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La Casa Quemada

Joaquín Dicenta


Cuento


I

En Elche la oriental, que triunfa de Efraim con sus palmas, y evoca, por su paisaje y sus costumbres, el Hedjaz de Mahoma, hay un campo, donde los granados arraigan y abren las higueras sus hojas y reprietan los naranjos sus ramas. En Abril se cubren los árboles de flor. Una esmeralda es cada botón en las higueras; una gota de sangre, cada capullo en los granados; cada brote de azahar un copo de nieve. El aire huele a incienso música de amor tañen las ondas de la acequia, nupciales himnos cantan, entre matas y arbustos, los verderones y jilgueros; las hierbas cuchichean lascivamente en los bancales. La luz del sol cae sobre la tierra como una lluvia de oro; la de la luna como un polvo de nácar. Cinturonean los frutales una planicie. De ella arrancan los muros de una casería que el incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negrean. De un boquete, que fue ventana, descuelgan astillas a medio calcinar. Entre ellas se retuerce un clavo. Diríase que este clavo interroga.

Macizos de tierra, extendidos por la planicie y cubiertos de vegetaciones salvajes, hablan de algo que era jardín. Entre dos macizos blanquea la fábrica de un pozo. Una cadena pende de un soporte, cariado por la herrumbre, junto al pozo se yergue una palmera. Su tronco, frontero a la casa, se doblaba bruscamente hacia atrás, como estremecido por una trágica visión. En las noches obscuras, los ojos del búho relampaguean tras las palmeras. Las lechuzas van y vienen chirriando por cima de las ruinas.

—¿Mira usted La casa quemada? —me dijo un labrador.

—Sí —le contesté—. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.

—No es leyenda. Es historia.


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7 págs. / 12 minutos / 83 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

El Cojito

Joaquín Dicenta


Cuento


El transeúnte paró frente al chiquillo, que, hecho tres dobleces contra el quicio del portalón, se dibujaba bajo un rayo de luna.

La escarcha esmaltaba los adoquines; de la atmósfera, diáfana, plenamente azul descendían frialdades crueles. Un chorrillo de agua, vuelta hielo al tropezarse con el aire, colgaba del caño de la fuente, como un cairel de azúcar cande.

En la noche glacial, sobre el escalón festoneado por la escarcha, dormía el chiquillo con la gorra embutida hasta las narices, las manos ocultas bajo las solapas de su desgarrada chaqueta y una de las piernas doblándose hacia la cruz de los pantalones para encubrir el pie desnudo.

La otra pierna se extendía, mejor dicho, se retorcía contra una muleta que resbalaba desde el borde del escalón al ras de las baldosas.

El transeúnte era piadoso y dio al chiquillo con el pie, mientras murmuraba por entre las pieles del gabán: «¡Esta criatura va a helarse!».

Al puntapié benéfico el montoncillo de harapos y de carne hizo un movimiento, acompañado de un ronquido. A seguida tornó a su quietud. Se hizo menester que el transeúnte, sacando de los bolsillos del gabán las enguantadas manos, sacudiera con fuerza al durmiente, para que éste se desdoblara.

Fueron primeras en el desdoble dos manos huesudas, que subieron hasta la visera de la gorra para alzarla y dejar al libre una carilla pícara, donde relucían dos ojuelos y un hocico de mono. Los ojos guiñaron, el hocico se abrió con estrepitoso bostezo, a cuyos sones el busto se irguió, las piernas se estiraron y la criatura toda concluyó por quedar en pie, apoyándose en la muleta.

—Creí que era un guardia —dijo, luego de mirar de arriba a abajo al transeúnte—.Vaya, menos mal, es un cabayero. ¿Qué desea el señor?...

—Y tú ¿qué haces aquí en noche tan cruda, muchacho?


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Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

El Capuchino

Joaquín Dicenta


Cuento


Llamo celestial a este cuento porque su asunto se desarrolla en el cielo de los católicos, en ese cielo donde, según las descripciones ortodoxas, los ángeles cantan escondidos entre nubes de ópalo y cantan los santos y las vírgenes y los apóstoles (cada grupo desde su nube correspondiente) un himno de alabanzas inacabables al Creador.

En uno de los aposentos más apartados del divino alcázar, celebrábase un juicio de pecadores, juicio presidido por Jesús de Nazaret, el cual tenía a San Juan a la izquierda y a la Virgen a la derecha.

Cristo interrogaba a los pecadores; la Virgen intercedía por ellos, siguiendo los impulsos de su inmensa bondad; y San Juan apuntaba en una pizarra de esmeralda el fallo de su Maestro y el destino que este fallo concedía a los reos.

Los últimos se agrupaban a la izquierda del presidente. Eran autores de pecados leves, y, en clase de tales, libertados por sentencia de la primera instancia celestial del fuego eterno. Tratábase sólo de averiguar en este juicio cuántos años de purgatorio necesitaba extinguir cada uno para entrar en el cielo y poseer el favor celeste y gozar el derecho a vivir cantando desde por la mañana hasta la noche. Era, pues, el de autos, un juicio de faltas.

No obstante ello, los pecadores andaban temerosos en el examen y en la confesión de sus culpas, que aun siendo tan hermoso el porvenir de una bienaventuranza perpetua, no resulta preparación muy grata para realizarlo la de pasarse unos añitos en el purgatorio, socarrándose el alma.

De ahí que los enjuiciados anduviesen acobardadillos y que, a la más insignificante pregunta de Jesús, bajasen los hombres la cabeza, ocultasen las mujeres el rostro entre las manos y temblasen todos con nervioso temblor. Sólo uno de entre ellos permanecía sereno, inmóvil, como seguro de su pureza e inaccesible por consiguiente a las estufas purificadoras del purgatorio.


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3 págs. / 5 minutos / 77 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Epopeya de una Zíngara

Joaquín Dicenta


Cuento


El sol caía a plomo sobre la ancha carretera, uno de esos caminos oficiales de Castilla en cuyas lindes busca inútilmente el viajero un árbol que le preste sombra o un arroyo donde calmar su sed. Campos agostados, planicies incultas, áridos y desiguales montículos, mucha luz en el cielo y poca alegría en la tierra: he aquí el espectáculo ofrecido por aquella naturaleza sedienta, amodorrada, codiciosa de aire y de frescura, en la que el silencio hubiera reinado en absoluto a no ser por alguna que otra banda de codornices, las cuales, alzándose de entre los rastrojos, cruzábanlos presurosamente con un rumor no interrumpido de gritos salvajes y de vigorosos aleteos, levantando una nube de polvo, que se transformaba en lluvia de oro al caer herida por los rayos del sol.

Tarde calurosa de Agosto, que convertía en inhospitalario desierto el camino y los campos que lo circundaban, era aquélla; y perdida en este desierto, sufriendo el bochorno que abrasaba la atmósfera, asfixiándose con el polvo por ella misma levantado al proseguir su rumbo, veíase una pequeña y miserable caravana, que hubiese puesto piedad en los ojos y amargura en el corazón de quien la mirase atentamente; pero los hombres suelen mirar estas cosas sin verlas; para ellas no existen otros ojos ni otro amparo que los de Dios; y hasta Dios suele distraerse muchas veces.

Constituían la caravana una mujer, un burro y tres niños.


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Madroño

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Por una vereda que atravesaba el agostado campo de trigo venían, camino de Madrid, Curro y Madroño, dos amigos inseparables, dos vagabundos curtidos por la intemperie, aparejados por la desgracia y hechos y vivir en trochas, vericuetos y carreteras, sin más compañía que la de Dios, ni otro consejero que su instinto. Pobres desvalidos, errantes, su rumbo lo marcaba la suerte, su comida era preparada por la casualidad y su alojamiento por las exigencias de la estación: en las noches de estío, la pradera verde y el cielo azul; en las de invierno, la covacha obscura y el haz de ramas secas abrazándose en el fondo de un agujero irregular: contra el sol, la copa de los árboles; contra la lluvia, las salientes rezumosas de los peñascos. He aquí todos los recursos, todas las comodidades, las preeminencias todas derramadas por el destino sobre aquellos dos compañeros que marchaban por la vereda adelante, a la luz rojiza de un crepúsculo de Agosto.

Habían andado mucho, toda la tarde, bajo los rayos abrasadores del sol, respirando fuego, mascando polvo, sin una gota de agua para su sed ni un momento de reposo para su fatiga: de buena gana se hubieran detenido un rato para respirar cómodamente las primeras ráfagas de aire fresco que les enviaba el crepúsculo, y ofrecer descanso a sus miembros rendidos; pero no era posible; Curro tenía prisa; necesitaba entregar la carta a un escribano de Madrid, y Madroño seguía a Curro, como siempre, obedeciendo sus mandatos, dejándose conducir por él con melancólica pasividad.


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Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

El Nido de Gorriones

Joaquín Dicenta


Cuento


Ancho, huesoso, atlético, con los hombros robustos, las piernas fuertes y el cuerpo encorvado por la edad, era el tío Roque un campesino aragonés que llevaba con energía sus setenta y cinco años y la administración de sus fincas y propiedades, evaluadas por los inteligentes del contorno en ciento cincuenta mil duros; un capital, diariamente vigilado por su dueño, que recorría sus tierras sobre un caballejo de mala muerte para inspeccionar y dirigir la siega en agosto, la vendimia en septiembre, la siembra en invierno, el esquileo del ganado en primavera, la recolección de frutos en otoño, y las múltiples faenas de la agricultura en todo tiempo, sin cuidarse del calor ni del frío, ni del aire, ni de la lluvia; atravesando una atmósfera de fuego cuando el sol abrasaba los campos, y una sábana de hielo, cuando la nieve, cayendo de las nubes, se extendía en forma de mancha monótona desde los más hondos repliegues del valle hasta los más altos picachos de la sierra.

Porque el tío Roque no quería dejar nada a la inspección ajena; la más insignificante semilla pasaba por sus dedos antes de caer en la tierra, aquella tierra suya, completamente suya, a la que amaba con ternuras de abuelo y codicia de amante celoso; tierra de la que no se había separado nunca y de la que parecía hijo, mejor que hijo, producto. A tal extremo se había compenetrado con ella, que era, por su aspecto, parte integrante de ella misma.


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Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Los Melocotones

Joaquín Dicenta


Cuento


Sale el tren mixto de Calatayud y emprende el camino de Zaragoza con lento caminar de bestia de carga. Chirrían antipáticamente los ejes sin escrupulosidad engrasados, vomita humo negro la chimenea de la máquina, escúchanse en los vagones de mercancías cacareos de gallinas, balidos de corderos, relinchos de caballos; los coches de primera van llenos de aire y polvo, los de segunda y tercera de gente alegre y decidora. El cierzo del Moncayo golpea con sus alas de nieve ventanillas y portezuelas, y el campo aragonés se extiende como una inmensa alfombra verde a uno y otro lado de los raíles. Uno de los coches de tercera va ocupado en su mayor parte por labradores; pues excepción hecha de un cura y un sujeto que por las trazas debe ser médico o boticario de algún pueblo próximo, los viajeros restantes visten el clásico calzón, la morada faja, la obscura chaquetilla y el embotonado chaleco, y calzan sus pies con las alpargatas de cinta y cubren la cabeza con el pañuelo de colores. Sólo un asiento queda libre, vamos, libre de persona ocupante, porque lo usufructúa un cesto de melocotones sobre el cual apoya uno de sus brazos el más perfecto tipo de baturro que parió la tierra. Alto, huesoso, con la nariz corva, saliente la barba y los ojos vivos y tenaces, viaja mi hombre con el cuerpo recostado en el respaldo de madera, una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro de papel, grueso como un puro, entre los dientes negros y desiguales; frente a él va otro labriego de cara gruesa, abultado estómago y linfático aspecto, que dormita al arrullo del eje, cacareos, balidos, relinchos y conversaciones dando cabezadas mayúsculas.

En la estación inmediata a Calatayud se abre la portezuela del coche y entra un individuo de porte entre señoril y campesino.

—Buenos días —dice el recién llegado.

—Buenos días —le contestan los viajeros del vagón.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Desdicha de Juan

Joaquín Dicenta


Cuento


Con las manos en el bolsillo del pantalón, el cabello fosco, erizada la barba y los ojos brillantes, paseaba Juan por el jardín del manicomio, y en él divertía las horas, sin que un recuerdo del pasado viniese a conmover su memoria, sin que una ráfaga de razón ventilase la desconcertada máquina de su cerebro.

¿Cómo se volvió loco? ¿Por qué causa?... Nadie lo supo. Una tarde, aquel obrero que sabía leer y escribir, que ganaba ocho reales diarios la mitad del año, y se moría de hambre la otra mitad, teniendo delante de su miseria dos hijos pequeños, y dentro de su corazón la imagen de una pobre muerta, que le quiso con toda su alma; una tarde, aquel hombre salió a la calle alegre, satisfecho, tan orgulloso de sus harapos como un príncipe de su corona, y dijo a cuantos se tomaron la molestia de oírle, que era grande, omnipotente, igual a Dios; que disponía a su antojo de todas las riquezas humanas, que a un gesto, a una orden suya, modificaríanse en absoluto las leyes por que se rige el Universo y que le bastaba extender un dedo para que la tierra cambiase de forma, de esencia y de substancia.

¡Pedid cuanto se os antoje, os lo otorgo! —dijo a los vecinos que le escuchaban. —Pedid; esta es la hora de las mercedes.

Los vecinos, al oír semejantes palabras en boca de un hombre que no tenía sobre qué caerse muerto, creyeron que estaba ebrio, le acompañaron con un coro de burlas y dicharachos epigramáticos hasta la puerta de su buhardilla, y le dejaron solo, pensando, colectiva y separadamente, que el pobre Juan renunciaría a su omnipotencia en cuanto roncase la mona.


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Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Libertad

Joaquín Dicenta


Cuento


Gateando por el tronco del árbol subió Manolo hasta las ramas. Una vez en ellas, no sin riesgo de desnucarse, ganó la más alta de todas. Allí, oculto por un cortinón de fragantes y húmedas hojas, estaba el nido que fabricaron dos jilgueros, acolchado con sus plumas para más lujo de las crías.

Aquel nido fue, durante semanas, ansia y desvelo de Manolo. Lo descubrió cuando sólo era canastillo de calientes y barnizados huevos. Había que esperar.

Manolo esperó, vigilando con astuta cachaza el romper de los cascarones; el salir, por la rotura, de los pollos; el brote en ellos del plumón; el fortalecimiento de patitas y de alas. Ni un día dejó de encaramarse al árbol, para contemplar el cestillo donde palpitaban las crías, bien ajenas de que eran presa declarada para aquel conquistador de ojos azules y cabellos rubios, que el aire peinaba en caracoles.

Más ajenos aún de la acechanza vivían los jilgueros padres. Manolo solo en ausencia de ellos visitaba el nidal. A los amaneceres, cuando iba la pareja en busca de arroyos mitigadores de su sed o, al caer el sol, cuando revoloteaba por el lejano peñascal para despedirse del astro, ascendía el rapaz a las ramas y, separando el cortinón de hojas, clavaba sus ojos ladrones en los pollos. Después, echaba tronco abajo, contando mentalmente los días que faltaban para el del enjaule de su presa.

Este día llegó. Fue aquel en que Manolo trepaba por el tronco del árbol, y se encaramaba a la rama última y extendía sus manos hacia el nido donde los pájaros saltaban.

Subió sin precaución alguna, sin ocultarse de los padres que revoloteaban por encima de su cabeza, amenazándole con sus engarfiadas garrillas. ¿A qué las precauciones? Los padres no le podían estorbar; eran débiles para defender a sus hijos. Dentro de poco estarían estos en poder de Manolo.


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Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Pícara Vida

Joaquín Dicenta


Cuento


Siempre fue muy cómodo renegar de la vida y hacer de ella renuncia teórica, maldiciendo los disgustos y penalidades que proporciona.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, como una cosa es llamar a la muerte a voces cuando está lejos, y tenderle amorosamente los brazos cuando se la contempla de cerca.

Tan verdad es esto, que siempre, cuando a las personas que me rodean oigo echar pestes contra la existencia miserable que padecemos los humanos, acude a mi memoria un cuento que mi madre me refería cuando yo era chico, y que puede servir de enseñanza y respuesta a los que piden a todas horas que la muerte venga a librarles de la desdichada vida que sufren.


* * *


En cierto pueblo de Aragón vivían juntos una madre y un hijo.

Era la madre de edad avanzada, muy buena mujer, muy creyente y muy hacendosa a pesar de sus años.

Sólo tenía un defecto: renegar a todas horas de la vida; y era el hijo un clérigo joven, cura del pueblo y hombre de honradas costumbres e intachable conducta.

—¡Dios mío! —decía la madre siempre que encontraba ocasión para ello, y la encontraba a cualquier hora—. ¡Dios mío, haz a mi hijo feliz, conserva su existencia preciosa y no me proporciones el pesar horrible de verle morir, de llevarlo contigo antes que yo muera! Que viva él que es joven, que puede hacer tanto en tu divino servicio. ¡Que viva él!… A mí, señor, a esta pobre vieja que sólo sinsabores y penas ha sufrido en el mundo, llévame ya de él, concédame tu misericordia el descanso que ardientemente solicito. La vida es para mí carga pesada; la muerte fiera, descanso, y yo la recibiría con los brazos abiertos. Venga la muerte para mí: la recibiré como un bien.


* * *


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

23456