Textos más vistos de José de la Cuadra publicados por Edu Robsy etiquetados como Cuento

Mostrando 1 a 10 de 49 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: José de la Cuadra editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


12345

La Tigra

José de la Cuadra


Cuento


Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.


"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.


Leer / Descargar texto

Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 8.517 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Ayoras Falsos

José de la Cuadra


Cuento


El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.

Este, desde su escritorio, dijo aún:

—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.

Añadió, todavía:

—No te olvidarás de los tres ayoras.

El indio Balbuca no lo atendía ya.

Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.

Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.

De vez en vez se detenía, cansado.

Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.

Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.

El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.

—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!

Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.

—¡Ujc!…

Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 2.858 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Olor de Cacao

José de la Cuadra


Cuento


El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.

—¿Taba caliente?

Se revolvió el hombre fastidiado.

—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.

De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.

Concluyó:

—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?

Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:

—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...

Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...

Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:

—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.

Agregó, absurdamente confidencial:

—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...

La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:

—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...

Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:

—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!

Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 2.370 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor que Dormía

José de la Cuadra


Cuento


I

¡Halalí!

¡Vive Dios y cómo grita ese endemoniado marinero chileno!

¡Ha!-¡la-lí! ¡Juicli! Sssss…

Agotaos, muchachos; no importa. Ya descansareis cuando gracias a vuestro esfuerzo pueda el barco soltar el áncora en la bahía risueña. Pensad que será dulce el vaivén de las ondas allá… Allá, hacia donde la prora se enfila como la nariz de un rostro en expectativa.

¡Halalí! ¡Juicli! ¡Sssss!…

Tirad de los caitos sin temor a que se rompan. Arriad a prisa esas maldecidas velas que infla como ubres vacunas el vendaval.

—¡Capitán!

No; no atiende. Para, él –hinchado en el convencimiento de su misión–, soy una cosa más, que habla y que, desgraciadamente, se mueve, en este pandemoniaco movimiento del barco y del mar.

—Oye, araucano de Satanás, ¿pereceremos?

Me mira sin responder.

Tenemos dos vías de agua, allá abajo, en el alma oscura, de la nave, y toda la obra muerta de estribor ha sido barrida por las olas.

¡Cómo trina al desgajarse el palo de mesana!

¡Halalí! Ha-la-lí…

Entiendo que ha llegado el momento de pensar en Dios.

II

Y bien; yo no he hecho nada de malo.

Honré a mi madre. Veneré la memoria –sagrada– de mi padre. Di cuando pude dar y cuanto pude. Prediqué que la misión del hombre es la del árbol: florecer –para alegrar los ojos– y fructificar –para, satisfacer ajenas ansias… Jamás ojos algunos lloraron por mi culpa.

¡Halalí!

Ya es inútil, viejos lobos de mar; asoleados, ennegrecidos nautas: nunca más vuestros pies se asentarán en tierra firme. Para vosotros –como para mí– el grito del cuervo trágico: Never more!

¿A qué luchar? Esperad –como yo lo hago– que la hora llegue, escrutando en el recuerdo, en la honda sima, del recuerdo, las huellas de la vida mala. Y entretanto, elevaos a Dios con el pensamiento.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 2.196 visitas.

Publicado el 6 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Caracola

José de la Cuadra


Cuento


Cuento simple


Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza. Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.

Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.

Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.

El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.

Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.

Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 1.687 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 687 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

La Cruz en el Agua

José de la Cuadra


Cuento


En mis frecuentes viajes por nuestros grandes ríos —en noches de luna o en oscuras noches de viento y lluvia, pero siempre cuando en derredor la naturaleza propiciaba el alma a la comunión con el misterio;— he oído relatar la historia de la cruz que flotaba a la deriva sobre las aguas...

No es una vieja leyenda prestigiada de siglos. En verdad, ni es una leyenda, ni acaeció en los tiempos —remotos para la brevedad de nuestra vida nacional— de García el Grande, por ejemplo. Es algo casi actual, de ha pocos años. Quienes me la narraron habían visto aquella cruz «con estos ojos que la tierra se ha de comer».

...A orillas de uno de nuestros más caudalosos afluentes del Pacífico, poseía una rica hacienda de ganado doña Asunción Velarde, viuda a la sazón, de cuyo matrimonio un poco Fracasado habíale quedado un hijo —Felipe Santos— mocetón ya.

Alto de estatura, robusto de complexión, ingenuo y limpio de alma; bravo, noble, leal, trabajador esforzado, Felipe era la propia vida de su madre, que lo quería ciegamente, más que a su existencia misma, más que a su misma salvación.

Y no estaba mal pagada en su amor la madre; pues, Felipe correspondía a sus afanes con una entera dedicación de sí al cuidado de la anciana.

Descendiente de una clara familia procera, doña Asunción guardaba como un tesoro cordial su fe católica, diáfana de dudas, pura y tranquila, reposada y serena. Y al hijo enseñó en su fe, transmitió su ardor de adoratriz con la unción de quien hiciera una última invaluable donación.

Felipe —al igual que su madre— fué católico. Leal en esto como en todo lo suyo.

En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas a un ritmo mismo, se sentía alentar de veras la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de aquellas existencias unánimes. Nada. Como si una bendición dulcemente pesara sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 195 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Cólimes Jótel

José de la Cuadra


Cuento


De atenerse al letrero pintado a grandes caracteres negro sobre el fondo celeste, que se mostraba en el frente del edificio, a todo lo ancho de la fachada, bajo la línea de los alféizares, el nombre propio de aquello era el de “Hotel Colimes”. En los registros de la oficinas de higiene de la alimentación estaba catalogado, modestamente, entre las casas de posada, en la cuarta categoría. Pero, el dueño y sus empleados lo llamaban a la inglesa (?), enfáticamente, golpeando la esdrújula y aspirando la jota en un ahogo: “Cólimes Jótel”. Añadían, en castellano, lo que en castellano con errores ortográficos rezaba otro letrero, pequeño éste, colocado también en la fachada, sobre el arquitrabe del cornisamento de madera: “Piesas desde a sucres. Comidas sanas. Atención hesmerada. Moral en la libertad”.

El “Hotel Colimes” ocupaba la parte alta de una casa vieja, de cañas y quincha. La construcción era casi secular; y, por sus tipo y su aspecto, pasados algunos años podrá asegurarse con algún fundamento que en sus salones bailó Bolívar.

En la parte baja, en las tiendas, funcionaban comercios de artículos de cuero que despedían vahos nauseabundos de tanino y hediondeces de pieles mal curtidas. Del alcantarillado de los traspatios se desprendían visiblemente emanaciones pútridas, en las que flotaban nubes de moscas y mosquitos. Debido a todo ello, que ascendía en vaharadas densas por los claustrillos, arriba reinaba de suyo un ambiente pesado; que el olor a polvos de Coty falsificados y a esencias baratas de las cabaretistas, y el tufo a viandas sazonadas a la perra que salía de la cocina, contribuían a hacer insoportable.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 140 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Poema Perdido

José de la Cuadra


Cuento


Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.

Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.

Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.

Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.

El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.

Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.

—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 1.082 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Banda de Pueblo

José de la Cuadra


Cuento


Cornelio, joven de catorce años, ignoraba aún muchas cosas de la vida, como por ejemplo: el verdadero valor de un padre.

Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.

Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.


Leer / Descargar texto

Dominio público
19 págs. / 34 minutos / 425 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

12345