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El Odio

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Su nombre andaba de boca en boca, como la carne del jabalí en los dientes de la trabilla, destrozado, mordido, hecho tiras, chorreando sangre. Su primer triunfo fue la señal para emprender aquella batida cobarde, con la que se trataba de cortar el paso a una reputación naciente. Chasco se llevan los que calentando su espíritu y mortificando su cerebro con la esperanza del primer aplauso, imaginan que, una vez logrado éste, termina el vía-crucis y pueden seguir su camino por sendas fáciles, por carriles seguros, que hacen el viaje cómodo y la llegada pronta. Más se estrecha el sendero cuanto más se adelanta; más áspero es el piso, más enmarañados y espinosos los zarzales que a uno y otro lado del sendero se elevan y hacia él se extienden y en su centro se unen; muralla movediza y punzante que hay que salvar a pecho descubierto, sin volver la cabeza, disimulando el dolor, gritando hacia adentro, llorando hacia adentro también, con el pie firme, la frente alta y los ojos en el porvenir...

¡Qué remedio!... Algo ha de costar romper el dique de las vulgaridades consagradas, rebasar el nivel de las medianías, salirse de la recua... Mujer hermosa y hombre superior que no cuentan con la calumnia y con la envidia, no echan sus cuentas bien. Ocurre con esto lo que con el sarampión: hay que pasarlo.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 49 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Un Idilio en una Jaula

Joaquín Dicenta


Cuento


Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero materialote y soez, insolente como una onza y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.

La boda fué uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.

—«Toma su belleza y abre tu bolsa» —dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos de el adinerado traficante.

Aquel abrazo tronchó la existencia de la joven, como troncha, la mano grosera del patán, una flor delicada, y Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.

Se iba muriendo y, avara de encontrar algo bello, armonioso y dulce en derredor suyo, tenía en su gabinete una pajarera, y se pasaba las horas muertas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.

¡Cuánto quería a sus compañeros de esclavitud aquella mujer!


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 75 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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3 págs. / 5 minutos / 21 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Los Dulces de la Boda

Joaquín Dicenta


Cuento


Ellos hubieran querido que la boda fuese aquel mismo día; pero necesitaban esperar al día siguiente, un domingo de enero, más hermoso para los novios, con sus esperanzas y sus promesas, que todos los domingos de mayo, con sus flores y con sus perfumes.

¡Qué remedio! No era cosa de perder un día de trabajo en casarse… ¡Así que no andaban necesitados de ganar un jornal, para desperdiciarlo, aun tratándose de la dicha! Y luego, que habían hecho un gasto enorme; su fondo de ahorros estaba completamente exhausto; el arreglo de un hogar nuevo se traga una fortuna. Cuatro años de privaciones y de fatigas les fueron precisos a Moncho y a Teresa para constituir el suyo.

Durante aquel tiempo, ni Moncho bebió un vaso de vino, ni Teresa compró una cinta de seda para adornarse el moño. Uno y otro vivieron como dos avaros, escatimando un céntimo de este lado, un real del otro, una peseta de más allá; pero al fin tocaban el límite de sus ambiciones; ya tenían puesta su casa; ¡y qué casa!, daba gozo mirarla.

Un albañil le había lavado la cara, y era de verla, coquetona y humilde, apoyada sobre una roca, dorada por el sol, saludada por el mar, que la acariciaba con risas de espuma, y curioseada por las gaviotas de la costa, que no pasaban una vez siquiera por delante de ella sin prorrumpir en graznidos envidiosos, como si quisieran decirse:

«¡Pero qué felices van a ser esos pícaros!».

Esto por lo que tocaba al exterior de la vivienda. Del resto no se diga: Teresa estaba segura de que no existía en el pueblo otra más limpia y aseada; y con todos sus menesteres.


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9 págs. / 16 minutos / 27 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

De la Última Hornada

Joaquín Dicenta


Cuento


—No le quepa a usted duda; el secreto de la vida está en divertirse y solo en divertirse, sin descuidar, por supuesto, lo que a nuestras comodidades y a nuestro porvenir se refiere.

Así se expresaba un joven de veintidós a veintitrés años, asiduo concurrente a cierto café donde asisto yo todas las tardes, como quien asiste a una cátedra; porque si el café constituye en la mayoría de los casos un centro de holganza y un congreso de maldicientes, puede también resultar, para quien sabe utilizarlo, un observatorio de hombres como otro cualquiera.

Aquel joven era y sigue siendo mi contertulio de mesa; yo me complazco en escucharle porque representa de hecho y de derecho a la última hornada de nuestra juventud y, ¡qué demonio!, bien vale la pena de perder un par de horas averiguando cómo razonan y cómo discurren los que a vuelta de algunos años han de influir en los destinos de la patria con el esfuerzo de sus músculos o con los productos de su inteligencia.


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4 págs. / 8 minutos / 19 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Todo en Nada

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Me fue referida la historia, entre sorbo y sorbo de café, por aquel joven de veintiocho años que, mientras la contaba, tuvo palideces en el rostro, -temblor en los dedos y en los párpados lágrimas. Cayeron algunas en el café; quizás le hicieran beneficio, porque mi amigo, distraído con el relato de sus penas, había cargado la mano en el azúcar.

Pedro -así se llama el protagonista de la historia- pertenece a una familia, si abundante en número, en caudales escasa. Murió el padre de Pedro al cumplir éste catorce años, dejando a la viuda una pensión humilde y, con ella, la carga de seis hijos, entre hembras y varones; de éstos era Pedro el mayor.

En los estudios preparatorios para la carrera ingenieril, andaba el muchacho, cuando la desgracia ocurrió. Fuerza fue dejar los estudios, que para tan largo y costoso aprendizaje no había en la casa posibles.

Entró el mozo, como escribiente, en las oficinas de un amigo del muerto; aprendió en sus ocios, robando al sueño, horas, un par de idiomas, con más la teneduría de libros; a los diez y ocho años, con el sueldo del escritorio el producto de las lecciones que su diligencia encontrara, y algunos eventuales ingresos, que su ingenio honradamente conseguía, era Pedro sostén y mantenencia de los suyos.

Con decorosa tranquilidad, iba la anciana hacia la muerte con modestia, pero sin privaciones, los huérfanos hacia la vida; todo por obra del mancebo, puntal único de aquel hogar desamparado.

Claro que, para llevar a término la obra, imponía Pedro a su juventud privaciones mayúsculas.


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11 págs. / 19 minutos / 83 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Epopeya de una Zíngara

Joaquín Dicenta


Cuento


El sol caía a plomo sobre la ancha carretera, uno de esos caminos oficiales de Castilla en cuyas lindes busca inútilmente el viajero un árbol que le preste sombra o un arroyo donde calmar su sed. Campos agostados, planicies incultas, áridos y desiguales montículos, mucha luz en el cielo y poca alegría en la tierra: he aquí el espectáculo ofrecido por aquella naturaleza sedienta, amodorrada, codiciosa de aire y de frescura, en la que el silencio hubiera reinado en absoluto a no ser por alguna que otra banda de codornices, las cuales, alzándose de entre los rastrojos, cruzábanlos presurosamente con un rumor no interrumpido de gritos salvajes y de vigorosos aleteos, levantando una nube de polvo, que se transformaba en lluvia de oro al caer herida por los rayos del sol.

Tarde calurosa de Agosto, que convertía en inhospitalario desierto el camino y los campos que lo circundaban, era aquélla; y perdida en este desierto, sufriendo el bochorno que abrasaba la atmósfera, asfixiándose con el polvo por ella misma levantado al proseguir su rumbo, veíase una pequeña y miserable caravana, que hubiese puesto piedad en los ojos y amargura en el corazón de quien la mirase atentamente; pero los hombres suelen mirar estas cosas sin verlas; para ellas no existen otros ojos ni otro amparo que los de Dios; y hasta Dios suele distraerse muchas veces.

Constituían la caravana una mujer, un burro y tres niños.


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4 págs. / 8 minutos / 70 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Estrellita del Alba

Joaquín Dicenta


Novela corta


I

Estrellita del Alba. Por este nombre la llamaban los trianeros. La espartería de su padre era, mejor que una espartería, una colmena, según la de zánganos que rondaban sus alrededores. Y eso que el zeñó Curro Piques tenía mal carácter y aun con sus cincuenta y ocho sobre las costillas, poníase, cuando le hurgaban, en actitud de rompérselas al más guapo.

Ni el zeñó Carro Piques, ni los tres hijos suyos, chalanes de ocupación y raza, tenían los aguantes largos y el vino cariñoso. Pero la niña era un primor; y los gitanillos y no gitanillos del barrio, sin contar el sevillano señorío, galleaban por el frontis de la espartería, al fin un si es no es astronómico, de ver cuándo y cómo se hacía luz la Estrellita del Alba.

El zeñó Curro llevaba dibujado el mapa de España sobre las plantas de los pies, y guardaba en sus tobillos y muñecas señales de toda la brazaletería carcelaria.

Hizo lo suyo por caminos, montes y ciudades. Visitó Ceuta, el Peñón, Melilla, Chafarinas..., y a los cincuenta de su edad, cansado de tourismos, y con buen golpe de onzas entre los pliegues de la faja, acogiose con la Deslumbres, su mujer, y cuatro chorreles de ella habidos, a la faraónica Cava, resucito a vivir en paz absoluta, primero con la Guardia civil: después, por lo que pudiese tronar allí arriba, con Dios.

Alquiló a su objeto una casa con puerta a la calle y portón al campo. «Zolo el Eutarpe zabe lo que pué ocurrir en er mundo» —decía el zeñó Curro.


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31 págs. / 55 minutos / 166 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Entre Sorbo y Sorbo

Joaquín Dicenta


Cuento


Discutíamos mano a mano. ¿De qué? De lo que pueden discutir cuando no riñen o se aburren, una mujer fácil y bonita y un hombre, joven todavía, luego de un almuerzo en que ni escasearon las viandas ni faltaron los vinos. De amor hablábamos: de ese amor que está al alcance de todos los corazones y de todos los seres humanos, porque se detiene en la superficie del sentimiento, y busca, como principalísimo premio, goces rápidos e impresiones picantes. No discutiendo amores, porque antes dije mal: mostaceando deleites futuros, estábamos Eugenia y yo en el elegante comedor de la casa, bebiendo deseos el uno en los ojos del otro, y apurando a sorbos lentos y abundantes, sendas copas de vino de Champagne.

Era Eugenia una deliciosísima criatura.

La Naturaleza, maestra admirable cuando para atención en sus obras, la había modelado irreprochablemente para los objetos a que debía servir en el mundo. Esbelta, fuerte, blanca de piel, con el pelo y los ojos tan negros como encendidos los labios y blancos los dientes, con el cuerpo tan pronto a las languideces súbitas y a los súbitos encrespamientos del deleite, como la boca a la risa y los labios al beso; resultaba una compañera insustituible para un viaje de amor, para un viaje corto, se entiende, no hablo del viaje de la vida.

Ella y yo habíamos emprendido ese viaje corto, almorzando juntos y haciendo la primera parada formal en los postres, mientras el Champagne fermentaba en las copas y el café hervía en su recipiente de acero.

—Mira, para el café —dijo Eugenia—, voy a traerte una botellita de Chartreusse, un Chartreusse especial (regalo del conde); tomaremos un par de copas y… ¡a vivir!


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2 págs. / 3 minutos / 50 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Adiós

Joaquín Dicenta


Cuento


Al fin pude verla asomada a la ventanilla y dirigiendo sus ojos en mi busca, mientras la máquina avanzaba con lentitud majestuosa por el andén, arrastrando los vagones, que sacudían con intermitente chirrido sus músculos de hierro.


Voy al convento de X…; pasaré por ahí; sal a esperarme y nos daremos el último adiós.


Esta carta, la primera noticia que recibía después de cuatro años de la compañera de mi infancia, de la que compartió conmigo los juegos tumultuosos de la niñez, me hizo acudir a la estación más entristecido que alegre; y mi tristeza subió de punto cuando, al estrechar entre mis manos las suyas, contemplé su rostro hermoso, pero impasible y frío, como los de esas estatuas del Renacimiento que retratan a un tiempo la belleza y la muerte.

Era ella; pero ¡qué diferencia tan grande existía entre aquel rostro alegre, lleno de vida y de expresión, que yo miraba como una aurora en los comienzos de mi juventud, y el rostro que se me ofrecía entonces, arrebujado en una toquilla oscura! Los ojos grandes y negros, donde brillaran antes todas las pasiones y todos los deseos, miraban con triste y monótona indiferencia; sus labios, abiertos siempre por una sonrisa juguetona y fresca, ostentaban un pliegue sombrío; las curvas de su garganta y de sus mejillas tendían a convertirse en líneas angulosas. Era otra mujer; más que ella misma, resultaba un recuerdo borroso de su propia imagen.

—¿Qué es esto? —le dije.

—Que abandono la aldea y voy a meterme en un convento.

—¿En un convento?


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 33 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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