo con aire preocupado. Conversaron; conversaron sobre cosas sin importancia, sin valor, sin trascendencia. Pero García notó, sin dificultad, que aquél había ido con un objeto determinado y que no se atrevía a abordarlo.

Y díjole:

—Vea, compadre: colijo que usté tiene que hablarme de algo de importancia. Vaya desembuchando, no más, qu'entre amigos y personas honradas se debe largar sin partidas.

Y García, desnudando su conciencia como quien desnuda el cuerpo para tirarse a nado en arroyo crecido, dijo:

—Adivinó, compadre. M'encuentro en un apuro machazo. Usté sabe que donde hace unos años el viento m’está soplando ’e la puerta... Tengo que levantar una apoteca y vengo a ver si usté...

—¿Cuanto?

—La suma es rigularcita.

—¡Diga no más!

—Cuatrocientas onzas.

—¡Como si me hubiese vichao el baúl! Casualmente hace cinco días vendí una tropa ’e novillos, y mas o menos esa es la mesma cantidá que tengo. Espere un ratito.

Salió don Lucas y volvió a poco trayendo en nn pañuelo de yerbas las onzas solicitadas.

El visitante vació en el cinto las monedas, sin contarlas.

Ni él ni su amigo hablaron de documentos. Entre esos hombres ningún documento valía más que la palabra de hombre honrado.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Sentencias

Javier de Viana


Cuento, aforismos


¿Quién lo dijo?

Lo dijo la experiencia por boca de cien gauchos viejos curtidos a guascazos en las perrerías de la vida.

Y cada uno construyó un versículo y de su conjunto nació la Biblia nuestra, de autor anónimo, como todos los libros sagrados, producto de la sabiduría popular, que es la suprema sabiduría.

Y conjuntemos las canciones de gesta y la voz de todos los rapsodas, en un libro único que lee, sin comentarlo y sin admitir comentarios, un Homero gaucho.

Imaginémoslo un viejo de abundosa cabellera, de luengas barbas, —cañaveral de argento,— un busto erguido, no obstante las carradas de años, —madera dura y espinosa,— descargada sobre sus lomos; de unos ojos que aún alumbran con la luz intensa y cálida del lucero del alba; con unos labios grandes que se abren ampliamente para dar paso a la palabra honrada, sin formar ningún pliegue por el cual pudiera deslizarse solapadamente el inmundo reptil de la mentira.

Imaginémoslo con su aspecto de patriarca, sentado sobre un trozo de ceibo, rodeado de catecúmenos, para quienes evangelizaba así:...


“Quien no tiene cariño pa su Patria, en tampoco lo ha tenido pa su madre; y solo los hijos de tordo no tienen cariño pa su madre.”


* * *


“Tené presente, y esto meteteló en lo más hondo de los sesos, que si has hecho mil sacrificios por la Patria, el día que reclames poniendo precio a uno solo de ellos, habrás perdido todo tu capital.”


* * *


“Ser bueno con la esperanza de la recompensa, es baja acción de agiotista. Bueno, realmente bueno, es quien siembra el bien, sin preocuparse de quienes utilizarán la cosecha, ni de si algo le corresponderá en lo rendido por la cosecha.”


* * *


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3 págs. / 5 minutos / 45 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Salomón

Javier de Viana


Cuento


Parecía que estuviese lloviendo fuego. Los tostados, achicharrados pastos de la pradera, presentaban un color amarillo ictérico y el camino que la cortaba diríase cubierto con un tapiz de cenizas. Como hasta la atmósfera dormía la siesta, el silencio era absoluto.

Sin embargo, Salomón proseguía la marcha por el camino polvoriento, con aire indiferente, como si la atroz inclemencia solar no tuviese acción ninguna sobre su organismo hercúleo.

Llegado a la vera de un arroyito de lecho pedregoso, por el cual corría un hilo de agua cristalina, desmontó y quitó el freno a su yegüita lobuna, la cual, rápidamente, fué a sumergir su belfo reseco en la linfa incitante.

El viajero se refugió a la sombra de un tala, menguado en altura pero abundoso en ramaje, y empezó a desprenderse, con calma, sin apuro, de la escopeta que llevaba en bandolera y de dos voluminosas alforjas de cuero, depositándolas al pie del árbol. Luego quitóse la “cazadora” de pana, raída, descolorida, que llevaba usando, invierno y verano, desde cinco o seis años atrás.

Esto hecho, encaminóse hasta el regato y echándose de bruces bebió con una avidez capaz de darle envidia a la jaca lobuna. Retornó en busca de la sombra del tala, y, tras un reposo de media hora, cargóse de nuevo con las alforjas y la escopeta y reanudó la marcha, a pie, por el camino soleado. Detrás suyo seguía, dócil como un perro, la yegüita.

Aquel espectáculo, extraño en nuestra campaña, era familiar a las gentes del pago. Raro era el día del año en que algún vecino no lo encontrase, vagando por los caminos, tanto en invierno como en verano, con igual desdén por las lluvias que por los soles.

Y era casi infalible que el vecino se descubriera, expresando con respeto un:

—Buenos días, don Salomón.


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Publicado el 2 de octubre de 2025 por Edu Robsy.

¡Salga San Pedro!

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Ramón G. Saldaña.


Recorría yo por segunda vez el sur del Salto Oriental, atravesando nuevamente los Mataojos, los Arerunguás, los Valentines, toda esa abominación de piedra suelta y de agua brava, que traen á mi mente, el más trágico recuerdo de mi vida.

Los bordes áridos, desprovistos de vegetación, reverberaban bajo el sol calcinante, y en los lechos rocosos, corrían míseros filetes de agua, de agua como plata. Paisajes tristes, pero apacibles. Y sin embargo, yo los volvía á ver como otros tantos torbellinos espumosos, poblando de lamentos y de imprecaciones las sombras espesas de aquellas noches de maldición.

Nunca, jamás, tendrán belleza para mí aquellos aciagos parajes, y por eso, hice apresurar la marcha, rumbo al fondo de los Arapeys, donde debía pasar una temporada de campo, en la estancia de un amigo.

Hacía tiempo que me mortificaba la nostalgia de las cuchillas y de los arroyos, y sentía imperiosa necesidad de ir á «revolcar el alma sobre los pastos, para quitarle el olor apestoso de la ciudad».

Y ni buscado exprofeso hubiera podido encontrar mi deseo sitio más en armonía con las atávicas predilecciones de mi espíritu. Por aquel rincón de los Arapeices—barra de la Paloma—la naturaleza conservaba aún el agrio perfume del alma indígena.

Las cuchillas masculinizaban la aterciopelada suavidad de la gramilla, con frecuentes verrugas de piedra gris,—«belvedere» de lagartos y guarida de crótalos—y con isletas de molles y talas, cuyas ramazones inhospitalarias parecen crines de aguarás. De trecho en trecho, brilla una cañada, cuyas aguas gruñen y ruedan rabiosas, mordiendo las paredes rocosas de la zanja que las aprisiona. Y luego viene la selva, una selva huraña que todavía puede dar asilo á las pavas en lo alto de los vivarós, y á los pumas, en la húmeda penumbra de la maraña...


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Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Por un Papelito

Javier de Viana


Cuento


Que aquello pasaba así, hacía tanto tiempo, tanto tiempo, que nadie era capaz de fijar fecha.

Desde tiempo inmemorial, fuese verano, fuese invierno, así rabiase el cielo, echando rayos, vientos y truenos, así viejo sátiro, envolviese en tules de oro, de ópalo y de cobalto, en suave caricia en beso afelpado a la Sierra, la amante fuerte y fecunda; siempre había sido lo mismo en la Estancia de «Los Árboles» donde, cumple al veraz cronista decirlo, jamás hubo árbol alguno.

Mucho antes de aclarar, levantábase el capataz, iba al galpón, hacia fuego, llenaba de agua la pava, y en tanto entraba en ebullición, ensartaba el asado, un gran asado siempre.

Luego iban cayendo los peones y el patrón, cual si hubiese recibido previo aviso, presentábase cuando ya estaba a punto el medio capón, cuya mayor parte iba a parar a su vientre poderoso.

Hombre feliz, don Gaspar. Reía siempre y no se enojaba ni cuando estaba enojado.

Muy grande, alto, ancho, obeso, rubicundo, el exceso de salud lo hacía excesivamente bueno y jovial.

Y con todo eso de una regularidad absoluta en el cumplimiento de sus deberes de patrón.

El capataz y los peones lo sabían perfectamente y sabiéndolo, causóles honda extrañeza aquel día en que don Gaspar apareció en el galpón cuando el sol había alumbrado plenamente el cielo.

Y más cxtrañeza aún advirtiendo que sólo comió un par de costillas y dijo «gracias» al segundo amargo.

Contra su costumbre inveterada no dió orden ninguna, montó a caballo y salió, —también contra su costumbre,— sin solicitar acompañamiento de ningún peón.

—Me parece que al patrón le ha picao alguna mosca mala —observó uno de ellos.

Severa y sentenciosamente, el capataz dijo:

—El patrón tiene derecho a hacerse picar aunque sea p'un tábano!

Nadie replicó.


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2 págs. / 4 minutos / 54 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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