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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento textos disponibles


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La Tísica

Javier de Viana


Cuento


Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga marchita.

Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco: era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de virgen apenas acusaba curvas ligerisimas: un pobre cuerpo de chicuela anémica. Sus pies aparecían diminutos, aún dentro de las burdas alpargatas, sus manos desaparecían en el exceso de manga de la tosca camiseta de algodón.

A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas, tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles esfuerzos para separar de la ubre el ternero grande, en el «apoyo». Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos. Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.

Hablaba raras veces y con una voz extremadamente dulce. Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpurarla con alguna obcenidad repulsiva. Los patrones mismos —buenas gentes, sin embargo,— la estimaban poco, considerándola máquina animal de escaso rendimiento.

Para todos era «La Tísica».

Era linda, pero su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia, brutales, casi la odiaban por eso: el yaribá, el caraguatá, todas esas plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.

Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tristísima de sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en unas corneas de un blanco azulado que le servían de marco admirable. Jamás había una lágrima en esos ojos que parecían llorar siempre.


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3 págs. / 6 minutos / 385 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Por Sendas Opuestas

Javier de Viana


Cuento


I

Desde la mañana del sábado había comenzado la afluencia de quitanderos y quitanderas.

El vasto y recio edificio de la pulpería —la famosa azotea, especie de castillo feudal, cabeza de la enorme heredad que perteneció al coronel Inca Pereyra de Freitas—, se señoreaba dominando la multitud de blancas tiendas que lo circundaban.

Entre las carpas, numerosos carritos: y más allá, atados a soga, matungos flacos, petizos bichocos, yeguas escuálidas.

Tres timberos viejos y rivales, daban las últimas manos de “alisamiento” a sus respectivas canchas de taba.

Las chinas viejas distribuían los cacharros, ultimando “los preparos” para la elaboración de tortas fritas y pasteles de dulce de zapallo, esfé de porotos con achicoria, chorizos de cogote de novillo, vino aguado y caña compuesta.

Las muchachas, desgreñadas, sudorosos los rostros color chocolate, remangadas las batas de percal, iban de un lado a otro, arrastrando las chancletas, despreocupadas de todo espíritu de coquetería, reservando para el día siguiente los engorros del agua y del peine y las torturas del corsé y los zapatos.

Echados en el suelo o andando lentamente y sin objeto, con las cabezas gachas y las largas lenguas de fuera, perros grandes, perros chicos, todos flacos, todos con idéntica expresión de hastío en sus ojos de mirada humilde, pensando, sin duda, en el mañana promisor de abundantes huesos y piltrafas.

En amplias enramadas, enmantados, provistos de “trompetas”, y bajo la vigilante custodia de sus respectivos cuidadores, están los dos “parejeros” famosos que al día siguiente han de disputarse el clásico de aquella internacional gaucha, y a cuyas patas han de exponerse miles de onzas brasileñas y de libras esterlinas.


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11 págs. / 20 minutos / 13 visitas.

Publicado el 2 de noviembre de 2025 por Edu Robsy.

¡Lindo Pueblo!

Javier de Viana


Cuento


Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.

Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.

Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:

—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.

—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!

—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.

—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...

—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.

—¿Cómo?

—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.

La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.

Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.

—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.

—Antes habían muchas; pero se acabaron.

—¿Alguna peste?


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2 págs. / 3 minutos / 111 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.


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5 págs. / 10 minutos / 156 visitas.

Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Los Amores de Bentos Sagrera

Javier de Viana


Cuento


Cuando Bentos Sagrera oyó ladrar los perros, dejó el mate en el suelo, apoyando la bombilla en el asa de la caldera, se puso de pie y salió del comedor apurando el paso para ver quién se acercaba y tomar prontamente providencia.

Era la tarde, estaba oscureciendo y un gran viento soplaba del Este arrastrando grandes nubes negras y pesadas, que amenazaban tormenta. Quien á esas horas y con ese tiempo llegara á la estancia, indudablemente llevaría ánimo de pernoctar; cosa que Bentos Sagrera no permitía sino á determinadas personas de su íntima relación. Por eso se apuraba, á fin de llegar á los galpones antes de que el forastero hubiera aflojado la cincha á su caballo, disponiéndose á desensillar. Su estancia no era pesada, ¡canejo! —lo había dicho muchas veces; y el que llegase, que se fuera y buscase fonda, ó durmiera en el campo, ¡que al fin y al cabo dormían en el campo animales suyos de más valor que la mayoría de los desocupados harapientos que solían caer por allí demandando albergue!

En muchas ocasiones habíase visto en apuros, porque sus peones, más bondadosos —¡claro, como no era de sus cueros que habían de salir los marcadores!—, permitían á algunos desensillar; y luego era ya mucho más difícil hacerles seguir la marcha.

La estancia de Sagrera era uno de esos viejos establecimientos de origen brasileño, que abundan en la frontera y que semejan cárceles ó fortalezas. Un largo edificio de paredes de piedra y techo de azotea; unos galpones, también de piedra, enfrente, y á los lados un alto muro con sólo una puerta pequeña dando al campo. La cocina, la despensa, el horno, los cuartos de los peones, todo estaba encerrado dentro de la muralla.


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Dominio público
17 págs. / 31 minutos / 122 visitas.

Publicado el 26 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Resurrección

Javier de Viana


Cuento


A Juan José Soiza Reilly.


Don Fabián. Para todas las gentes de la comarca era «don» Fabián. Y para los forasteros que solían encontrarlo en la pulpería, cebando mate, era «don» Fabián. Y para los doctorcitos que en sus paseos de vacaciones lo encontraban haciendo un asado en el patio de una estancia ó en la orilla de un arroyo, era «don» Fabián. Nadie se atrevía á nombrarlo, estuviese ó no presente, sin anteponer la respetuosa partícula. A nadie se le ocurría reir de don Fabián, y don Fabián, sin embargo, era una caricatura animada.

Muy alto. Lo primero que llamaba la atención eran sus pies enormes, siempre metidos en unas botas toscas, eternamente embarradas; unas veces el barro estaba fresco, otras estaba duro, pero no faltaba nunca.

Las bombachas hallábanse llenas de remiendos y costuras tan torpemente ejecutadas, que denunciaban la mano masculina. Invierno y verano cubría su torso robusto, burda camisa de lienzo coloreado, que por debajo desbordaba sobre la floja pretina de la bombacha, y por arriba, siempre desabotonada, dejaba al descubierto un pescuezo arrugado y rojizo como de viejo gallo de pelea.

La cara, larga y fina, tenía por marco una barba poco densa, canosa y enmarañada. La nariz era grande y curva, los ojos buenos, la boca triste. Por debajo del chambergo desformado, verdoso, sin cinta,—que rara vez se quitaba,—fluía en ondas la melena «tordilla», tan revuelta y descuidada como la barba.

En todos los rasgos, en todos los gestos, en la tibieza de la mirada, en la frialdad, de la voz, en la desarticulación de la frase, aquel hombre expresaba la suprema melancolía de un ser que vive á desgano, ajeno á la vida.


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4 págs. / 7 minutos / 32 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Muerto Recalcitrante

Javier de Viana


Cuento


Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.


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2 págs. / 5 minutos / 17 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Fin de Enojo

Javier de Viana


Cuento


Con la cabeza sin más protección contra el rajante sol de enero que la espesa melena azabache, sentada sobre la tranca del cerco, Casilda investigaba curiosamente el horizonte.

Estaba furiosa Casilda. El sábado había visto a la vieja Sinforosa, quien le contó que Lindoro, en el baile de las Peña, había andado toda la noche arrastrándole el ala a la rubia pecosa. Y como aquella le dijese, —por comadrear, no más,— que no podía atenderlo por constarle el compromiso existente con Casilda, él, el muy trompeta de Lindoro, había respondido:

—«¡No m’enriede el fleco ’el poncho!... ¡Nu’ haga caso ’e la chinusa!»...

Y Casilda, rabiosa, arrancaba mechones de lana al cojinillo que le servía de asiento y miraba insistentemente al camino, cual si quisiera atraer con la vista al ingrato desdeñoso.

—¡La chinusa!... ¡la chinusa! —exclamaba con encono.— ¡Muy delicao el mozo, dende que anda perdiendo las plumas por la rubia Peña, ese pichón de benteveo, más flaca que mestre’escuela y más fiera que remedio!...

No li hace, no li hace; en cuanto llegue yo le viá arreglar la libreta y le viá cantar tuito el compuesto sin necesidá ’e guitarra... ¡Oidos le van a hacer falta al indino y le viá probar que a veces se llueve más l’azotea qu’el rancho ’e paja, y que hay criollos que la corren con el mestizo ’e más menta!... Ya tengo bien pensao cuanto le viá decir a ese trompeta mal agradecido. ¡Y lo viá repetir aura pa que no me se olvide!

Colérica, la china levantó la cabeza, sacudió la crin, escupió, se compuso el pecho y empezó a recitar con voz chillona:


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2 págs. / 4 minutos / 34 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Desempate

Javier de Viana


Cuento


Más de treinta dias iban transcurridos desde aquél en que dejaron a don Emiliano reposando en la falda pedregosa del cerrito de los Espinos, y aún persistía en la estancia el estupor producido por la brusca desaparición del jefe. Desde que cesó de oírse su voz fuerte y buena, pesaba sobre la casa un silencio espeso. Las mujeres semejaban fantasmas negros, atravesando el patio rápidas y sin ruido; los hombres, al reunirse en la tertulia nocturna del fogón, encontrábanse sin asunto, pues cualesquiera fuesen los temas tocados, todos ellos traían el recuerdo del patrón, y entonces, entristecidos, callaban.

Mateo y Santos, los dos hijos varones del finado, se ensombrecían cada vez más, y habían concluido por adquirir un aspecto fúnebre. Terminada la cena y retirada la familia, ellos permanecían con los codos apoyados en la mesa y la cabeza en las manos, dolorosamente abstraídos, hasta que Mariano, después de haber retirado el servicio, les ponía delante la vela de sebo, el mazo de naipes y el platito con los granos de maíz.

Entonces los hermanos cruzaban una mirada indefinible. Uno de ellos tomaba las cartas y se eternizaba mezclándolas, sin que el otro diese signos de impaciencia. Ninguno tenía prisa; ambos temblaban pensando en el resultado de aquella horrible jugada, emprendida cinco noches atrás.


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Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.

La Comarca Embrujada

Javier de Viana


Cuento


En las más de doscientas leguas de perímetro de la sección existían tres puntos de referencia que ningún comarcano ignoraba: los “Ombuses del Alto Grande”, la “Azotea Embrujada” y la “Madriguera de los Acosta”.

Los dos primeros constituyen evocaciones de leyendas.

Los “Ombuses del Alto Grande” son siete y son enormes: tam enormes que no obstante mediar más de diez metros entre uno y otro, las gruesas raíces superficiales se entrelazan formando como un ovillo de monstruosas culebras; y arriba, en muchas partes, se mezclan las ramazones. Observado de cierta distancia el grupo aparece como un árbol solo, un ombú de dimensiones fabulosas, acaso milenario, que domina la altura con su mole imponente, siempre verde y siempre inmóvil.

Unos metros al norte de los ombúes, veíanse vestigios de cimientos de piedra, de un edificio que debió ser igualmente enorme y cuya desaparición databa de tantos años, que ni los abuelos de los actuales abuelos conservaban de él otro recuerdo que el de los ombúes y los fundamentos graníticos.

¿Quién fué el morador de aquella formidable vivienda con tantas habitaciones y tan complicada distribución, que sugería la idea de un monasterio fortificado?

La fantasía de los viejos comarcanos, herederos de las leyendas —¡quién sabe cuántas veces deformadas y complicadas!— de sus lejanos ascendientes, sólo coincidían en que fué aquél el nido recio, áspero, inexpugnable, de un señor, cacique o caudillo, anterior o posterior —probablemente anterior—, a la conquista, de un poderío, de una soberbia y de una crueldad como no existió otro, en tiempo alguno, sobre tierra americana.


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12 págs. / 21 minutos / 17 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2025 por Edu Robsy.

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