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Los Dulces de la Boda

Joaquín Dicenta


Cuento


Ellos hubieran querido que la boda fuese aquel mismo día; pero necesitaban esperar al día siguiente, un domingo de enero, más hermoso para los novios, con sus esperanzas y sus promesas, que todos los domingos de mayo, con sus flores y con sus perfumes.

¡Qué remedio! No era cosa de perder un día de trabajo en casarse… ¡Así que no andaban necesitados de ganar un jornal, para desperdiciarlo, aun tratándose de la dicha! Y luego, que habían hecho un gasto enorme; su fondo de ahorros estaba completamente exhausto; el arreglo de un hogar nuevo se traga una fortuna. Cuatro años de privaciones y de fatigas les fueron precisos a Moncho y a Teresa para constituir el suyo.

Durante aquel tiempo, ni Moncho bebió un vaso de vino, ni Teresa compró una cinta de seda para adornarse el moño. Uno y otro vivieron como dos avaros, escatimando un céntimo de este lado, un real del otro, una peseta de más allá; pero al fin tocaban el límite de sus ambiciones; ya tenían puesta su casa; ¡y qué casa!, daba gozo mirarla.

Un albañil le había lavado la cara, y era de verla, coquetona y humilde, apoyada sobre una roca, dorada por el sol, saludada por el mar, que la acariciaba con risas de espuma, y curioseada por las gaviotas de la costa, que no pasaban una vez siquiera por delante de ella sin prorrumpir en graznidos envidiosos, como si quisieran decirse:

«¡Pero qué felices van a ser esos pícaros!».

Esto por lo que tocaba al exterior de la vivienda. Del resto no se diga: Teresa estaba segura de que no existía en el pueblo otra más limpia y aseada; y con todos sus menesteres.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 28 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Odio

Joaquín Dicenta


Cuento


I

Su nombre andaba de boca en boca, como la carne del jabalí en los dientes de la trabilla, destrozado, mordido, hecho tiras, chorreando sangre. Su primer triunfo fue la señal para emprender aquella batida cobarde, con la que se trataba de cortar el paso a una reputación naciente. Chasco se llevan los que calentando su espíritu y mortificando su cerebro con la esperanza del primer aplauso, imaginan que, una vez logrado éste, termina el vía-crucis y pueden seguir su camino por sendas fáciles, por carriles seguros, que hacen el viaje cómodo y la llegada pronta. Más se estrecha el sendero cuanto más se adelanta; más áspero es el piso, más enmarañados y espinosos los zarzales que a uno y otro lado del sendero se elevan y hacia él se extienden y en su centro se unen; muralla movediza y punzante que hay que salvar a pecho descubierto, sin volver la cabeza, disimulando el dolor, gritando hacia adentro, llorando hacia adentro también, con el pie firme, la frente alta y los ojos en el porvenir...

¡Qué remedio!... Algo ha de costar romper el dique de las vulgaridades consagradas, rebasar el nivel de las medianías, salirse de la recua... Mujer hermosa y hombre superior que no cuentan con la calumnia y con la envidia, no echan sus cuentas bien. Ocurre con esto lo que con el sarampión: hay que pasarlo.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

De la Última Hornada

Joaquín Dicenta


Cuento


—No le quepa a usted duda; el secreto de la vida está en divertirse y solo en divertirse, sin descuidar, por supuesto, lo que a nuestras comodidades y a nuestro porvenir se refiere.

Así se expresaba un joven de veintidós a veintitrés años, asiduo concurrente a cierto café donde asisto yo todas las tardes, como quien asiste a una cátedra; porque si el café constituye en la mayoría de los casos un centro de holganza y un congreso de maldicientes, puede también resultar, para quien sabe utilizarlo, un observatorio de hombres como otro cualquiera.

Aquel joven era y sigue siendo mi contertulio de mesa; yo me complazco en escucharle porque representa de hecho y de derecho a la última hornada de nuestra juventud y, ¡qué demonio!, bien vale la pena de perder un par de horas averiguando cómo razonan y cómo discurren los que a vuelta de algunos años han de influir en los destinos de la patria con el esfuerzo de sus músculos o con los productos de su inteligencia.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 20 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 22 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Hampón

Joaquín Dicenta


Cuento


I

En las oficinas, acodado contra la saliente de un ventanillo, sobre el cual pintaron con negro la palabra JORNALES, recoge los suyos un hombre de piernas recias y ancha espalda. Bajo la chaqueta, se dibujan poderosos los músculos del bíceps; los de la pantorrilla se apelotonan tras el remendado pantalón, poniéndole a punto de estallar, cuando las piernas hacen firme. La cabeza del minero, embutida en el semicírculo que traza el ventanillo apenas descubre ásperos remolinos de la barba azabache; un sombrero ancho, con repujadura de mugre, cae a ras de su nuca; por ella se desparraman mechones rebeldes que se retuercen hacia arriba, para componer tufos encima de la oreja.

Cuatro manos vienen y van por una tabla que, interiormente, angula el ventanillo. Dos de estas manos, las que se mueven más adentro, pálidas, blanduchas, apilan en la tabla monedas; las otras dos manos, deshechuradas y callosas, cuentan las monedas y las hacen rebotar sobre el mostrador, una a una. Cuando rebota la última, la mano izquierda del minero sale del ventanillo y desaparece en los repliegues de la faja; vuelve a aparecer, extendiendo un pañuelo de hierbas; va el pañuelo a la faja, repleto de medias pesetas, pesetas y duros, y el hombre, apoyándose en los codos, endereza el busto dando frente a una puerta, por cuya vidriera, alambrada y sucia, se ciernen los rayos solares en átomos plomizos.

Aquella media luz recorta fantásticamente la imagen del minero. Su cuerpo erguido, apoyado en las piernas, deja ver por la camiseta desabrochada un pecho velludo y un cuello de cíclope; sobre él posa con arrogancia la cabeza, mostrando, entre las marañas de la barba y del pelo, dos grandes ojos verdes que relampaguean bajo unos cejales endrinos, una corva nariz; y unos labios que se contraen, descubriendo los dientes blancos, puntiagudos y cabales.


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Dominio público
37 págs. / 1 hora, 6 minutos / 103 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Aficionado

Joaquín Dicenta


Cuento


Don Braulio Quiroga era, y seguirá siéndolo positivamente, el hombre más feliz del mundo. Rico, gordo, linfático, casado con una malagueña hermosísima, aficionado a los toros y tonto. ¿Qué mayor mina de felicidades?

Retirado del comercio donde hizo un modesto, pero seguro capital, del que sabía extraer intereses cuantiosos por el fácil y noble método de la usura, habitaba, juntamente con su graciosa cónyuge, un entresuelito situado en un barrio céntrico de Madrid.

Por las mañanas, podía vérsele en su despacho, ocupando, frente a la mesa de escritorio, cómodo sillón de gutapercha, vestido el cuerpo por una bata de tela rameada, semejante a la de las colgaduras económicas que vendía en su juventud, cubierto el cráneo por un gorro de terciopelo gris y calzados entrambos juanetes (cada pie era un juanete) por zapatillas de paño obscuro.

Delante de aquella mesa pasábase don Braulio tres o cuatro horitas revisando escrituras, recibiendo clientes, redactando pagarés, endosando letras… haciendo sudar a los necesitados de dinero su hacienda entera, a cambio de unos cuantos duros y de unos muchos pliegos de papel. Allí estaba desvalijando al prójimo, repasando con la vista el ciento de retratos que, con efigie y firma de toreros ilustres, tapizaban, mejor que adornaban, los muros, y deteniéndola con orgullo en un amplísimo marco oval que servía de orla al busto emperifollado del dueño de la casa.

A las doce entraba don Braulio en el gabinetito donde zurcía ropa la sin par malagueña, hablaba con ella de todo menos de lo que, a una mujer guapa, joven, morena y levantina por añadidura, debe hablar un marido celoso de su porvenir conyugal; y cuando la doméstica gritaba desde la puerta del comedor: «¡Señorito! ¡El almuerzo!» al comedor iba la pareja en busca del pienso cotidiano.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 50 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Página Rota

Joaquín Dicenta


Cuento


I

El poeta vivía retirado en un barrio extremo de Madrid. Más que ciudadana, era campesina su vivienda —entre hotel y casa de campo—, limitada por tierras en labranza y embellecida por un jardín y un huerto.

Certamen celebraban en el jardín las flores durante la primaveral estación, volviéndolo paleta, donde lucían los rosales su espléndida gama que va, por entre perfumes, desde el blanco al bermejo; los claveles, sus amarillos y sus grana; los pensamientos, sus caritas de gnomo; los lirios y violetas, sus obispales vestiduras; los jazmines, su nácar; los nardos, su marfil. Los girasoles esplendían sobre el espacio como soles minúsculos; como astros brillaban en el cielo verde de los macizos margaritas y tréboles. Los ramos de acacias y de lilas volvíanse airones al suave empuje de los céfiros. La atmósfera, hecha incienso por los alientos vegetales, ascendía, en moléculas irisadas, al encuentro del sol.

Desde el mayo al septiembre, desbordaban en frutos los árboles y las plantaciones del huerto.

Los tomates coqueteaban entre las rejas del cañizo; los pimientos campanilleaban sobre el esmalte de los tallos como caireles de coral; entre hojas berilianas se erguían las fresas, tal que sueltos rubís. A este lado descubría el calabazal sus anchos panes de oro; al otro desflecábase la escarola en rizos o se abría la lechuga en penachos.

Los frutales enrejaban sus ramas, para ofrecer a los pájaros nido. Por ellas descolgaban los albaricoques pecosos, las ciruelas amoratadas, los agridulces nísperos, las guindas carmesí, los higos goteantes de miel. Naranjos enanos embalsamaban el ambiente con los perfumes de su azahar. Un pino solitario derramaba sobre su viudez lágrimas de resina.


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Dominio público
35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 91 visitas.

Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.

La Finca de los Muertos

Joaquín Dicenta


Cuento


Bajando por la puerta de Toledo, poco antes de llegar al puente y a mano izquierda de la carretera, se abre un camino polvoriento, especie de atajo, en cuyas lindes vierte sus aguas una alcantarilla que serpentea con emanaciones de pantano y pujos de arroyo, para lamer cuatro o cinco casucas de agrietadas paredes y ruinoso aspecto. En sus ventanas colúmpianse con churrigueresco desorden, sujetos a una soga y heridos brutalmente por los rayos del sol, multiples harapos de infinitos colores, los cuales son prendas de vestir, aunque no lo parecen; y junto a la puerta charlan y gritan, formando grupos heterogéneos, mujeres de todas edades, con las greñas sueltas, los brazos desnudos y las medias (cuando las tienen) caídas por encima de los tobillos.

Mientras las mujeres platican, sus criaturas, descalzas, medio en cueros, tiznado el rostro y curtida la piel, chapotean entre las aguas, revolviendo y respirando las putrideces estancadas en el fondo de la alcantarilla, y se revuelcan por la húmeda arena y escarban el suelo y traban disputas, que terminan casi siempre a puñetazos.

Los padres de estos chicos, ocupados en un trabajo que comienza con el día y acaba con el día también, no gozan de tiempo para vigilarles. Las madres, entregadas a sus hablillas, a sus rencores y a sus faenas no les hacen caso tampoco, y los niños se desarrollan en absoluta libertad con el raquitismo en la sangre y la ignorancia en el cerebro.

Sin embargo, tan horrible y triste conjunto representa en aquel camino la nota alegre, porque representa la vida, mejor que la vida, la última frontera de la vida humana.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 24 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Último Adiós

Joaquín Dicenta


Cuento


Al fin pude verla asomada a la ventanilla y dirigiendo sus ojos en mi busca, mientras la máquina avanzaba con lentitud majestuosa por el andén, arrastrando los vagones, que sacudían con intermitente chirrido sus músculos de hierro.


Voy al convento de X…; pasaré por ahí; sal a esperarme y nos daremos el último adiós.


Esta carta, la primera noticia que recibía después de cuatro años de la compañera de mi infancia, de la que compartió conmigo los juegos tumultuosos de la niñez, me hizo acudir a la estación más entristecido que alegre; y mi tristeza subió de punto cuando, al estrechar entre mis manos las suyas, contemplé su rostro hermoso, pero impasible y frío, como los de esas estatuas del Renacimiento que retratan a un tiempo la belleza y la muerte.

Era ella; pero ¡qué diferencia tan grande existía entre aquel rostro alegre, lleno de vida y de expresión, que yo miraba como una aurora en los comienzos de mi juventud, y el rostro que se me ofrecía entonces, arrebujado en una toquilla oscura! Los ojos grandes y negros, donde brillaran antes todas las pasiones y todos los deseos, miraban con triste y monótona indiferencia; sus labios, abiertos siempre por una sonrisa juguetona y fresca, ostentaban un pliegue sombrío; las curvas de su garganta y de sus mejillas tendían a convertirse en líneas angulosas. Era otra mujer; más que ella misma, resultaba un recuerdo borroso de su propia imagen.

—¿Qué es esto? —le dije.

—Que abandono la aldea y voy a meterme en un convento.

—¿En un convento?


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 34 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

El Maquinista

Joaquín Dicenta


Cuento


En pie sobre el suelo acerado de la locomotora, repartiendo con mano segura y experta vida y calor y movimiento á aquel organismo de hie­rro y de cobre; apoyado en la mani­vela; atento á las oscilaciones del manómetro y á las exigencias del re­gulador; combinándolo todo, mi­diéndolo todo, previniéndolo todo, está el maquinista del tren en mar­cha, con los ojos puestos en el camino y la conciencia en el cumplímiento de su deber.

Aquel hombre, vestido con una blusa azul recogida en desiguales pliegues sobre unos pantalones del mismo color: robusto de cuerpo, con el rostro ennegrecido por el humo, las manos sucias por el carbón y la piel curtida por la lluvia y el aire; aquel personaje, en cuya existencia reparan apenas los viajeros, es el dueño del tren que resbala apresuradamente sobre los rieles; á su voluntad y á su pericia están encomendados los intereses varios que se agi­tan y se amontonan en el interior de los vagones, la vida de los hombres, la conservación de los equipajes, la seguridad de las mercancías; un mo­vimiento torpe, una maniobra mal hecha, el menor descuido, la más pequeña falta, pueden convertir la mole obediente y bien equilibrada, el medio de comunicación y de progreso, el implacable vencedor de las distancias y de las fronteras, en masa ciega y destructora, en instrumento de muerte y de tortura, en vehículo de desastre y en pregonero de des­gracias.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 44 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

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