Textos más populares esta semana de Javier de Viana

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autor: Javier de Viana


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Lo Mesmo Da

Javier de Viana


Cuento


A Adolfo Rothkopf.


El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero,—hacía añares—le torció los horcones y le ladeó el techo, que fué a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladiado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel de pelecheo.


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4 págs. / 7 minutos / 297 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.


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5 págs. / 10 minutos / 149 visitas.

Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Una Achura

Javier de Viana


Cuento


A Enrique García Velloso.


En un ángulo del galpón—ya casi obscuro—los peones, concluidas las faenas del día, tomaban mate, á la espera de la cena.

Animaba la tertulia Ciriaco Sosa, gauchito cachafaz, andariego y decidor, que se fué del pago y volvía á él, tras años de ausencia, con los prestigios de su juventud conquistadora, rica en aventuras de daga y de amor.

Cuando se fué, montaba un «patria», viejo y maceta, y era su «apero» un lomillo «basteriador», una carona de cuero crudo, cojinillos lanudos, rienda de guasca y freno de fierro. Un «vichará» como arnero cubríale el busto endeble, y un chambergo sin forma la melenuda cabeza, y no llevaba maletas, porque no tenía nada que llevar en ellas.

Sin una moneda en el bolsillo y sin un propósito en la mente, se fué, al trote fastidioso del tordillo lisiado y al azar del destino.

Lo que hizo en las comarcas lejanas, nadie lo sabía; pero regresó al pago con buenas pilchas, dos pingos de ley, «herraje» de plata y oro, y un «capincho» en cuyo vientre inflado dibujaban circunferencias las «amarillas».

Nadie le preguntó el origen de su prosperidad, aun cuando todos la suponían proveniente del naipe, la taba ó las carreras. Como era amable, divertido y generoso, lo aceptaron y agasajaron, sin entrar en averiguaciones fastidiosas é innecesarias.

Hasta el patrón y la familia del patrón colmábanlo de amabilidades, porque los entretenía con sus historias pintorescas, y porque, además, era acordeonista, guitarrero, cantor y bailarín sin rival en todo aquel pago, que él alegraba de uno á otro extremo, vagabundeando como un señor que disfruta sus rentas. Sin embargo, su cuartel general era la estancia Portillo, donde, como dejo dicho, todos le profesaban simpática admiración.


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3 págs. / 6 minutos / 26 visitas.

Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Salvadora

Javier de Viana


Cuento


Todos los días, unas veces de mañana, otras veces de tarde, Virgilio partía de su casa, a galope casi frenético, como un poseído, sin rumbo y sin objeto.

Interpuestas veinte o treinta cuadras entre su persona y su casa, sus nervios se aplacaban un poco, moderaba la marcha y se afanaba en razonar sobre lo ilógico de su caso.

En ocasiones, la impotencia humedecía con lágrimas de rabia sus ojos varoniles, inclinándose a admitir la intervención, en su daño, de las misteriosas fuerzas sobrenaturales.

—¡Arterías de Mandinga, deben de ser!...

Experimentaba, indefectiblemente, el deseo de volver grupas, regresar a su rancho y sorprender con amoroso beso reparador los estragos causados en el alma de su esposa, a quien estaba seguro de encontrar entregada heroicamente a las lidias domésticas, con los ojos anegados en lágrimas y el pecho destrozado por aquella diaria escena del más cruel y del más injusto repudio.

Pero, su voluntad cedía ante una fuerza extraña que lo obligaba a proseguir la marcha hacia la pulpería.

—Dejuro debo tener una gusanera en el alma!...

En el negocio, la charla con los amigos, varias partidas de truco y un par de copas de caña, disipaban transitoriamente las sombras de su espíritu.

Y era probable —aún cuando Virgilio no lo hubiese advertido—, que mucho interviniera en la transformación la presencia de Sara, la cuñadita de Bermúdez, el pulpero, que cebaba mate y alegraba la tertulia con la alegría de sus veinte años, la provocante morbidez de su cuerpo, la perpetua incitación de sus ojos y de sus labios.

Pero él no la codiciaba. Tan es así que, calmados los nervios, no partía nunca sin llevarle algo a su mujercita; un corte de vestido, un pañuelo bordado, un paquete de golosinas, las pobres golosinas del medio: pasas de higo, orejones, caramelos o galletitas.

Y al regresar, en el fresco de los crepúsculos, iba monologando:


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3 págs. / 5 minutos / 17 visitas.

Publicado el 28 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

La Tísica

Javier de Viana


Cuento


Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga marchita.

Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco: era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de virgen apenas acusaba curvas ligerisimas: un pobre cuerpo de chicuela anémica. Sus pies aparecían diminutos, aún dentro de las burdas alpargatas, sus manos desaparecían en el exceso de manga de la tosca camiseta de algodón.

A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas, tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles esfuerzos para separar de la ubre el ternero grande, en el «apoyo». Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos. Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.

Hablaba raras veces y con una voz extremadamente dulce. Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpurarla con alguna obcenidad repulsiva. Los patrones mismos —buenas gentes, sin embargo,— la estimaban poco, considerándola máquina animal de escaso rendimiento.

Para todos era «La Tísica».

Era linda, pero su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia, brutales, casi la odiaban por eso: el yaribá, el caraguatá, todas esas plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.

Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tristísima de sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en unas corneas de un blanco azulado que le servían de marco admirable. Jamás había una lágrima en esos ojos que parecían llorar siempre.


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3 págs. / 6 minutos / 383 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Maula

Javier de Viana


Cuento


Contaba ño Luz:

Una güelta, la perrada estaba banqueteando con las achuras del novillo vicien carniao, cuando se presientó un perro blanco, lanudo, feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al andar como los cascabeles de la víbora de ese nombre.

Los perros suspendieron la merienda y se abalanzaron sobre el intruso, revolcándolo y mordiéndolo, hasta que “Calfucurá”, jefe de aquella tribu perruna, se interpuso, imponiendo respeto.

—¿Qué andás haciendo'? —interrogó airadamente “Calfucurá”.

—Tengo hambre, —respondió con humildad el forastero.

—¿Y no tenés amos?

—Tuve; pero m’echaron porque una noche dentraron ladrones en casa y se alzaron con varias cosas.

—¿Y no ladrastes?

—No.

—¿Por qué?

—Tuve miedo; soy maula.

—¿Sos joven?

—Si.

—¿Tenés buenos dientes?

—Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!... De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!...

—¡Hacen bien! —sentenció “Calfucurá”.— El trabajo del perro, como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí tenes esas tripas amargas; enllená las tuyas y seguí viaje...


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1 pág. / 1 minuto / 48 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Cosas que Pasan

Javier de Viana


Cuento


A Ezeauiel Ubaiubá.


Desde la tarde en que Ismael Martínez se enderezó y echando a la nuca el chambergo había gritado:

—¡No permito que naides hable de la finada mi mujer!—ninguno se atrevió a mentar en su presencia la dolorosa historia.

La historia era vulgar como un aguacero en invierno: un hombre joven, buen mozo, fuerte, trabajador, sin vicios, a quien su mujer engaña a los pocos días de casado. Él quiso matarla; luego, reflexionando que ni rebenque ni espuela, hacen andar al caballo cansado, prefirió desensillar y largar. La largó, en la esperanza de recomenzar la vida y alzar de nuevo el rancho caído.

Sin embargo, había pasado un año y la tristeza parecía aquerenciada en el alma del gauchito.

—¡Esto no va a salir nunca—dijo una vez;—esto es como palo ande dentra la polilla: no tiene remedio.

Lo dijo en un obscurecer caliginoso, bajo un ombú que había oído prosiar a los blandengues de Artigas; y el viejo Torcuato, que, bajo el mismo ombú había escuchado lamentarse a los guayaquises de Rivera, le pialó la frase y la volcó de lomo:

—¡Palo que vive no se apelolla nunca!...

De seguida, aprovechando el momentáneo sometimiento del mozo, echóse a decir:


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2 págs. / 3 minutos / 39 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Santo de “La Vieja”

Javier de Viana


Cuento


Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro, acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado de florecillas multicolores.

Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva húmeda y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmósfera inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.

Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de eterno poder germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de inagotable juventud.

En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. El bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los mangangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los incansables colibríes. Los chingólos familiares se persiguen, gritan, saltan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras, probando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres jovenzuelos.

Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.

Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las muchachas, reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos asados preparan desde hace horas, emulando en maestría y en paciencia, viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.

El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas: después del “amasijo”, las tortas y las roscas, y últimamente, a fuego lento, los lechoncitos mamones...


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1 pág. / 3 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Obra Buena

Javier de Viana


Cuento


¿Cuántos años habían transcurrido desde la memorable conferencia que tuvieron Marco Julio y Juan José, en un perezoso atardecer otoñal en la montaña, sentados ambos al pie de un algarrobo centenario?

Marco Julio no lo recordaba, como no recordaba la edad que entonces tenían, él y su amigo, porque en aquella de la primera juventud, con toda la vida por delante, no preocupa la contabilidad de los años.

En cambio persistían nítidos en su memoria los detalles de la escena.

Hacía tiempo que ambos muchachos incubaban un plan atrevido, haciéndolo lentamente, reflexivamente, con la prudencia con que avanzan las mulas cuyanas por los desfiladeros andinos. Un día Juan José dijo:

—Ya tenemos cortados y pelados los mimbres: es momento de encomenzar a tejer el cesto.

—Es momento —asintió Marco Julio.

—Lueguito, en la afuera, junto al algarrobo grande.

—Lueguito allí.

Puntualmente acudieron a la cita, y tras cortas frases y largos silencios, decidieron ultimar el proyecto, por demás atrevido, de abandonar el estrecho, asfixiante valle nativo para correr fantástica aventura, trasladándose a Buenos Aires, la misteriosa; ave única capaz de empollar los huevos de sus desmedidas ambiciones juveniles.

Marco Julio y Juan José se conocían y se querían, como se conocían y querían sus respectivos ranchos paternos, que desde un siglo atrás se estaban mirando de sol a sol y de luna a luna, por encima del medianero tapial de cinacinas.

De tiempo inmemorial los ascendientes de Marco Julio se fueron sucediendo, de padres a hijos, en el cargo, tan honroso como misérrimo, de desasnadores de los chicos del lugar.

Y de padres a hijos, la estirpe de Juan José transmitía el banco de carpintero, el serrucho, la garlopa, el formón y el tarro de la cola.


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Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Filosofías Gauchas

Javier de Viana


Cuento


La habitación era grande: tenía como cinco brazas de frente y medio maneador de largo. Era bajita, eso sí, porque muros de tensión si se hacen altos, se tuercen cuando los empuja el pampero. Y allá, en la Cañada del Indio, del sur bonaerense—trecientas leguas de llanura abrumadora, desabrida como mate lavado,—los pamperos, entropillados, corretean a diario, haciendo estragos.

La habitación era grande, y parecía más grande por la casi ausencia de muebles; del mismo modo que parece más grande un caballo desensillado.

Y allí sólo había una mesa de pino, larga, flanquada a cada lado por un escaño.

Sobre la mesa veíase un candelero de latón sosteniendo una vela de baño, amarilla y ruin como rama de duraznero apestado; una botella de caña, varios vasos, un naipe y un platillo con porotos.

Sobre los escaños había, del lado de montar, don Candalicio, el dueño de la casa: tordillo negro, flaquerón, aire de matungo asoleado; el pardo Eusebio, cara entre comadreja y zorro y lo de víbora que tienen indispensablemente los mulatos.

Del lado de enlazar estaban: el sordo Díaz, alias «Tapera», capataz de la estancia, contemporáneo de los ombúes del patio; Roque Suárez, por mal nombre «La Madalena», muy alto, muy flaco, muy feo, con la cara muy larga, la nariz muy afilada, los ojos muy chicos...

Desde las siete de la noche, hora en que terminó la cena, hasta las diez, había estado jugando al «solo», tomando mate y chupando caña. Y hubieran continuado, sin duda, si Roque Suárez no hubiese arrojado las cartas, a raíz del tercer «codillo», exclamando con su voz aflautada, dolorosa y desagradable:

—¡Es al ñudo prenderle juego a la leña verde!...

—Cuestión de echarle sebo—insinuó maliciosamente el mulato.

Y el patrón con bondad:

—¡Pobre amigo Suárez!... Y'está caliente!...


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2 págs. / 4 minutos / 42 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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