En Tierra Extraña
Javier de Viana
Cuento
La cancha de Bella Vista estaba talmente enfurecida y sacudía al vaporcito como si hubiese sido una piragua chiriguana, medio apagados los fuegos con el agua que iba embarcando en el romper de cada ola, —ganó la costa santafesina y se guareció en un angosto riacho, cuyas boscosas orillas oponían al huracán infranqueable muralla.
El “Colibrí” —de ese modo llamábase el vaporcito, —tranquilo al fin, inmóvil sobre las aguas del remanso, casi oculto bajo una bóveda de alisos, resollaba fuerte, como un perrito fatigado.
—¿A qué horas llegaremos a Piracuacito? —interrogué a mi viejo guía, quien respondió:
—Eso hay que preguntarlo al viento, patrón. En antes no deje 'e cachetiar la cancha es prudente que nos quedemos en esta cueva, aunque no tenga pescáos... Pueda que escampe aurita no más, pueda que siga resoplando tuito el día: el pampero es asina, caprichoso como moza bonita.
Portóse bien el pampero. Hora y media después del arribo, el “Colibrí” levó la gruesa piedra que le servía de ancla, y lanzó un estridente silbido que hizo decir a don Eulalio con cierta satisfacción de pasajero habitual:
—Es chiquito pero pita juerte, —y abandonando su ocasional estuche de frondas, buscó el cauce y comenzó a navegar a toda máquina, Paraná arriba.
Al mediodía atracábamos en el rústico muelle de Piracuacito. A la izquierda del puerto, plantado sobre altos pilotes de quebracho, están el edificio de la agencia de vapores Mihanovich y unos grandes galpones de zinc.
¿Para qué podrán servir esos galpones?, se pregunta uno, después de haber observado que sólo tres casas constituyen “el pueblo: una de material, que es a un mismo tiempo albergue, fonda, almacén, tienda y ferretería; y enfrente, a la otra vera de una calle de más de cien metros de ancho, un par de ranchos, —quizá hubiera más, pero no se veían—, morada de los peones del puerto.
Dominio público
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Publicado el 15 de agosto de 2025 por Edu Robsy.