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autor: Joaquín Dicenta editor: Edu Robsy


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Conjunciones

Joaquín Dicenta


Cuento


Las últimas notas de la orquesta acababan de perderse en el aire, y aún seguía su recuerdo acariciando voluptuosamente los oídos del público, como siguen acariciando el oído del amante, muchas horas después de pronunciadas, las frases de la mujer origen de su amor.

Había terminado el espectáculo, y la Marquesa, levantándose del asiento que antes ocupara, se dirigió hacia el fondo del palco y allí permaneció en pie unos instantes, sin aceptar el abrigo de pieles que le ofrecía su marido, como si quisiera poner de manifiesto ante los ojos de éste y ante los de Jorge (su más asiduo contertulio), todos los maravillosos encantos de su cuerpo; sus hombros redondos, su pecho alto, y bien contorneado, que se desvanecía formando deliciosa curva entre los encantos del corpiño de seda; sus brazos desnudos y frescos, su cintura flexible y sus espléndidas caderas, sobre las cuales se ajustaba para perderse luego en mil y mil pliegues caprichosos que apenas descubrían el nacimiento de unos pies primorosamente calzados, el rico vestido, hecho, más que para velarla, para realzar la estatuaria corrección de sus formas.

Los dos la miraban; el marido, el viejo y acaudalado prócer, con la satisfacción pasiva y moderada de la impotencia; el mozo, con la febril inquietud que pone en los ojos el deseo cuando la sangre es joven y la vida palpita en el organismo pletórica de energía y de poder. Ella sonrió satisfecha de aquel triunfo plástico; la sedosa piel del abrigo cayó sobre su espalda desnuda, y sólo quedaron al descubierto sus ojos negros, su nariz correcta, sus labios sensuales y el extremo enguantado de su brazo, que se apoyó en el de Jorge, mientras la Marquesa decía a éste con voz vibrante y acariciadora:

—Usted me acompañará hasta casa; el Marqués tiene una cita en el Ministerio.

—Sí —respondió el anciano.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 117 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Casa Quemada

Joaquín Dicenta


Cuento


I

En Elche la oriental, que triunfa de Efraim con sus palmas, y evoca, por su paisaje y sus costumbres, el Hedjaz de Mahoma, hay un campo, donde los granados arraigan y abren las higueras sus hojas y reprietan los naranjos sus ramas. En Abril se cubren los árboles de flor. Una esmeralda es cada botón en las higueras; una gota de sangre, cada capullo en los granados; cada brote de azahar un copo de nieve. El aire huele a incienso música de amor tañen las ondas de la acequia, nupciales himnos cantan, entre matas y arbustos, los verderones y jilgueros; las hierbas cuchichean lascivamente en los bancales. La luz del sol cae sobre la tierra como una lluvia de oro; la de la luna como un polvo de nácar. Cinturonean los frutales una planicie. De ella arrancan los muros de una casería que el incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negrean. De un boquete, que fue ventana, descuelgan astillas a medio calcinar. Entre ellas se retuerce un clavo. Diríase que este clavo interroga.

Macizos de tierra, extendidos por la planicie y cubiertos de vegetaciones salvajes, hablan de algo que era jardín. Entre dos macizos blanquea la fábrica de un pozo. Una cadena pende de un soporte, cariado por la herrumbre, junto al pozo se yergue una palmera. Su tronco, frontero a la casa, se doblaba bruscamente hacia atrás, como estremecido por una trágica visión. En las noches obscuras, los ojos del búho relampaguean tras las palmeras. Las lechuzas van y vienen chirriando por cima de las ruinas.

—¿Mira usted La casa quemada? —me dijo un labrador.

—Sí —le contesté—. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.

—No es leyenda. Es historia.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 83 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Finca de los Muertos

Joaquín Dicenta


Cuento


Bajando por la puerta de Toledo, poco antes de llegar al puente y a mano izquierda de la carretera, se abre un camino polvoriento, especie de atajo, en cuyas lindes vierte sus aguas una alcantarilla que serpentea con emanaciones de pantano y pujos de arroyo, para lamer cuatro o cinco casucas de agrietadas paredes y ruinoso aspecto. En sus ventanas colúmpianse con churrigueresco desorden, sujetos a una soga y heridos brutalmente por los rayos del sol, multiples harapos de infinitos colores, los cuales son prendas de vestir, aunque no lo parecen; y junto a la puerta charlan y gritan, formando grupos heterogéneos, mujeres de todas edades, con las greñas sueltas, los brazos desnudos y las medias (cuando las tienen) caídas por encima de los tobillos.

Mientras las mujeres platican, sus criaturas, descalzas, medio en cueros, tiznado el rostro y curtida la piel, chapotean entre las aguas, revolviendo y respirando las putrideces estancadas en el fondo de la alcantarilla, y se revuelcan por la húmeda arena y escarban el suelo y traban disputas, que terminan casi siempre a puñetazos.

Los padres de estos chicos, ocupados en un trabajo que comienza con el día y acaba con el día también, no gozan de tiempo para vigilarles. Las madres, entregadas a sus hablillas, a sus rencores y a sus faenas no les hacen caso tampoco, y los niños se desarrollan en absoluta libertad con el raquitismo en la sangre y la ignorancia en el cerebro.

Sin embargo, tan horrible y triste conjunto representa en aquel camino la nota alegre, porque representa la vida, mejor que la vida, la última frontera de la vida humana.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 27 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Un Triunfo Más

Joaquín Dicenta


Cuento


Fue una verdadera desgracia para la condesa el fallecimiento de su marido.

Eran tan felices, formaban tan encantadora pareja, el uno con su bigotillo negro vuelto hacia arriba, sus ojos pardos y asombrados, su talle elegante y su aristocrático monocle, y la otra con sus pupilas azules, sus cabellos rubios, su cutis blanco y fino, su impertinente de concha, que resultaba difícil tropezar con matrimonio más igual en su clase.

Uníales su origen, por línea directa, a familias de rancio y empingorotado abolengo, llevaban cinco o seis títulos nobiliarios a la cola de sus apellidos, y tenían un par de millones de renta entre los dos; a ella la trajeaba la modista más famosa de París; a él el sastre más caro de Londres; ella poseía las mejores joyas de la corte; él los mejores caballos, y ambos un palacio magnífico y dentro del palacio habitaciones separadas.

En punto a cultura, no hay que decir; había visitado las principales capitales y los balnearios más lujosos de Europa; la condesa sabía cuatro idiomas; el conde cinco; de castellano no andaban muy bien; pero ¿para qué lo querían ellos? En el Real, su teatro predilecto, se habla, o mejor dicho, se canta en italiano; sus conversaciones particulares eran un pisto lingüístico, en el cual pisto entraba el castellano de contrabando y vergonzosamente; cuando por casualidad o por compromiso veíanse obligados a asistir a los teatros serios donde se representa en español, sus nociones, aunque rudimentarias, eran suficientes a entender, ya que no comprender, lo que los cómicos decían. En punto a lecturas tampoco echaban de menos el lenguaje patrio, porque la condesa no ojeaba más que la «Mode de París» y alguna novelita, francesa también; y el conde con la revista hípica que le remitían de Inglaterra todas las semanas tenía más que sobrado pasto para su entendimiento; las facultades digestivas de sus cerebros no toleraban otro género de manjares.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 71 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Galerna

Joaquín Dicenta


Novela corta


Capítulo I

Amanece. Violeta pálido es el cielo. Ni la más pequeña nube hay en él. El mar parece lago, que poetizan las gaviotas con el desperezo de sus alas. Por la cumbre de un monte verde, conduce sus vacas el pastor. Chirriante baja una carreta, al pezuñeo cansino de dos bueyes, por los accesos de otro monte. El boyero canta:


«Es la mozuca mía
la mejor moza
que hay desde Castro-Urdiales
hasta Reinosa.»
 

Así, esclavizando a la hermosura de su queredora todo el mujerío montañés, canta su cantar el boyero; y van los ecos del cantar extendiéndose por el espacio en himno de amor, que sube y se pierde hacia los orientes de la luz.

¡Amanecer tibio de Julio, el aire te embellece con el musicar de sus besos sobre las hierbas enjoyecidas por los brillantes del rocío; con su ir y venir sobre las aguas del Cantábrico, que se deshace contra el rocaje en caireles de espuma!... A tus resplandores va contorneándose el pueblecillo pescador.

Las lanchas boniteras negrean encima de la ría; a pliegues apabellónase el velamen al largo de los palos.

Todo es quietud, dulcedumbre en la aldea, en la campiña y en el mar.

A misa de alba repican las campanas del románico templo. Algunas viejas suben por la cuesta que a la iglesia conduce. Son las primeras parroquianas del oficio dominical. El mocerío duerme, aguardando la misa mayor para exhibirse bajo las naves anchurosas, entre sones de órgano y perfumes de incienso.


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Dominio público
34 págs. / 1 hora / 142 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Pícara Vida

Joaquín Dicenta


Cuento


Siempre fue muy cómodo renegar de la vida y hacer de ella renuncia teórica, maldiciendo los disgustos y penalidades que proporciona.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, como una cosa es llamar a la muerte a voces cuando está lejos, y tenderle amorosamente los brazos cuando se la contempla de cerca.

Tan verdad es esto, que siempre, cuando a las personas que me rodean oigo echar pestes contra la existencia miserable que padecemos los humanos, acude a mi memoria un cuento que mi madre me refería cuando yo era chico, y que puede servir de enseñanza y respuesta a los que piden a todas horas que la muerte venga a librarles de la desdichada vida que sufren.


* * *


En cierto pueblo de Aragón vivían juntos una madre y un hijo.

Era la madre de edad avanzada, muy buena mujer, muy creyente y muy hacendosa a pesar de sus años.

Sólo tenía un defecto: renegar a todas horas de la vida; y era el hijo un clérigo joven, cura del pueblo y hombre de honradas costumbres e intachable conducta.

—¡Dios mío! —decía la madre siempre que encontraba ocasión para ello, y la encontraba a cualquier hora—. ¡Dios mío, haz a mi hijo feliz, conserva su existencia preciosa y no me proporciones el pesar horrible de verle morir, de llevarlo contigo antes que yo muera! Que viva él que es joven, que puede hacer tanto en tu divino servicio. ¡Que viva él!… A mí, señor, a esta pobre vieja que sólo sinsabores y penas ha sufrido en el mundo, llévame ya de él, concédame tu misericordia el descanso que ardientemente solicito. La vida es para mí carga pesada; la muerte fiera, descanso, y yo la recibiría con los brazos abiertos. Venga la muerte para mí: la recibiré como un bien.


* * *


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 56 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Pa Mí que Nieva…!

Joaquín Dicenta


Cuento


Mirábase reproducido en el ancho espejo colocado sobre el lujoso tocador de la fonda, y aún dudaba si sería él.

¡Cómo!, aquel señor, que se levantaba de dormir en colchones de pluma, entre sábanas de hilo y colchas de seda, aquel hombre de cuarenta y cinco años, vestido por fuera y por dentro como un banquero o como un príncipe, aquel caballero afeitado, perfumado, estirado, limpio, ¿era él, Pepillo, el Pepillo de antes?… ¡Vaya que no!… Seguramente soñaba y no tardaría en despertarle de su sueño la bota de un guardia de orden público. Estaba hecho a semejantes despertadores desde su infancia. Sólo le sorprendía el retraso. ¡A que se habían olvidado de dar cuerda a los despertadores en la prevención del distrito!…

Así discurría Pepe por lo bajo, intercalando su discurso con sonrisas alegres y gestos de satisfacción. A fe que tenía motivos para estar contento. ¡Volver a Madrid al cabo de veintiséis años; instalarse en el hotel de Roma y verse asistido por tres o cuatro sirvientes que lucían frac, corbata blanca y bota de charol! ¡Coche para el paseo, palco en el teatro y cheques por valor de tres millones en la cartera!… Y no era sueño; era la realidad indiscutible.

¿Cómo el granujilla, el golfo, el vendedor de periódicos, el que tuvo por lecho el quicio de las puertas y los bancos del Prado, el que se lavaba en el pilón de Neptuno y comía en la taberna de la Liendres, llegó a tan empingorotada posición social? Pues como ocurren estas cosas. Con ayuda de la suerte, del trabajo, de la intrepidez y de la constancia.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 55 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Idilio de la Noche

Joaquín Dicenta


Cuento


Al finalizar aquel crepúsculo de fuego durante el cual el sol, convertido en inmensa hoguera, arrojaba sobre el horizonte llamaradas de luz y teñía de rojo las fachadas de los edificios, las ramas de los árboles y la hierba de los paseos, anchas nubes de color gris se extendieron por el espacio, aumentando el bochorno, haciendo más sofocante la temperatura, como si en ellas se condensaran y fundieran el vaho caliente que salía de la tierra abrasada y el humo del incendio que amenazaba consumir el infinito. Vino la noche y dijérase que aún no se había puesto el sol, que aún no se había extinguido la enorme hoguera, que después de arrasarlo todo con sus llamas, de convertirse en montón de brasas cubiertas por las cenizas de la catástrofe, ardía en un rincón del cielo a manera de humeante rescoldo que no acaba de extinguirse nunca, y daba señales de existencia rasgando las nubes con relámpagos cárdenos y con trepidaciones sordas.

Así fueron pasando las horas y llegaron las primeras de la madrugada, sin que una ráfaga de aire puro viniese a refrescar la tierra, a sacudir las hojas inmóviles de los árboles, a introducirse en el fondo obscuro de las casas dormidas, que abrían de par en par, para recoger el oxígeno de la atmósfera, sus anchas bocas de madera y de vidrio. Era aquel un amodorramiento sombrío, una quietud de asfixia, el sueño profundo de una ciudad aletargada por el calor y rendida por el cansancio.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 51 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Pasaporte Amarillo

Joaquín Dicenta


Cuento


I

La Judería es, en esta noche, museo de alabastros. Cayó en ella la nieve, y congelándose después; ha realizado el prodigio. Gracias a la nieve parece el barrio miserable, iluminado por la luna, un capricho arquitectónico de gnomos. Los cristales del hielo relumbran como piedras preciosas.

Por encima de esos cristales resbala, con homicida cuchicheo, el viento de la estepa. Refugiado en el quicio de un portalón, próximo a la casa de Isaac, aúlla un perro la muerte.

La familia del anciano judío se agrupa en torno del hogar.

Previamente se mojaron los troncos para que ardiesen muy despacio; las mujeres espolvorean con ceniza las ascuas, a fin de que duren más tiempo. Apenas llamea la leña humedecida, y sus llamas son anémicas, intermitentes. Cuando se desprenden del tronco y flotan por la chimenea, parecen fuegos fatuos. El humo que asciende a la campana dibuja sobre sus paredes frases jeroglíficas.

—Por todos se queja—murmura tristemente el viejo, oyendo a un leño chasquear.¡Suerte cruel la de nuestra raza—prosigue— en esta Rusia, donde Jehová dispuso que naciéramos!

Isaac deja ir contra el pecho su cabeza de blancas y despeinadas barbas, de pelo que se eriza, a mechones, bajo un casquete renegrido; sus labios se contraen, irónicos, contra unas encías desprovistas de dientes; su gran nariz tiembla por las fosas y sus ojillos relampaguean entre las arrugas de los párpados.

—¡El Padre!...— exclama, tras una pausa que nadie se atreve a interrumpir.—Con tal nombre designan, designamos al zar sus súbditos. ¡Padre quien nos expolia, por mano de sus agentes administrativos, y por mano de sus agentes policíacos, esgrime sobre nuestras carnes el knout!...


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Dominio público
19 págs. / 34 minutos / 74 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Libertad

Joaquín Dicenta


Cuento


Gateando por el tronco del árbol subió Manolo hasta las ramas. Una vez en ellas, no sin riesgo de desnucarse, ganó la más alta de todas. Allí, oculto por un cortinón de fragantes y húmedas hojas, estaba el nido que fabricaron dos jilgueros, acolchado con sus plumas para más lujo de las crías.

Aquel nido fue, durante semanas, ansia y desvelo de Manolo. Lo descubrió cuando sólo era canastillo de calientes y barnizados huevos. Había que esperar.

Manolo esperó, vigilando con astuta cachaza el romper de los cascarones; el salir, por la rotura, de los pollos; el brote en ellos del plumón; el fortalecimiento de patitas y de alas. Ni un día dejó de encaramarse al árbol, para contemplar el cestillo donde palpitaban las crías, bien ajenas de que eran presa declarada para aquel conquistador de ojos azules y cabellos rubios, que el aire peinaba en caracoles.

Más ajenos aún de la acechanza vivían los jilgueros padres. Manolo solo en ausencia de ellos visitaba el nidal. A los amaneceres, cuando iba la pareja en busca de arroyos mitigadores de su sed o, al caer el sol, cuando revoloteaba por el lejano peñascal para despedirse del astro, ascendía el rapaz a las ramas y, separando el cortinón de hojas, clavaba sus ojos ladrones en los pollos. Después, echaba tronco abajo, contando mentalmente los días que faltaban para el del enjaule de su presa.

Este día llegó. Fue aquel en que Manolo trepaba por el tronco del árbol, y se encaramaba a la rama última y extendía sus manos hacia el nido donde los pájaros saltaban.

Subió sin precaución alguna, sin ocultarse de los padres que revoloteaban por encima de su cabeza, amenazándole con sus engarfiadas garrillas. ¿A qué las precauciones? Los padres no le podían estorbar; eran débiles para defender a sus hijos. Dentro de poco estarían estos en poder de Manolo.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 66 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

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