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La Viuda del Grande Hombre

Joaquín Dicenta


Cuento


Así la llamábamos todos. Ni el Juzgado municipal, ni el cura, intervinieron en la unión de la gran mujer y el gran artista. No les hizo falta; ella tenía sobrada hermosura y él sobrado entendimiento para burlarse de rutinas y gritar, encarándose con el mundo: «Hacemos lo que nos da la gana. Habla tú lo que te dé la gana también».

Los artistas jóvenes de aquella época teníamos aún la pícara costumbre de admirar y de respetar a nuestros antecesores: costumbre que hoy, afortunadamente para el progreso del arte, de la independencia y de la vanidad va desapareciendo en España. Admirábamos, respetábamos a los viejos ilustres y como a ningún otro al poeta insigne que remozaba sus cincuenta años y sus blancos cabellos con el mirar de sus ojos vivos, con el sonreír de su boca alegre y con sus partos de producciones cada vez más apasionadas y viriles.

Entre los admiradores del maestro, figuraba como uno de los primeros yo. El poeta me favorecía con su amistad; rara era la noche en que no acudía a su casa para deleitarme con los donaires de su conversación o recoger las primicias de sus poemas.

Declaro, honrada y lealmente, que la belleza de Margarita no entraba por nada en mi asiduidad. Ni sentí por ella otros deseos que los inconscientes, propios a mi condición de macho, ni ella me hubiera permitido sentirlos tampoco.

Margarita adoraba al maestro; y, no obstante la diferencia de edad —ella tenía veinticinco años—, hubiera sido difícil hallar compañera más enamorada y más fiel de un hombre; aun entre las que pasan por el Juzgado municipal y reciben la bendición de un cura.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 12 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Los Melocotones

Joaquín Dicenta


Cuento


Sale el tren mixto de Calatayud y emprende el camino de Zaragoza con lento caminar de bestia de carga. Chirrían antipáticamente los ejes sin escrupulosidad engrasados, vomita humo negro la chimenea de la máquina, escúchanse en los vagones de mercancías cacareos de gallinas, balidos de corderos, relinchos de caballos; los coches de primera van llenos de aire y polvo, los de segunda y tercera de gente alegre y decidora. El cierzo del Moncayo golpea con sus alas de nieve ventanillas y portezuelas, y el campo aragonés se extiende como una inmensa alfombra verde a uno y otro lado de los raíles. Uno de los coches de tercera va ocupado en su mayor parte por labradores; pues excepción hecha de un cura y un sujeto que por las trazas debe ser médico o boticario de algún pueblo próximo, los viajeros restantes visten el clásico calzón, la morada faja, la obscura chaquetilla y el embotonado chaleco, y calzan sus pies con las alpargatas de cinta y cubren la cabeza con el pañuelo de colores. Sólo un asiento queda libre, vamos, libre de persona ocupante, porque lo usufructúa un cesto de melocotones sobre el cual apoya uno de sus brazos el más perfecto tipo de baturro que parió la tierra. Alto, huesoso, con la nariz corva, saliente la barba y los ojos vivos y tenaces, viaja mi hombre con el cuerpo recostado en el respaldo de madera, una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro de papel, grueso como un puro, entre los dientes negros y desiguales; frente a él va otro labriego de cara gruesa, abultado estómago y linfático aspecto, que dormita al arrullo del eje, cacareos, balidos, relinchos y conversaciones dando cabezadas mayúsculas.

En la estación inmediata a Calatayud se abre la portezuela del coche y entra un individuo de porte entre señoril y campesino.

—Buenos días —dice el recién llegado.

—Buenos días —le contestan los viajeros del vagón.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 60 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Nochebuena

Joaquín Dicenta


Cuento


Conque hay que volverse atrás. Tú, Carmen, nos esperas a las doce en punto en tu casa. Procura estar acompañada de dos o tres amigas; yo iré con otros tantos muchachos de buen humor. ¡Qué demonio, pasaremos juntos la Nochebuena!

—Te advierto que la vieja está mala.

—¿Y eso qué importa?

Tales palabras se cruzaban, hace cuatro navidades próximamente, entre Carmen, hermosa criatura de diecinueve años, que llevaba dos rodando por los cafés y por las calles de Madrid con el mantón sobre los hombros y el pañuelo de seda sobre la cabeza; y Antonio, un estudiante de medicina, tan poco aficionado a los goces de la familia, como amigo de divertirse y de gastar alegremente el dinero que le mandaban sus padres para matrículas y otras atenciones de la carrera.

—¿Qué tiene tu madre? —preguntó Antonio a la muchacha.

—No sé. Hace unos días se metió en la cama, con dolor de costado, y sigue mala y tose mucho, y dice que le falta la respiración.

—¡Bah! no te apures; eso es un catarro. Mira, tú lo preparas todo; yo encargaré la cena. Tendremos manzanilla, champagne, cognac, y luego te daré diez duros para un par de botas.

—Bueno. Cuenta conmigo. Y gracias por los duros; ¡precisamente no hay en casa un ochavo!

—Ahí va eso hasta la noche.

Y Antonio puso en la mano de la joven un billete de cinco duros.

—Adiós —dijo ésta.

—Hasta luego —le contestó él; y se alejó silbando un aria de zarzuela, por la calle de Alcalá abajo, mientras Carmen se metía por la de Peligros, moviendo sus caderas, sobre las cuales se mecía un mantón de ocho puntas y exclamando en voz baja:

—¡Vaya! Con estos cinco duros, podré comprar la medicina y encender la lumbre. ¡Buena falta le hacían a aquella pobre las dos cosas!

* * *


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 90 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 17 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

¡Redención!...

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Todo fueron murmuraciones en los comienzos de su arribo á la población marinera.

¿Quién sería el desconocido, aquel buen mozo de treinta y cinco años que había comprado la finca de El Parral, instalándola con un fausto que no igualaban, ni con mucho, las de los ricachos en diez leguas á la redonda?

Dos meses anduvieron albañiles, carpinteros, tapiceros, fontaneros, pintores y marmolistas, limpiando, arreglando, decorando, higienizando la vivienda, hasta dejarla que no la reconocería su edificador.

Tocóles después á jardineros y hortelanos. Una gran estufa se construyó al fondo del jardín. De cristalería era con ventanales automáticos y juegos dobles de persianas. Á ella fueron llegando, como á congreso mundial de botánica, las más raras plantas de todos los países; las que en los trópicos arraigan, á temperatura de cuarenta y cinco y más grados, y las que brotan inmediatas á la región polar: las que se crían en húmedos y sombríos abismos y las que florecen en remontadas cimas.

Para cada una hubo en la estufa un conveniente lugar. Cámaras frigoríficas para las plantas que verdean entre la nieve; calefacción para las necesitadas de altas temperaturas; humedades fungosas para las precisadas de ellas; atmósferas enrarecidas para las hijas de las cumbres. Cada zona de aquel muestrario aparecía sabia y totalmente apartada de la otra; pero todas juntas se mostraban de golpe á la admiración del curioso por cristales de tan pura diafanidad, que era menester tactearlos si no quería confundírselos con las transparencias del aire.


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Dominio público
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 98 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Una Mujer de Mundo

Joaquín Dicenta


Cuento


En pie sobre el asiento del landeau hallábase el conde, siguiendo, anteojo en mano, las peripecias de la carrera, el galope vertiginoso de los caballos y los movimientos de los jockeys, que, describiendo en el aire curvas rápidas con el extremo de sus látigos, recogido el cuerpo, calada la gorra y hundidas las espuelas en los ijares de sus cabalgaduras, avanzaban por la pista adelante, persiguiéndose, desafiándose, estimulándose, estorbándose el paso, maniobrando habilidosamente para ganar la cuerda, y formando vistoso grupo, en el cual se destacaban sus elegantes blusas de colores, hinchadas por el viento y abrillantadas por el sol. Y mientras seguía el combate, y la multitud, escalonada en los desmontes y vericuetos que circuyen el Hipódromo, animaba á los luchadores con gritos roncos y salvajes; mientras en las tribunas se hacían apuestas y en los fondines improvisados sobre la superficie pantanosa del recinto, preparaban los mozos fuentes de emparedados y botellas de manzanilla, y damas y caballeros lujosamente puestos charlaban en los carruajes, y el conde perseguía desde el suyo, con ansias de jugador y de sportman, las evoluciones de su caballo favorito, la condosa, dirigiéndose a Enrique, á aquel mozo de dieciocho años que, parado á muy corta distancia de ella, acababa de pedirla una cita amorosa por medio de una tarjeta arrojada con juvenil descaro encima de la cubierta del landeau, le dijo en voz baja, enloqueciéndolo á la vez con su acento y con la mirada de sus ojos grandes y burlones: «Al que algo quiere, algo le cuesta.»


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 37 visitas.

Publicado el 3 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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