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A Treinta Años Fecha

Joaquín Dicenta


Cuento


Era una chiquilla encantadora, morena y andaluza, con la agravante de ser perchelera y de tener más sal en su cuerpo y en su lenguaje que todos los boquerones de Málaga. Tenía veintidós años; yo veinte.

La primera vez que la vi asomarse al balcón de su casa, una casita frontera a la mía, se me cayeron los palos del sombrajo, como dicen en la tierra de ella. ¡Vaya una moza!… grité, sin enterarme de que gritaba; y me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca más abierta que los ojos y la cara del más perfecto imbécil que puedan mis lectores imaginarse. Claro, que la muchacha se dio cuenta de lo que ocurría; ¡así que las mujeres son tontas!… Guiñó los ojos; soltó la carcajada; dio un retemblío de caderas y se metió en su cuarto balanceando el cuerpo y dejando sin cerrar balcón, para que yo siguiera llenándome de su persona.

Así empezó la cosa, que no se hizo entretener mucho para llegar al apetecido desenlace. Moza ella, mozo yo; la moza sin ser una virtud y el mozo sin pecar de tímido, ¿qué iba a ocurrir?… Pues… nada; es decir, todo.

Anita había venido de Málaga con una apreciable señora, comerciante en carne viva; pero se cansó muy pronto de trabajar por cuenta ajena y se dedicó a hacerlo por la propia. Ni su desparpajo necesitaba andadores, ni su hermosura intermediarios.

Tal fue el principio de su etapa madrileña.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 105 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Aficionado

Joaquín Dicenta


Cuento


Don Braulio Quiroga era, y seguirá siéndolo positivamente, el hombre más feliz del mundo. Rico, gordo, linfático, casado con una malagueña hermosísima, aficionado a los toros y tonto. ¿Qué mayor mina de felicidades?

Retirado del comercio donde hizo un modesto, pero seguro capital, del que sabía extraer intereses cuantiosos por el fácil y noble método de la usura, habitaba, juntamente con su graciosa cónyuge, un entresuelito situado en un barrio céntrico de Madrid.

Por las mañanas, podía vérsele en su despacho, ocupando, frente a la mesa de escritorio, cómodo sillón de gutapercha, vestido el cuerpo por una bata de tela rameada, semejante a la de las colgaduras económicas que vendía en su juventud, cubierto el cráneo por un gorro de terciopelo gris y calzados entrambos juanetes (cada pie era un juanete) por zapatillas de paño obscuro.

Delante de aquella mesa pasábase don Braulio tres o cuatro horitas revisando escrituras, recibiendo clientes, redactando pagarés, endosando letras… haciendo sudar a los necesitados de dinero su hacienda entera, a cambio de unos cuantos duros y de unos muchos pliegos de papel. Allí estaba desvalijando al prójimo, repasando con la vista el ciento de retratos que, con efigie y firma de toreros ilustres, tapizaban, mejor que adornaban, los muros, y deteniéndola con orgullo en un amplísimo marco oval que servía de orla al busto emperifollado del dueño de la casa.

A las doce entraba don Braulio en el gabinetito donde zurcía ropa la sin par malagueña, hablaba con ella de todo menos de lo que, a una mujer guapa, joven, morena y levantina por añadidura, debe hablar un marido celoso de su porvenir conyugal; y cuando la doméstica gritaba desde la puerta del comedor: «¡Señorito! ¡El almuerzo!» al comedor iba la pareja en busca del pienso cotidiano.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 55 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Críticos Espontáneos

Joaquín Dicenta


Cuento


Es cosa que produce asombro el adelanto conseguido por y para la crítica en los tiempos que corren. Antiguamente (me refiero a diez o doce años atrás) ejercían de críticos hombres de gran autoridad literaria, de vasta erudición, de talento sólido, de juicio sereno, de extraordinarias y respetables aptitudes; y estos hombres cuando trataban de juzgar alguna obra dramática hacíanlo al cabo de una semana, después de oirla, de verla, de leerla y de estudiarla, pues de todo eso necesitaban aquellas pobres gentes, tan inocentonas y premiosas, que si escribían algo a la mañana siguiente de un estreno, calificábanlo con el modesto y ruin titulejo de Impresiones teatrales.

¡Infelices señores aquellos que se pasaban la vida revolviendo clásicos y revolucionarios de todas las literaturas para tener un criterio fijo, cimentado en bases duraderas y firmes, y analizaban concienzudamente las obras sujetas a su examen, por gozar fama de escrupulosos y de justos! ¡Qué desengaño tan grande el suyo, cuando hayan visto probado, con el irrefutable testimonio de los hechos, que los críticos no se forman en fuerza de estudios y de meditaciones hondas, si no que brotan espontáneamente, a semejanza de los saludadores; y así como éstos llevan la salud en la lengua por obra y gracia del Espíritu Santo, llevan ellos en el mismo sitio, y por las mismas divinas mercedes, el don maravilloso de la crítica.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 40 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Una Mujer de Mundo

Joaquín Dicenta


Cuento


En pie sobre el asiento del landeau hallábase el conde, siguiendo, anteojo en mano, las peripecias de la carrera, el galope vertiginoso de los caballos y los movimientos de los jockeys, que, describiendo en el aire curvas rápidas con el extremo de sus látigos, recogido el cuerpo, calada la gorra y hundidas las espuelas en los ijares de sus cabalgaduras, avanzaban por la pista adelante, persiguiéndose, desafiándose, estimulándose, estorbándose el paso, maniobrando habilidosamente para ganar la cuerda, y formando vistoso grupo, en el cual se destacaban sus elegantes blusas de colores, hinchadas por el viento y abrillantadas por el sol. Y mientras seguía el combate, y la multitud, escalonada en los desmontes y vericuetos que circuyen el Hipódromo, animaba á los luchadores con gritos roncos y salvajes; mientras en las tribunas se hacían apuestas y en los fondines improvisados sobre la superficie pantanosa del recinto, preparaban los mozos fuentes de emparedados y botellas de manzanilla, y damas y caballeros lujosamente puestos charlaban en los carruajes, y el conde perseguía desde el suyo, con ansias de jugador y de sportman, las evoluciones de su caballo favorito, la condosa, dirigiéndose a Enrique, á aquel mozo de dieciocho años que, parado á muy corta distancia de ella, acababa de pedirla una cita amorosa por medio de una tarjeta arrojada con juvenil descaro encima de la cubierta del landeau, le dijo en voz baja, enloqueciéndolo á la vez con su acento y con la mirada de sus ojos grandes y burlones: «Al que algo quiere, algo le cuesta.»


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 45 visitas.

Publicado el 3 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Un Idilio en una Jaula

Joaquín Dicenta


Cuento


Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero materialote y soez, insolente como una onza y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.

La boda fué uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.

—«Toma su belleza y abre tu bolsa» —dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos de el adinerado traficante.

Aquel abrazo tronchó la existencia de la joven, como troncha, la mano grosera del patán, una flor delicada, y Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.

Se iba muriendo y, avara de encontrar algo bello, armonioso y dulce en derredor suyo, tenía en su gabinete una pajarera, y se pasaba las horas muertas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.

¡Cuánto quería a sus compañeros de esclavitud aquella mujer!


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 78 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Infanticida

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Los Méndez—Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

—Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez—Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.


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Dominio público
31 págs. / 55 minutos / 106 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Hijo del Odio

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Primero es una multitud, enloquecida por el terror, la que invade el pueblo con pataleo angustioso de ganado en fuga. Aquella multitud no hace alto. Sigue su carrera lanzando gritos, atropellándose, procurando acrecer más y más la distancia entre ella y el peligro que la hace huir.

—¡Los nuestros retroceden!… ¡Los nuestros retroceden! —vocean los fugitivos dirigiéndose al vecindario que les contempla con estupefacción medrosa—. ¡Muy pronto llegarán!… ¡Después de ellos, arrollándolos, destrozándolos, entrará el enemigo! ¡Con él van el incendio y la violación y la muerte!… ¡Huid!… ¡Poned vuestros bienes a salvo!…

Y la multitud deja el pueblo sin volver la cara, avivando su frenético galopar, levantando a su espalda torbellinos de polvo.

¡Ay de quien cae!… Sobre él pasan todos. Niño, adulto, viejo, hombre o mujer, nadie procura alzarlo de tierra. Tampoco las reses en huida se detienen o apartan ante la res que tropieza y cae; por cima de ella siguen, pateándola, magullándola, hasta dejarla muerta o aullando su dolor en una cuneta del camino.

Los vecinos ricos del pueblo, con la celeridad propia del espanto, enganchan a los carros sus bestias, cargan dentro lo más preciso, se acomodan entre la carga y huyen a todo correr de las caballerías, restallando los látigos, comiéndose con los ojos el horizonte.

Tras ellos van los pobres; los menos miserables, a lomos de caballerías menores; los más, a todo viaje de sus piernas; las madres, apretujando contra sus riñones a los hijos; los padres, con alforjas o lienzos, llenos de enseres a hombros: harapos son, pingajos miserables; pero son la riqueza de los mendigos y quieren salvarla como los ricos su oro, sus alhajas, sus ropas.


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Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 81 visitas.

Publicado el 13 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Conjunciones

Joaquín Dicenta


Cuento


Las últimas notas de la orquesta acababan de perderse en el aire, y aún seguía su recuerdo acariciando voluptuosamente los oídos del público, como siguen acariciando el oído del amante, muchas horas después de pronunciadas, las frases de la mujer origen de su amor.

Había terminado el espectáculo, y la Marquesa, levantándose del asiento que antes ocupara, se dirigió hacia el fondo del palco y allí permaneció en pie unos instantes, sin aceptar el abrigo de pieles que le ofrecía su marido, como si quisiera poner de manifiesto ante los ojos de éste y ante los de Jorge (su más asiduo contertulio), todos los maravillosos encantos de su cuerpo; sus hombros redondos, su pecho alto, y bien contorneado, que se desvanecía formando deliciosa curva entre los encantos del corpiño de seda; sus brazos desnudos y frescos, su cintura flexible y sus espléndidas caderas, sobre las cuales se ajustaba para perderse luego en mil y mil pliegues caprichosos que apenas descubrían el nacimiento de unos pies primorosamente calzados, el rico vestido, hecho, más que para velarla, para realzar la estatuaria corrección de sus formas.

Los dos la miraban; el marido, el viejo y acaudalado prócer, con la satisfacción pasiva y moderada de la impotencia; el mozo, con la febril inquietud que pone en los ojos el deseo cuando la sangre es joven y la vida palpita en el organismo pletórica de energía y de poder. Ella sonrió satisfecha de aquel triunfo plástico; la sedosa piel del abrigo cayó sobre su espalda desnuda, y sólo quedaron al descubierto sus ojos negros, su nariz correcta, sus labios sensuales y el extremo enguantado de su brazo, que se apoyó en el de Jorge, mientras la Marquesa decía a éste con voz vibrante y acariciadora:

—Usted me acompañará hasta casa; el Marqués tiene una cita en el Ministerio.

—Sí —respondió el anciano.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 184 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 24 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

La Epopeya de un Presidiario

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Fue condenado a presidio por delito de sangre. Era un obrero aplicado, trabajador, de instrucción escasa, pero muy útil y muy entendido en su modesta profesión de albañil. Su maestro le apreciaba, los vecinos del barrio se hacían lenguas de él; a su novia le saltaba el corazón en el pecho cuando le veía acercarse a su puerta, y a su madre, una viejecita de pelo canoso y ojos alegres, se le caía la baba de gusto en presencia de aquel muchachote alto, fornido, cariñoso, sostén de la casa desde la muerte de su padre y retrato vivo del padre muerto, en las condiciones físicas y morales de su persona.

Pedro, este era el nombre del simpático mozo, adoraba en su madre, depositaba en ella íntegro o poco menos el producto de su trabajo, y vivía feliz, con ese relativo desahogo del obrero que le permite cruzar el mundo gozando los bienes de una miseria decorosa.

Este edificio de ventura se vino abajo al anochecer de una fiesta. Pedro jugaba a las cartas con otros compañeros en una taberna inmediata a su domicilio. Menudeaban entre los jugadores sendos vasos de vino; hallábanse más que calientes las cabezas y suscitose agria disputa, a propósito de una jugada entre el mozo y su contrincante: hubo aquello de «Eso no me lo dices en la calle», y a la calle salieron navaja en mano, y de frente y cuerpo a cuerpo riñeron y en la calle quedó con el corazón partido de un navajazo el contrario de Pedro, mientras este, amarrado codo con codo por los agentes de la autoridad, era conducido a la cárcel y sentenciado unos meses después, por la Sala correspondiente, a ocho años de presidio.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 24 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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