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autor: Javier de Viana fecha: 05-11-2020


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Las Madres

Javier de Viana


Cuento


A Jaime Roch.

Otra vez golpea en las cuchillas uruguayas el duro casco de los corceles bravios, cabalgados por hombres torvos, de músculo potente, fiera mirada y corazón indómito. Desiertas están las heredades; y los campos, extensos y verdes, poblados de encantos y rebosantes de savia, parecen muertos sin el arado que abre la tierra fecunda, sin las haciendas que pastan sus mieses, sin el labriego y el pastor que alegran las comarcas con sus cantos, trabajo del alma, mientras se empeñan en la santa faena, trabajo del músculo.

Por llanos y quebradas, por desfiladeros y por abras, grupos sigilosos se deslizan con cautela, impidiendo en lo posible el ludimiento de lanzas y de sables. Cuando ascienden las lomas, la mirada escudriña recelosa, aviesa, olfateando la muerte, y las lanzas se blanden como en son de reto á la soledad extensa y muda, en cuya atmósfera flotan enconos y se ciernen peligros.

Y así van puñados de varones fuertes, entregados hasta ayer á la labor honesta y ruda de labrar los campos y apacentar los ganados. En los centros urbanos, las candilejas de petróleo iluminan las casas desiertas, y en el despoblado, los soles ardientes chamuscan la paja de los ranchos vacíos, ó calientan las grandes moradas señoriales, donde se enmohecen las herramientas de trabajo, en tanto las mujeres y los niños observan el horizonte con indecible tristeza.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Yunta de Urubolí

Javier de Viana


Cuento


A Benjamín Fernández y Medina

I

Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Deshonesto

Javier de Viana


Cuento


Hacía calor, sentí sed y me introduje en el primer bar que se ofreció a mi paso.

Era aquello una cueva larga, estrecha, obscura.

En los muros laterales, encerrados en marcos de color terroso parecían dormitar Thiers y Gambetta, Grevy y Carnot, con los rostros maculados por la indecencia de las moscas. Al fondo, remando sobre la anaquelería indigente que se encontraba detrás del mostrador, un espejo oval lucía su luna turbia protegida por un tul amarillo.

Me senté, pedí un chopp, y mientras bebía el inmundo brebaje, observaba el recinto.

En el fondo, cerca del despacho, estaba sentado un parroquiano. Aparentaba más de cuarenta años; la vestimenta, trabajada; la barba, canosa y sin aseo; el rostro, con residuos de inteligencia ocracio y demacrado.

Tenía por delante una copa de licor casi intacta, y entre sus dedos enflaquecidos, azulados, sostenía en alto un periódico. Simulaba leer. La mirada, turbia y vaga, parecía un riacho helado.

Aquel hombre me atrajo, quizá por su visible tristeza, quizá por su evidente penuria moral. No recuerdo con qué pretexto entablamos conversación.

Hablamos, es decir, él habló, contándome su historia. En la incoherencia del relato, en el ilogismo de algunos episodios, en la inverosimilitud de ciertos hechos, advertí que mentía, que mentía a cada instante, con la obstinación de un maniático, con la indisciplina mental de un beodo. Pero, en realidad, no mentía: inventaba para explicar con dolorosa sinceridad, las tribulaciones, las caídas y la bancarrota de su ser moral.

Más o menos suprimidas las digresiones, me dijo lo siguiente:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Matar la Cachila

Javier de Viana


Cuento


Para José María Lawlor.

Después de quince leguas de trote en un día de Diciembre, bajo un sol que chamuscaba las gramíneas de las lomas; tras copiosa cena de feijoada y charque asado; al cabo de tres horas de jugada al truco, acompañado de frecuentes libaciones de caña, y luego de haber permanecido aún veinte minutos sentado al borde del catre, mientras el patrón concluía de fumar su cigarrillo de tabaco negro y daba fin á las ponderaciones de su parejero gateado, me acosté á medio desvestir, me estiré, recliné en la almohada mi cabeza, y unos segundos más tarde, roncaba á todo roncar.

Cuando don Anselmo me zamarreó apostrofándome con su voz gruesa y fuerte, calificándome de pueblero dormilón, parecióme que no había consagrado á las delicias del sueño más de un cuarto de hora; pero, por vanidad, humillado con el epíteto de pueblero—que me empeñaba en no merecer—, me incorporé en el lecho y me vestí de prisa y á obscuras. Luché para ponerme las botas, hundí la cara en el agua fresca, y no despierto del todo salí al patio. El reloj de don Anselmo—un gran gallo "batará"—, debía de haber adelantado esa noche. Las estrellas brillaban aún en el cielo puro; y, enfrente mío, en la cocina de terrón y paja, brillaba también el gran fogón, donde hervía el agua en la caldera ennegrecida por el hollín.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Con la Cruz en la Punta

Javier de Viana


Cuento


Era alto, fuerte, flaco, y feo. La cabeza chica, la cara grande. La frente tan estrecha que no había sitio para correr una carrera de tres ideas juntas. Los ojos de un aterciopelado color de piel de lodo de río, expresaban bondad, mansedumbre; lo mismo que la nariz sólida, gruesa, aguileña, con dos aberturas amplias que aseguraban una perfecta ventilación pulmonar.

Pero, por debajo, de la nariz se abría, en tajo sombrío, una boca que era una verdadera boca de abismo, unos labios graníticos, fríos, rígidos, que se alivianaban cansados de suspirar e incapaces de vibrar en otras articulaciones sonoras que las expresivas de sátira o injuria.

A las mujeres malas se les secan los senos; a los hombres infelices se les acecinan los labios; razonable correlación psicofisiológica.

Esto daría motivo para una larga disertación filosófica; pero volvamos a Hermann, el hombre grande, fuerte y feo de que íbamos ocupándonos.

Hermann, cuya verdadera nacionalidad—y cuyo verdadero nombre—nadie conocía, podría tener treinta años. Fué peón de chacra, peón de estancia, puestero más tarde, dedicándose a la cría de cerdos y de aves y a las pequeñas industrias derivadas.

Le fué mal.

Creyendo que la adversa suerte provenía de la falta de una mujer,—aparato regulador—se casó con una criolla que le dijo: «Quiero» cuando él decía «Envido».

Y le fué mucho peor, todavía.

En poco tiempo desaparecieron los animalitos, los útiles de labranza. Después desapareció la chacra y casi en seguida la mujer, cuyo cariño,—si alguna vez lo tuvo—se había ido mucho antes.

Desde entonces Hermann se despreocupó del mañana y no pensó más en hacer casa ni en plantar árboles, esas cosas destinadas a sobrevivirnos; sobrevenirnos con y para el hijo que tenemos o esperamos tener.

—Yo no estuvo buenos a piliar felicidad—decía.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Y a Mí el Rabicano

Javier de Viana


Cuento


Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.

Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.

En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.

El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se había negado obstinadamente a complacer al auditorio.

Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.

—Elegí otro,—había dicho don Juan.

—Ya aligió ese yo.

—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.

—Rabicano no más.

—Rabicano no. Dispués, cualquiera.

—Dispués, denguno.

Y no eligió.

Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él, que cuando no tenía con quien hablar, hablaba con los perros, con los gatos, con las gallinas o, en último extremo, consigo mismo.

—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:

—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Débiles

Javier de Viana


Cuento


Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.

Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.

Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.

Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.

—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.

—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Tiburcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...

—Espera un momento, que voy a servir la sopa.

A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:

—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...

—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.

El empujó el plato diciendo:


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Alma del Padre

Javier de Viana


Cuento


Por la única puerta de la cocina,—una puerta de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas, anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al pasar entre los labios del maderamen, y soplando con furia el hogar dormitante en medio de la pieza, aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja llama que enargentaba, fugitivamente, los rostros broncíneos de los contertulios del fogón y el brillador azabache de los muros esmaltados de ollin.

Y de cuando en cuando, la habitación aparecía como súbitamente incendiada por los rayos y las centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados sobre el campo.

El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas y los gestos en los rostros, sin que enviara para nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada después de pasado el susto.

—Con los rayos acontece lo mesmo que con las balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...

Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones, era el primero en santiguarse; aún cuando rescatara de inmediato la momentánea debilidad, con uno de sus habituales gracejos de que poseía tan inagotable caudal como de agua fresca y pura, la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos párpados de piedra, que tenían un perfumado festón de hierbas por pestañas.

El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias aventuras, gruesas mentiras idealizadas por su imaginación poética.


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El Abrazo de Marculina

Javier de Viana


Cuento


En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.

A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.

El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.

Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:

—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...

—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.

—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...

Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:

—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...

—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...

—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.

—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...

Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...

—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.


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Un Cuento

Javier de Viana


Cuento


—Don Eulalio, cuente un cuento.

—¿Para qué?... Ya tuitos los que yo sé, los he contao. La bolsa está vacida.

—Invente. No es pa ofenderlo, pero siempre me ha parecido que la mitá de sus rilaciones son cosas que nunca jueron, porque por muchos años que lleve en las maletas y muchas cosas que haiga visto y óido, me parece a mí qu'en ninguna cabeza 'e cristiano se pueda apilar tanta historia.

—¿Te parece a vos?

—Me parece que la calavera es un corral chiquito en el que, ni apeñuscadas, caben tantas ovejas.

—¡Potranco mamón!... No te has dao cuenta de que la cabeza de una persona no es un corral, como vos decís, sino un potrero. Allí se crían, engordan y paren las ideas. Unas se van muriendo y se las sepulta: son los recuerdos, como quien dice los dijuntos. En los sesos pasa lo mesmo qu'en la tierra: arriba caben pocos, abajo no s'enllena nunca.

—Y los recuerdos retoñan.

—Como l'albaca...

—Arranque un gajo, viejo, pa perfumarnos esta noche qu'está más desabrida que asao de paleta...

—Ya dije: son cuentas del mesmo rosario.

—No importa: el rosario no aburre cuando tienen habilidá los dedos p'acortar los padrenuestros...

—Contaré entonces... Pueda ser qu'escarbando en la memoria encuentre un grano olvidao.

—¿Quiere un trago 'e giniebra pa facilitar el trabajo?

—Alcance. Siempre s'escarba mejor la tierra ricién mojada... ¡Es juerte esta giniebra!

—Marca Chancho.

—Como chancho se queda, dejuro, el que se zambulla hasta el fondo el porrón...

—Pero usté es nadador...

—¡Como nutria!... En una ocasión m'echaron en un bocoy de caña y quedé boyando tres días...

—¿Y al cuarto día?

—Hice pie; se había secao el bocoy.

—¡Usté es capaz de secar el Río de la Plata!...


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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