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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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En Familia

Javier de Viana


Cuento


I

Casiano era alto, exageradamente alto; y era sobrada y uniformemente grueso; la cabeza, el cuello, el tórax, los flancos, las caderas, las piernas, todo parejo, con límites señalados por ranuras apenas visibles. Un tronco de viraró serruchado de abajo arriba, bien por el medio, hasta cierta altura, á fin de formar las piernas, tan próximas que al caminar rozaban la una con la otra desde el muslo hasta el tobillo. ¡Así gastaba de bombachas usadas en la entrepierna y de botas de cuero rojo agujereadas en la caña!...

Su cuerpo era un tronco de viraró, pero de viraró muy viejo, de los que habían conocido á Artigas, uno de aquellos como no se hallaban en las inmediaciones, en los montes de Cololó, Vera, Perico Flaco ó Bequeló; al Norte, en el Río Negro, en la barra del Arroyo Grande, bien adentro en el secreto de los potriles, puede ser que se encontrara un ejemplar adecuado; pero probablemente habría que navegar río abajo, río abajo, é ir á buscarlo entre las greñas del Uruguay.

En oposición, su mujer, Asunción —Sunsión en el pronunciar del pago— era —siempre en el caló nativo— flaca, más flaca que mancarrón con "haba". El cuello de garza salía de la bata de zaraza á la manera del pescuezo de una muñeca de cera, y sostenía una cabeza eternamente desgreñada y una cara escuálida, salida de pómulos, hundida de ojos, con nariz demasiado larga y boca demasiado grande; fina y corva la nariz como pico de rapaz; delgados los labios, blancos y fuertes los dientes, duro y marcado el mentón.

Luego un cuerpo pequeño, mezquino en carnes y rico en flexibilidades de criolla comadrona: todo un cuerpo de gallina inglesa, gritona, inquieta y pendenciera.

Casiano, correntino de raza, hablaba poco, sin prisa y cantando las palabras con el dejo nativo.


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Dominio público
24 págs. / 42 minutos / 41 visitas.

Publicado el 24 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

En la Orilla

Javier de Viana


Cuento


Al eximio pintor nacional Pío Collivadino.


Casi en seguida de cenar, apenas absorbidos dos cimarrones, Santiago abandonó el balcón y fué á recostarse al cerco del guardapatio, recibiendo con fruición la gruesa garúa que no tardó en empaparle la camisa. Con el cuerpo en actitud de absoluto abandono, con el chambergo en la nuca, tenía la mirada persistentemente fija en el horizonte obscuro.

En su mente de baqueano desarrollábase, con precisión de detalles, todo el paisaje borrado por las sombras: la loma acuchillada; un cañadón pedregoso, tras el cual el alambrado y la cancela, abriéndose sobre el camino real que corre, casi en línea recta, cosa de cinco leguas hasta el fangoso y temido paso de la Espadaña en el sucio Cambaí; después, cortando campo —y cortando alambrados— se podía, en cuatro horas de buen galope, ganar la frontera brasileña; en total, unas veinte leguas, una bagatela, no obstante estar pesados los caminos con la persistente llovizna de tres días...

Más de veinte minutos permaneció Santiago en muda contemplación; y más tarde, trasponiendo el guardapatio, fué hasta donde pacía, atado á soga, su doradillo. Le tanteó el cogote, le palmeó el anca, le acarició el lomo, y volvió, con calmosa lentitud, hacia las casas. Penetró en su cuartito; puso sobre el cajón que le servía de baúl el cinto, la pistola y el facón; armó y encendió un cigarrillo y se tiró vestido, boca arriba, sobre el catre de cuero, aflojándole la rienda al pingo de la imaginación.

Estaba tranquilo. La agitación febril de los días anteriores desapareció cuando su espíritu se hubo detenido en una resolución irrevocable: Bonifacio no se casaría con Josefa por la suprema razón de que los muertos no pueden desposarse.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 34 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

En las Cuchillas

Javier de Viana


Cuento


Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 144 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Entre Camaradas

Javier de Viana


Cuento


Isidro Gómez, robusto, fornido, sanguíneo.

Pascual Lamarca, alto, flaco, fuerte también, con sus músculos acecinados y sus nervios como torzales.

En un atardecer glacial. A intervalos remolinea, silbando finito, una brisa burlona, cuyo único objeto parece ser levantar traidoramente las haldas del poncho del viajero, facilitando el ataque de la pertinaz llovizna con sus dardos de hielo.

Isidro y Pascual regresan del campo, donde han permanecido desde el amanecer, trabajando sin tregua en la reconstrucción de un lienzo de alambrado.

Isidro es violento y habla sin cesar, accionando con energía, sin importársele de que el viento y la lluvia le mordieran las carnes.

Pascual, temblando de frío, manteníase quieto, escondido dentro del poncho como un peludo en su cáscara y correspondía menguadamente a la verbalidad de su camarada.

Hablaba Isidro:

—Salen diciendo que la culpa es mía, que tengo mal genio, que siempre ando buscando pretestos pa corcobiar y que en un dos por tres y sin motivo gano el campo y disparo arrancando macachines... ¡Y tuito eso es mentira!...

—Dejuro.

—Vos que me conocés dende gurí, podés sartificar sí yo soy güeno u no soy güeno...

—Santifico.

—Y qu’ella es más mala que un alacrán.

—Espérate, che. Por primero, sabé que los alacranes no son malos; cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no hacen nada y es sólo el miedo de los bichos grandes el que les da importancia.

—Son venenosos...

—Como los mosquitos... Convencete, hay muchos maulas que pasan por guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha atrevido a atarles a una carrera formal.

Güeno, era un decir, para por comparancia, porque mala es mala; si no es alacrana es tigra.

—Yo no vide, pero dicen.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 26 visitas.

Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Entre el Bosque

Javier de Viana


Cuento


Es un potril pequeño, de forma casi circular.

Espesa y altísima muralla de guayabos y virarós forma la primera línea externa de defensa.

Entre los gruesos y elevados troncos de los gigantes selváticos, crecen apeñuscados, talas, espinillos y coronillas, que ligados entre sí por enjambres de lianas y plantas epifitas, forman algo así como el friso del muro.

Y como esta masa arbórea impenetrable, se prolonga por dos y tres leguas más allá del cauce del Yi y las sendas de acceso forman intrincado laberinto, ha de ser excepcionalmente baqueano, más que baqueano instintivo, quien se aventure en ese mar.

Del lado del río sólo hay una débil defensa de sauces y sarandíes; pero por ahí no hay temor de sorpresa, y, en cambio, facilita la huida, tirándose a nado en caso de apuro.

Soberbio gramillal tapiza el suelo potril y un profundo desaguadero proporciona agua permanente y pura; la caballada de los matreros engorda y aterciopela sus pelambres.

Los matreros tampoco lo pasan mal.

Ni el sol, ni el viento, ni la lluvia los molestan.

Para carnear, rara vez se ven expuestos a las molestias y peligros de salir campo afuera; dentro del bosque abunda la hacienda alzada, rebeldes como ellos, como ellos matreros.

Miedo no había, porque jamás supieron de él aquellos bandoleros, muy semejantes a los famosos bandoleros de Gante.

Hombres rudos que habían delinquido por no soportar injurias del opresor.

Los yaguaretés y los pumas, en cuya sociedad convivían, eran menos temibles y menos odiosos que aquéllos...

¿Criminales?...

¿Por qué?...

¿Por haber dado muerte, cara a cara, en buena lid, a algún comisario despótico o algún juez intrigante y venal?...

No. Hombres libres, hombres dignos, hombres muy dignos.

Sarandí, Rincón e Ituzaingó se hizo con ellos.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 24 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Fiel

Javier de Viana


Cuento


Jesusa está contenta.

Es domingo. Los patrones han hecho atalajar el breack y han salido para las carreras.

Los peones se han ido todos para las carreras.

Liborio también. Liborio es el cochero.

Jesusa, después de haber limpiado toda la vajilla, tiene miedo en el caserón inmenso y solitario. Está absolutamente abandonada. Se lava las manos en la pileta, se quita el delantal... En uno de los ganchos de la carne se ve colgado un corazón de vaca. Coje el cuchillo de la cocina, corta un trozo. Junto al muro duerme una caña de pescar; la toma. Sale... la puerta del patio suena al cerrarse. Un gato que dormita sobre el muro se asusta y salta...

Las gallinas picotean en el guardapatio. La chancha overa, echada al sol, hace ¡grun! ¡grun! mientras diez lechoncitos rosados, exprimen las ubres, sacudiendo sin descanso los rabitos filiformes.

Algún pato ventrudo y patiancho, avanza parsimoniosamente, las plumas en desorden, abierto el pico espatulado.

Las gallinas se esponjan y hastiadas de amores, no hacen caso al gallo, que, al pasar junto a ellas, caído el copete, pálidas las carúnculas, roza los espolones y ensaya un requiebro por compadrada, sin deseos él también.

Por allá duerme un perro, tirando de tiempo en tiempo, furiosas dentelladas a las moscas que le molestan en su reposo.

Sobre el horcón de la enramada, un hornero, posado en la pared del nido en construcción, medita. Cerquita, entre las ramas de unas talas escuálidas, sin miedo de pincharse, varias urracas saltan, gritan, se ríen, dejando en las espinas jirones de sus vestimentas gríseas.

Más allá en la copa de los eucaliptos, las cotorras vocean, vocean, armando una farra tan descomunal, y tan sin objeto, que una águila posada en uno de los árboles para descansar un momento, se indigna, agita las alas y tiende serenamente el vuelo.

Jesusa observa durante unos instantes.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 34 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2022 por Edu Robsy.

Fin de Enojo

Javier de Viana


Cuento


Con la cabeza sin más protección contra el rajante sol de enero que la espesa melena azabache, sentada sobre la tranca del cerco, Casilda investigaba curiosamente el horizonte.

Estaba furiosa Casilda. El sábado había visto a la vieja Sinforosa, quien le contó que Lindoro, en el baile de las Peña, había andado toda la noche arrastrándole el ala a la rubia pecosa. Y como aquella le dijese, —por comadrear, no más,— que no podía atenderlo por constarle el compromiso existente con Casilda, él, el muy trompeta de Lindoro, había respondido:

—«¡No m’enriede el fleco ’el poncho!... ¡Nu’ haga caso ’e la chinusa!»...

Y Casilda, rabiosa, arrancaba mechones de lana al cojinillo que le servía de asiento y miraba insistentemente al camino, cual si quisiera atraer con la vista al ingrato desdeñoso.

—¡La chinusa!... ¡la chinusa! —exclamaba con encono.— ¡Muy delicao el mozo, dende que anda perdiendo las plumas por la rubia Peña, ese pichón de benteveo, más flaca que mestre’escuela y más fiera que remedio!...

No li hace, no li hace; en cuanto llegue yo le viá arreglar la libreta y le viá cantar tuito el compuesto sin necesidá ’e guitarra... ¡Oidos le van a hacer falta al indino y le viá probar que a veces se llueve más l’azotea qu’el rancho ’e paja, y que hay criollos que la corren con el mestizo ’e más menta!... Ya tengo bien pensao cuanto le viá decir a ese trompeta mal agradecido. ¡Y lo viá repetir aura pa que no me se olvide!

Colérica, la china levantó la cabeza, sacudió la crin, escupió, se compuso el pecho y empezó a recitar con voz chillona:


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 32 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Hay que Ser Justo

Javier de Viana


Cuento


A Coelho Netto.


Al montar a caballo, en la enramada, don Mateo díjole al capataz Lucero:

—Anda marcando esos cueros lanares, que tal vez el pulpero García los mande levantar esta tarde... Fíjate bien en la pesada qu'el galleguito es como luz p'hacer mentir a la romana... Yo vi'a dir hasta el fondo el campo pa bombiar cómo anda la invernada chica.

Sin esperar respuesta, don Mateo arrancó al trote y a poco desapareció en el vallecito inmediato.

Iba caviloso. El objeto de su salida al campo no era visitar la invernada, sino aislarse, buscando la solución del asunto que le traía preocupado desde meses atrás: tratábase del noviazgo de su hija Mariana con el capataz Lucero.

Ambos se querían. Lucero, era un excelente muchacho, muy trabajador, muy honrado, que había crecido en su casa y a quien profesaba un afecto paternal. Él no veía inconveniente ninguno en esa unión, a la cual su esposa oponía una resistencia inquebrantable.

¿Por qué?... Podía invocar como única razón, la pobreza del mozo; pero ante ella, don Mateo le había recordado que, treinta años atrás, la hija del rico hacendado Luciano Pérez, había concedido su mano al gauchito Mateo Sosa, peón de su padre, y sin más caudal que un par de caballos, un regular apero y un bien ganado renombre de laborioso y honesto. Se casaron y fueron enteramente felices. Luego, el argumento era inaplicable, y doña Eduviges no lo aplicaba, como no aplicaba ninguno. No quería ese casamiento; simple y llanamente, no lo quería, empacándose ahí su obstinada negativa.

—¡Eso no es justo, canejo!—vociferaba el buen paisano, que tenía el sentimiento innato de la equidad. Toda su moral reposaba en ella. Cualquiera acción, hasta el asesinato, hasta la venganza atroz, se disculpan si "son justas". El ofendido tiene siempre derecho a castigar, a matar. Es justo, aunque lo prohiba la ley, que pena, pero no desagravia.


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2 págs. / 3 minutos / 34 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Huevo Guacho

Javier de Viana


Cuento


Don Plácido y doña Mariquita son dos muchachos de cabellos blancos. El anda orillando los sesenta y ella pisa ya el umbral del medio siglo.

Al verlos, bajo el verde parral del patio de la Estancia, en las mansas tardes del estío, se les tomaría por un casal de chicuelos con pelucas enharinadas.

Ambos son, en efecto, de pequeña estatura, regordetes, de rostro fresco y sonrosado, de vivos ojos y de unas dentaduras tan blancas, sanas y parejas que causarían envidia a un mocetón congolés.

Misia Mariquita tejía, con ágiles dedos, una colcha de crochet, empezada en el invierno anterior y a la fecha a medio hacer.

Don Plácido leía «Mundo Argentino», que le llegaba los viernes y que al final del viernes subsiguiente aun no lo había concluido de leer.

Durante horas y horas, hasta que empezaba a apagarse el día, la chinita Pampa «acarreaba» el mate dulce, con cáscara de naranja y azúcar quemada, para la patrona; en tanto, el negrito Tordo iba y venía incesante con el amargo para el patrón.

Y uno leía y la otra tejía, pero interrumpiendo con frecuencia sus respectivas ocupaciones para bromearse mutuamente.

—Me parece que antes que vos concluyas esa colcha va’parir la yaguané machorra...

—Y en antes que vos acabes de ler el «Mundo» van a pasar dos veranos... Cuatro, cinco, seis...

—¡Sos inorante!... ¿Te pensás qu’el «Mundo» es un campito como el nuestro, que en dos horas, se recorre al tranco?...

—¡Callate vejestorio!... Siete, ocho, nueve...

—¡Mirá, mirá! —exclamó alegremente don Plácido, cogiendo un mechón de cabellos de su esposa;— mirá, mirá!... ti ha salido un pelo negro! t’estás golviendo moza!...

—¡Sosegate, impertinente! —manifestó ella con fingido enojo;— ya m’hiciste equivocar los puntos, y tengo que deshacer la hilera... Uno, dos, tres...


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3 págs. / 5 minutos / 29 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Juan Pedro

Javier de Viana


Cuento


Apenas el bravo y barullento decauville ha trotado una quincena de cuadras, saliendo de Resistencia, ya la selva empieza a venirse encima, angostando el embudo hasta no dejar libre nada más que la estrecha senda sobre la cual se tienden los rieles de minúsculo ferrocarril.

Sin embargo, de pronto se abre un enorme pórtico y la mirada se zambulle en un vallecito circular, alegremente verde guardado por formidable muralla viva.

Casi en el fondo de ese vallecito—la Vicentina—pegados al bosque, se ven blanquear unos edificios que, a la distancia, y por contraposición con la altura gigantesca de los quebrachos, urundays, lapachos y guayacanes, se les confundiría con un grupito de ovejas, o con un montón de piedras... si hubiera piedras en el Chaco.

En aquellos edificios estaba instalado un colegio, uno de los más importantes colegios del territorio, por cuanto asistían a él los niños del alto personal de las fábricas de tanino, de azúcar y de aceite de tártaro.

Entre esa falange selecta, desentonaba Juan Pedro, un toba—el único en la escuela—a quien la maestra prestaba la mayor simpatía por su carácter humilde y por su fina inteligencia.

Juan Pedro tenía quince años, aún cuando representara escasamente doce. Ultima rama de una raza consumida por la avaricia inhumana de sus explotadores, era flacucho, endeble, bien que la ancha caja torácica evidenciara un sólido armazón óseo.

La cara, redonda, achatada, la piel áspera, bastante bruna, tenía en su favor la boca que expresaba gracia bondadosa, y los ojos, grandes, de una negrura y de un brillo extraordinarios, pero de un brillo suave, melancólico, casi femenino, expresión de una tristeza muy honda y de una esperanza infinita.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 33 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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