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autor: Javier de Viana


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Del Campo y de la Ciudad

Javier de Viana


Cuentos, colección


La vejez de Pablo Antonio

Cuando el inmenso transatlántico enfrentó el canal de entrada, Pablo Antonio experimentó una impresión extraña, mezcla de placer y de miedo.

La ciudad enorme, arrebujada en la sombra, denunciaba su presencia con los millares de pupilas rojas parpadeando en lo obscuro de la noche.

Aun cuando siempre estuvo al corriente de sus progresos, nunca supuso una expansión tan colosal como aquella que hacían presumir las luces sembradas en almácigo sin término.

¡Buenos Aires!... En realidad, ¿conocía él a Buenos Aires?... Contaba diez y ocho años cuando la abandonó y desde entonces habían transcurrido treinta y dos; tiempo suficiente para olvidar lo estable, y más que suficiente para no conocer en los blancos cabellos del abuelo, las rubias guedejas del niño.

Constituía la parte más olvidada de su ya larga existencia; olvidada no tanto por lo lejana, cuanto por el empeño que siempre puso en hacerla desaparecer de su memoria.

No encerraba, en efecto, nada más que tristezas, dramas horribles, cuyo recuerdo, amortiguado por los muchos años interpuestos y por la fiebre perenne de una vida rabiosamente consagrada al trabajo, resurgía ante la aparición luminosa de la ciudad y sentíase casi arrepentido del retorno.

Mientras el transatlántico avanzaba por las aguas turbias del canal, Pablo Antonio sentía revivir y corporizarse los lamentables episodios que encenizaron su juventud.


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Dominio público
97 págs. / 2 horas, 50 minutos / 9 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Tiro de bolas perdido

Javier de Viana


Cuento


I

Desde chiquilín, don Macario Beneochea había hecho maletas con sus actividades, distribuyendo por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las diversiones. A un hombre que es honbre, y más aún si ese hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna labor, así fuese más pesada que un toro padre y más peligrosa que galopar por el campo en una de esas noches en que el cielo se entretiene en plantar rayos sobre la tierra.

Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, calado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguanta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansancio, se presentan con ánimo de interrumpir la tarea, se les pega un chirlazón como a perro importuno, diciéndole:

—Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra con los tacuruses del campo y los ahujeros del camino...

Mas cuando los clarines tocan rancho, hay que llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empujando hasta donde quepa, como quien hace chorizos, apretando hasta que no quede gota de suero, como quien amasa queso.

Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso bullicio del baile o de las cameras, o en el silencio de las carpetas o de los velorios, sin preocuparse de aflojarle las cinchas a los pingos de la imaginación y el sentimiento...

A galope tendido por el amplio y liso camino real de los placeres, con absoluta despreocupación de cuanto va quedando detrás de las ancas del caballo. Él lo exponía en su parla gráfica:

—La vida, pa ser linda, y debe ser como debe ser, ha de tener comparancia con las yapas de las riendas; entre argolla y argolla un corredor.

Así fué en el transcurso de muchos años, manteniendo siempre el equilibrio prudente las dos alas de la alforja.

Mas, al trasponer la portera de los cincuenta, empezó a romperse la armonía. Del nacimiento hasta los veinte, los años marchan al tranco; de ahí hasta los cuarenta trotan; y más p'adelante le meten galope tendido.


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Dominio público
13 págs. / 22 minutos / 8 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Frente por Frente

Javier de Viana


Cuento


I

Por hábito de muchos años, Ventura Melgarejo era siempre el primero levantado en su casa. Todas las mañanas, indefectiblemente, “ponía los huesos de punta” rato antes de que asomara el sol en el oriente.

En chancletas y en mangas de camisa, fuese verano o fuese invierno, salía al patio, dirigiéndose al barril del agua para efectuar una somera ablución: luego al galponcito, donde sin llamar a nadie, sin incomodar a nadie, hacía fuego, ponía la “pava” junto a las brasas, ensartaba en el asador el churrasco y se sentaba en su banquito de ceibo, pulido por el uso, preparando el cimarrón.

Picaba el tabaco en cuerda: liaba en chala un grueso cigarrillo; y “pitando” y cimarroneando, esperaba que estuviese a punto el churrasco del desayuno.

Terminado éste, iba a inspeccionar en la caballeriza sus parejeros, que nunca bajaban de dos, y a racionarlos. Después visitaba las jaulas de los gallos de riña. observándolos uno por uno, con la mayor prolijidad.

Cuando, ya con el sol afuera, se levantaban los peones, y sus hijos, él había terminado la labor matutina; y mientras los recién venidos tomaban sus mates y comían sus churrascos, Ventura, orgulloso de su superioridad de patrón y de gaucho, testificada por su madrugón, ensillaba uno de los parejeros y con el otro de tiro salía al campo, a pasearlos lenta, concienzudamente.

Al regreso, él mismo los acomodaba en la caballeriza, él mismo les servía la ración de maíz y alfalfa, y, dando prueba de un celo excepcional, —mientras los parejeros comían, iba él a ocuparse de los gallos. En las cosas serias, no admitía la intervención de nadie, no tenía confianza en nadie.

Hecho eso, podía almorzar a gusto, dormir tranquilamente su siesta y ensillar después para ir a la pulpería a distraerse jugando unas partiditas de truco.


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 5 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

El Oso Clown

Javier de Viana


Cuento


Los salones del chalet parecían incendiados con la multitud de ampollas eléctricas. La luz, saliendo en ráfagas por las ventanas, bañaba con su claridad la campaña dormida, asustando a los pájaros que descansaban en sus humildes casitas de pajas y briznas.

Matías, en el colmo del desgano, se había dejado caer sobre un sofá turco en la salita semi a obscuras, y semi dormía y semi soñaba, contemplando a través de los cristales del ventanal, la llanura que iba paulatinamente emblanqueciendo con la helada.

Los sones de la orquesta que desde el inmediato salón de baile llegaban hasta él, antojábansele ayes quejumbrosos de sus esperanzas maloeradas, de sus ideales abandonados en un instante de abominable cobardía.

—¡Cuánta miseria en medio de tanto lujo! ¡Cuánta tristeza disimulada con la alegría artificial de las luces, de las músicas y de las risas!

Todo falso, todo farsa, Todo falso, todo farsa, desde el ambiente cálido, mientras afuera la naturaleza temblaba de frío, hasta las flores erguidas sobre peciolos de acero, desde el sentimiento de un violín mercenario, hasta los rostros maquillados de las damas y las amables sonrisas de los hombres.

Todo mentira, todo falso, todo farsaico: las armonías y los perfumes y los colores y las sonrisas...

Anonadado, Matías empezó a inventariar su existencia.

Recordó su juventud penosa, pero alegre; los años de bohemia, de penurias alegremente soportadas en la estrecha comunidad de amigos unidos por múltiples lazos.

Después, la dispersión. De los miembros de la pequeña tribu, éste se alcanzó su título de médico, el otro el de abogado, aquel de ingeniero, otro se incrustó en la burocracia, alguno ascendió en el rápido aeroplano de la política, y más de uno resolvió el problema de la vida con un matrimonio ventajoso.

Llegó a quedar solo, con sus ensueños improductivos, con sus ideales estériles,


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 10 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

La Domadora

Javier de Viana


Cuento


—Yo quiero ir a aquella laguna grande, donde hay muchas mojarritas... Lo que a mí me gusta pescar, son mojarritas; los bagres me dan aseo y las tarariras me dan miedo... —ordenó Clota, mientras avanzaban, al tranco, por una senda bastante ancha del monte del arroyo Manzanares.

—Iremos a la laguna de las mojarritas; iremos donde usted quiera —respondió complacientemente Silverio.

De estatura algo menos que mediana, de cara pequeña y flacucha, con sus manos de dedos descarnados y sus muñecas demasiado finas, con sus tobillos salientes y el arranque asaz magro de las pantozrillas, Clotilde —Clota en el diminutivo familiar—, era lo que los franceses llaman una “fausse maigre”.

El busto era amplio, el seno opulento, las caderas recias, los muslos gruesos y firmes; un tipo —frecuente, por otra parte—anatómicamente anormal; y, por lógica correlación, moralmente anormal también.

Bajo un casco de cabellos color oro muerto, había una frente recta, blanca y tersa, no afeada por el surco que dejan inevitablemente las ideas hondas y los sentimientos cálidos. Y sirviendo de arquitrabe a esa cornisa marmórea, sobresalían las cejas, anchas, obscuras, unidas, formando una barra enérgica, protectora de los ojos de un azul glauco, húmedos, sin brillo, sin calor, semejantes a una bella ova marina.

La boca era pequeña, de labios finos y exangües, que al sonreir —y sonreían de continuo—, hacían valer la azulada blancura de unos dientes poqueños, pero irregulares en la forma y en la alineación, signo evidente de las degeneraciones aristocráticas.

Así era Clota, incitante más que bella, flor humana que al aliciente de su forma, graciosamente asimétrica —como una orquídea—, unía el atractivo de su perfume caprichoso al de las coloraciones barrocas.

Y para completar el ilogismo de aquella extraña criatura, su voz era áspera, abaritonada, de una masculinidad que contrastaba con su cuerpo pequeño y de apariencia menudo.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 13 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

El Muerto Recalcitrante

Javier de Viana


Cuento


Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 11 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

En Tierra Extraña

Javier de Viana


Cuento


La cancha de Bella Vista estaba talmente enfurecida y sacudía al vaporcito como si hubiese sido una piragua chiriguana, medio apagados los fuegos con el agua que iba embarcando en el romper de cada ola, —ganó la costa santafesina y se guareció en un angosto riacho, cuyas boscosas orillas oponían al huracán infranqueable muralla.

El “Colibrí” —de ese modo llamábase el vaporcito, —tranquilo al fin, inmóvil sobre las aguas del remanso, casi oculto bajo una bóveda de alisos, resollaba fuerte, como un perrito fatigado.

—¿A qué horas llegaremos a Piracuacito? —interrogué a mi viejo guía, quien respondió:

—Eso hay que preguntarlo al viento, patrón. En antes no deje 'e cachetiar la cancha es prudente que nos quedemos en esta cueva, aunque no tenga pescáos... Pueda que escampe aurita no más, pueda que siga resoplando tuito el día: el pampero es asina, caprichoso como moza bonita.

Portóse bien el pampero. Hora y media después del arribo, el “Colibrí” levó la gruesa piedra que le servía de ancla, y lanzó un estridente silbido que hizo decir a don Eulalio con cierta satisfacción de pasajero habitual:

—Es chiquito pero pita juerte, —y abandonando su ocasional estuche de frondas, buscó el cauce y comenzó a navegar a toda máquina, Paraná arriba.

Al mediodía atracábamos en el rústico muelle de Piracuacito. A la izquierda del puerto, plantado sobre altos pilotes de quebracho, están el edificio de la agencia de vapores Mihanovich y unos grandes galpones de zinc.

¿Para qué podrán servir esos galpones?, se pregunta uno, después de haber observado que sólo tres casas constituyen “el pueblo: una de material, que es a un mismo tiempo albergue, fonda, almacén, tienda y ferretería; y enfrente, a la otra vera de una calle de más de cien metros de ancho, un par de ranchos, —quizá hubiera más, pero no se veían—, morada de los peones del puerto.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 13 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

La Vejez de Pablo Antonio

Javier de Viana


Cuento


Cuando el inmenso transatlántico enfrentó el canal de entrada, Pablo Antonio experimentó una impresión extraña, mezcla de placer y de miedo.

La ciudad enorme, arrebujada en la sombra, denunciaba su presencia con los millares de pupilas rojas parpadeando en lo obscuro de la noche.

Aun cuando siempre estuvo al corriente de sus progresos, nunca supuso una expansión tan colosal como aquella que hacían presumir las luces sembradas en almácigo sin término.

¡Buenos Aires!... En realidad, ¿conocía él a Buenos Aires?... Contaba diez y ocho años cuando la abandonó y desde entonces habían transcurrido treinta y dos; tiempo suficiente para olvidar lo estable, y más que suficiente para no conocer en los blancos cabellos del abuelo, las rubias guedejas del niño.

Constituía la parte más olvidada de su ya larga existencia; olvidada no tanto por lo lejana, cuanto por el empeño que siempre puso en hacerla desaparecer de su memoria.

No encerraba, en efecto, nada más que tristezas, dramas horribles, cuyo recuerdo, amortiguado por los muchos años interpuestos y por la fiebre perenne de una vida rabiosamente consagrada al trabajo, resurgía ante la aparición luminosa de la ciudad y sentíase casi arrepentido del retorno.

Mientras el transatlántico avanzaba por las aguas turbias del canal, Pablo Antonio sentía revivir y corporizarse los lamentables episodios que encenizaron su juventud.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 13 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Tardes del Fogón

Javier de Viana


Cuentos, colección


La falta de costumbre

Señor patrón de la estancia:

Don Cayetano Sandoval, que dende hace un puñao de meses s’está secando en el catre, como charque tendido sobre el alambre del cerco del guardapatio, me llamó esta tarde.

El viejo Sandoval ha dejao cuasi tuitos los vicios que tenía,—o pa decirlo más derecho, los vicios lo han dejao a él,—menos dos, que yo carculo lo seguirán hasta que largue el último resuello : pitar y ler los diarios.

Por eso me llamó esta tarde, y dispués de haber echao por las narices una montonera de humo, me dijo sobando un diario que tenía sobre la panza:

—Arrima ese cajón que me sirve de baúl.

—Ya está arrimao,—dije yo.

—Levanta la tapa y vas a encontrar papel y un lápiz grande,—dijo él.

Obedecí.

—Sentate en ese banquito,—dijo él.

Me senté.

—Vas a escribir una carta que te voy a componer yo al patrón, porque yo tengo los dedos acalambraos...

Yo me rái, me rái con tuito el poder de mi jeta de negro... Disculpe patrón: los negros semos güenos y sólo los hombres güenos saben ráirse...

—¿Usté no sabe,—dije yo,—que cuasi no s’escribir, porque si en nuestro páis hay escuelas, no hay como pa dir a ellas? ¿Usté no sabe que los empleaos del gobierno, unos parejeros y otros sotretas, cuasi tuitos hacen sebo y que pa dir a la escuela, pasando los bañaos o los arroyos, hay que ser pato ’e laguna?... Y no digo águila porque las águilas no carecen dir a la escuela...

—No importa,—dijo él; él, es don Cayetano,

—no importa, aunque sea con garabatos vas escribir lo que te viá indilgar.

—¿Mesmo con palotes?

—Aun ansina. Los patrones tienen mucha sensia y comprienden.

—Güeno; ¿y qué viá decir?


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Dominio público
87 págs. / 2 horas, 32 minutos / 55 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Campo

Javier de Viana


Cuentos, colección


Última campaña

I

—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.

—¿Y no hay peligro de perderse?

—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.

—Gracias, amigo. Hasta la vista.

—De nada, amigo. Adiosito.

Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.

Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.

Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.

Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.


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Dominio público
164 págs. / 4 horas, 47 minutos / 121 visitas.

Publicado el 11 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

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