Textos más populares esta semana de Javier de Viana etiquetados como Cuento | pág. 4

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autor: Javier de Viana etiqueta: Cuento


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Empate

Javier de Viana


Cuento


Un fogón enorme echaba llamaradas, haciendo día en la amplia cocina del cortijo.

¿Por qué tan gran fuego?...

La noche estaba boquiando y no habría de faltar más de una hora para que aparecieran en el naciente las pinceladas rojas de las barras del día.

¿Para qué aquel gran fuego?... No hacía frío y con la décima parte de las brasas del fogón sobraba para calentar el agua de la pava con que cimarroneaban los dos viejos, el viejo criollo Campoverde y el viejo napolitano Pomidoro.

Los dos tenían la barba espesa y tordilla,—tordilla blanca, como los tordillos viejos;—pero Pomidoro ostentaba un cráneo pelado, amarillo, semejante a un huevo fresco de ñandú, mientras que Campoverde conservaba toda su crin bravía. Eran bastante viejos los dos, y durante más de veinte años se habían odiado intensa y recíprocamente.

Pomidoro había empezado por arrendar a Campoverde una chacra que, cultivada con todo esmero, le permitió al italiano, laborioso y ahorrativo, ir acumulando moneda. Verdad que hacía de todo. Aparte del cultivo, no muy extenso, de maíz y trigo, su huerta proveía de hortalizas, de duraznos y de sandías al pago entero. Todos los domingos, Teresa, su mujer, hacia gran hornada de pan, que sus hijos, Sabina y Pedro, iban a vender por el contorno. Además, Genaro Pomidoro era el único albañil, el único carpintero y el único mecánico del lugar.

Si había que levantar un muro, componer una azotea, remendar un tejado, construir una puerta o arreglar una máquina descompuesta, era forzoso recurrir a Pomidoro. Y de esta pluralidad de ocupaciones, juntando pesos con centavos, iba formando libras esterlinas destinadas a la obscuridad del botijo.

Campoverde no tenía mala voluntad para su arrendatario; empero, en su orgullo de criollo, despreciaba al «gringo», encontrando lo más natural que éste, cada vez que se acercaba, se quitase el sombrero y lo saludara con un respetuoso:


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3 págs. / 6 minutos / 33 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Tiento de Alambre

Javier de Viana


Cuento


Muy modesta, pero muy alegre era la salita de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.

Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.

Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.

Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multicolores de claveles, rosas, dalias y malvones.

Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.

Ruperta, Paulina y Blasa, las tres hijas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, sin embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 32 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Candelario

Javier de Viana


Cuento


Como venía cayendo la noche y había que recorrer aún más de dos leguas para llegar a las casas, don Valentín dijo a Candelario:

—Vamo a galopiar.

—Vea patrón qu'el camino es fiero, que su mano está pesada y qu'el diablo abre un aujero cuando quiere desnucar un cristiano...

Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el gran busto y respondió en son de burla:

—¿T'imaginás, mocoso, que por que ya soy de colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa salir parao si se me da güelta el matungo?...

Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, un arriador de raiz de coronilla, adornado con virolas de plata, y le dio recio rebencazo al ruano, que emprendió galope, por la cuesta abajo, en una cortada de campo por terreno chilcaloso, todo salpicado de tacuruces.

Candelario, sin osar observaciones, puso también su caballo a galope.

Sabía que era siempre inútil contradecir a su patrón, y más inútil todavía cuando se encontraba como esa tarde, algo alegrón.

Don Valentín Veracierto era un hombre como de cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía una estancia de valía sobre la costa del Arroyo Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno...

Tenía un carácter jovial y su mayor pasión era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo por un «cordero ensillado»—lo que quiere decir, un cordero con pan y el vino correspondientes. Las partidas tenían lugar casi siempre en la pulpería inmediata, y de ellas provenía la anotación semanal en la libreta: «Gasto... tanto».

La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los copetines bebidos y los perdidos al truco.

Él perdía siempre; y esto le mortificaba muchísimo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por avaricia, sino por orgullo de triunfador.


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4 págs. / 7 minutos / 30 visitas.

Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Domadora

Javier de Viana


Cuento


—Yo quiero ir a aquella laguna grande, donde hay muchas mojarritas... Lo que a mí me gusta pescar, son mojarritas; los bagres me dan aseo y las tarariras me dan miedo... —ordenó Clota, mientras avanzaban, al tranco, por una senda bastante ancha del monte del arroyo Manzanares.

—Iremos a la laguna de las mojarritas; iremos donde usted quiera —respondió complacientemente Silverio.

De estatura algo menos que mediana, de cara pequeña y flacucha, con sus manos de dedos descarnados y sus muñecas demasiado finas, con sus tobillos salientes y el arranque asaz magro de las pantozrillas, Clotilde —Clota en el diminutivo familiar—, era lo que los franceses llaman una “fausse maigre”.

El busto era amplio, el seno opulento, las caderas recias, los muslos gruesos y firmes; un tipo —frecuente, por otra parte—anatómicamente anormal; y, por lógica correlación, moralmente anormal también.

Bajo un casco de cabellos color oro muerto, había una frente recta, blanca y tersa, no afeada por el surco que dejan inevitablemente las ideas hondas y los sentimientos cálidos. Y sirviendo de arquitrabe a esa cornisa marmórea, sobresalían las cejas, anchas, obscuras, unidas, formando una barra enérgica, protectora de los ojos de un azul glauco, húmedos, sin brillo, sin calor, semejantes a una bella ova marina.

La boca era pequeña, de labios finos y exangües, que al sonreir —y sonreían de continuo—, hacían valer la azulada blancura de unos dientes poqueños, pero irregulares en la forma y en la alineación, signo evidente de las degeneraciones aristocráticas.

Así era Clota, incitante más que bella, flor humana que al aliciente de su forma, graciosamente asimétrica —como una orquídea—, unía el atractivo de su perfume caprichoso al de las coloraciones barrocas.

Y para completar el ilogismo de aquella extraña criatura, su voz era áspera, abaritonada, de una masculinidad que contrastaba con su cuerpo pequeño y de apariencia menudo.


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4 págs. / 7 minutos / 19 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

El Oso Clown

Javier de Viana


Cuento


Los salones del chalet parecían incendiados con la multitud de ampollas eléctricas. La luz, saliendo en ráfagas por las ventanas, bañaba con su claridad la campaña dormida, asustando a los pájaros que descansaban en sus humildes casitas de pajas y briznas.

Matías, en el colmo del desgano, se había dejado caer sobre un sofá turco en la salita semi a obscuras, y semi dormía y semi soñaba, contemplando a través de los cristales del ventanal, la llanura que iba paulatinamente emblanqueciendo con la helada.

Los sones de la orquesta que desde el inmediato salón de baile llegaban hasta él, antojábansele ayes quejumbrosos de sus esperanzas maloeradas, de sus ideales abandonados en un instante de abominable cobardía.

—¡Cuánta miseria en medio de tanto lujo! ¡Cuánta tristeza disimulada con la alegría artificial de las luces, de las músicas y de las risas!

Todo falso, todo farsa, Todo falso, todo farsa, desde el ambiente cálido, mientras afuera la naturaleza temblaba de frío, hasta las flores erguidas sobre peciolos de acero, desde el sentimiento de un violín mercenario, hasta los rostros maquillados de las damas y las amables sonrisas de los hombres.

Todo mentira, todo falso, todo farsaico: las armonías y los perfumes y los colores y las sonrisas...

Anonadado, Matías empezó a inventariar su existencia.

Recordó su juventud penosa, pero alegre; los años de bohemia, de penurias alegremente soportadas en la estrecha comunidad de amigos unidos por múltiples lazos.

Después, la dispersión. De los miembros de la pequeña tribu, éste se alcanzó su título de médico, el otro el de abogado, aquel de ingeniero, otro se incrustó en la burocracia, alguno ascendió en el rápido aeroplano de la política, y más de uno resolvió el problema de la vida con un matrimonio ventajoso.

Llegó a quedar solo, con sus ensueños improductivos, con sus ideales estériles,


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 18 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Frente por Frente

Javier de Viana


Cuento


I

Por hábito de muchos años, Ventura Melgarejo era siempre el primero levantado en su casa. Todas las mañanas, indefectiblemente, “ponía los huesos de punta” rato antes de que asomara el sol en el oriente.

En chancletas y en mangas de camisa, fuese verano o fuese invierno, salía al patio, dirigiéndose al barril del agua para efectuar una somera ablución: luego al galponcito, donde sin llamar a nadie, sin incomodar a nadie, hacía fuego, ponía la “pava” junto a las brasas, ensartaba en el asador el churrasco y se sentaba en su banquito de ceibo, pulido por el uso, preparando el cimarrón.

Picaba el tabaco en cuerda: liaba en chala un grueso cigarrillo; y “pitando” y cimarroneando, esperaba que estuviese a punto el churrasco del desayuno.

Terminado éste, iba a inspeccionar en la caballeriza sus parejeros, que nunca bajaban de dos, y a racionarlos. Después visitaba las jaulas de los gallos de riña. observándolos uno por uno, con la mayor prolijidad.

Cuando, ya con el sol afuera, se levantaban los peones, y sus hijos, él había terminado la labor matutina; y mientras los recién venidos tomaban sus mates y comían sus churrascos, Ventura, orgulloso de su superioridad de patrón y de gaucho, testificada por su madrugón, ensillaba uno de los parejeros y con el otro de tiro salía al campo, a pasearlos lenta, concienzudamente.

Al regreso, él mismo los acomodaba en la caballeriza, él mismo les servía la ración de maíz y alfalfa, y, dando prueba de un celo excepcional, —mientras los parejeros comían, iba él a ocuparse de los gallos. En las cosas serias, no admitía la intervención de nadie, no tenía confianza en nadie.

Hecho eso, podía almorzar a gusto, dormir tranquilamente su siesta y ensillar después para ir a la pulpería a distraerse jugando unas partiditas de truco.


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10 págs. / 18 minutos / 15 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Aves de Presa

Javier de Viana


Cuento


Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.

Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.

Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.

Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.

Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.

Era prudente, frío, calculador.

En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.

Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.

Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.


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2 págs. / 4 minutos / 67 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Flor de Basurero

Javier de Viana


Cuento


Ana y el viejo cuzco «Cachila» hallábanse de tal modo habituados a insultos y aporreos, que cuando éstos escaseaban sentíanse inquietos temiendo alguna crueldad extraordinaria.

Ana, hija de una de esas almas de fango del suburbio aldeano, había sido recogida por la familia del estanciero don Andrés Aldama y fué a aumentar el número de los numerosos «güachos» criados en el establecimiento.

Como los durazneros, producto de carozos que germinan en los basureros donde fueron arrojados junto con los demás desperdicios de cosas que causaron placer, como esos hijos del desprecio engendrados al azar, Ana hubiera crecido en medio de la indiferencia de todos.

Y así fué durante ocho o diez años. Baja, flacucha, de cara menuda y siempre pálida, crecía igual que las plantas aludidas, sufriendo la ausencia de todo cultivo, nutriéndose con los escasos jugos que les deja la voracidad de los yuyos.

Esa carencia de encantos, unida a la constante adustez de su fisonomía, su parquedad de palabra, su actitud siempre huraña y recelosa, justificaban el menosprecio general de la población de la estancia.

—A más de flaca y fiera, en tuavía es más arisca que aguará,—decían de ella los peones; y en injusto castigo por defectos de que no era culpable, la acosaban con sátiras mordaces y con bromas de una grosería brutal casi siempre.

Pero ocurrió que con la llegada de una precoz pubertad se operó en su físico una repentina y radical transformación.

Las piernas de tero y los brazos de alfeñique y el pecho plano adquirieron en pocos tiempos redondeces impresentidas. Y el rostro, aun cuando se conservó flacucho y menudo, se embelleció extraordinariamente, sin perder, al contrario, acentuándose, la expresión, huraña y agresiva.

—Con la pelechada de primavera, la guacha se ha puesto cuasi linda,—expresó un peón.

—Pero sigue siendo dura de boca,—dijo otro.


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3 págs. / 5 minutos / 53 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Gato

Javier de Viana


Cuento


Ningún animal ha sido más discutido que el gato; ningún otro ha tenido a la vez tantos entusiastas panegiristas y tantos enconados detractores; prueba evidente de su superioridad. Es el primer ácrata, el fundador del individualismo, altanero, consciente de sus derechos y sus deberes. Tiene una misión que cumplir en el hogar que lo alberga, y la cumple sin agradecimientos serviles por la hospitalidad y con profundo desdén por el aplauso y la alabanza. Es altivo y valiente. Ocupa poco espacio en la casa, pero ese espacio es suyo, como lo es su personalidad. Si lo fastidian, araña y muerde; si lo provocan, hace frente y se defiende sin considerar el tamaño ni las armas del adversario. No se mete con nadie ni admite que nadie se meta con él. No carece de afectos y sabe corresponderlos a quien, se los profesa, pero sin humildades, sin bajezas, sin adulonerías; trata a todos de igual a igual. Su soberbio individualismo no se prostituye jamás, ni ante la necesidad ni ante la amenaza.


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Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Por Culpa de la Franqueza

Javier de Viana


Cuento


Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.

En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.

Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».

Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que hacer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.

Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.

Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.

—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...

—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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