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Banda de Pueblo

José de la Cuadra


Cuento


Cornelio, joven de catorce años, ignoraba aún muchas cosas de la vida, como por ejemplo: el verdadero valor de un padre.

Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.

Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.


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19 págs. / 34 minutos / 465 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Olor de Cacao

José de la Cuadra


Cuento


El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano.

—¿Taba caliente?

Se revolvió el hombre fastidiado.

—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.

De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.

Concluyó:

—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable?

Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre:

—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas...

Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce...

Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella:

—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá... en las huertas.

Agregó, absurdamente confidencial:

—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra... Lo dejé esta tarde en el hospital de niños... Se morirá, sin duda... Es la mala pata...

La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir:

—Yo soy de allá, tambén; de allá... de las huertas...

Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona:

—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!

Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse.


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1 pág. / 2 minutos / 2.603 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Fin de la Teresita

José de la Cuadra


Cuento


Narraba el viejo marino su corta pero emocionante historia, con un tono patético que si bien no convenía al ambiente, —un rincón del club no muy apartado de los salones donde la muchachería bailoteaba al compás de un charleston interminable— convenía sí a lo que él contaba.

Regresábamos de un crucero hasta las Galápagos, a bordo del cazatorpedero "Libertador Bolívar", la unidad más poderosa que tenía entonces la armada de la República. Era yo guardiamarina, quizá el más joven entre mis compañeros; porque hace de esto, más o menos, veintitrés años. Habíamos cumplido la primera escala, luego de la travesía del Pacífico, en la isla Salango, y después, siguiendo la costa de Manabí, demoramos, para hacer maniobras de artillería, entre Punta Ayampe y las islas de Los Ahorcados.

—Mar bravo en esa altura —interrumpió uno de los oyentes.


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Publicado el 24 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Chumbote

José de la Cuadra


Cuento


A Manuel Benjamín Carrión


Aseguraban que Chumbote era cretino. Quizás. Después de todo, parece lo más probable.

El patrón —don Federico Pinto— que se las daba de erudito en cuestiones etnológicas, repetía:

—¡Muy natural que sea una bestia el muchacho éste! Es cambujo, y de los cambujos no cabe esperar otra cosa. La ciencia lo afirma.

No obstante, don Federico Pinto, y su mujer, la gorda Feliciana —"la otela" o "la chancha" como a espaldas suyas apodábanla sus amigas—apaleaban cotidianamente a Chumbote, acaso con el no revelado propósito de desasnarlo, aun cuando el conseguir lo tal fuera contrariar las afirmaciones de la ciencia.

Chumbote había entrado los doce años, y ya se masturbaba en los lugares "sólidos", como había visto hacer al niño Jacinto, el hijo de sus patrones. Entre la masturbación y los palos se le habían secado las carnes. Y era larguirucho, flaco, amarillento, como si lo consumiera un paludismo crónico. Por lo demás, nada raro habría sido que estuviese palúdico: su cuerpo servía banquetes a los zancudos, en las noches caliginosas, tendido sobre las tablas cochosas de la cocina.


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Publicado el 24 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Barraquera

José de la Cuadra


Cuento


I

Los días de entre semana, a las doce quedábase el mercado vacío de compradores. La última cocinera rezagada cruzaba ya la puerta de salida, llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo maldiciones contra el calor y contra la entrometida perra que la jaló de las patas.

—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la pipa'e mi madre…!

—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.

—¡ Pa lo que a Dios le importa una!

—Récele a San Pancracio.

—Ese, sí; ese es milagroso.

—Y li oye al pobre.

—No, comadre; li oye al rico.

Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.

Ella permanecía en su barraca, esperando la portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito "suyo" que mercó en Licto y que se llamaba Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente, a cualquier marchante ocasional —algún montuvio canoero, de esos que se van con la marea, "verbo y gracia"—, que le completara la venta horra de la jornada.

Mientras tanto, soñaba.

Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba afuera el sudor hasta encharcarle las ropas, le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.

Ña Concepcioncita ni podía explicarse por qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le ocurría.

Lo más cómodamente que era dable arrellanaba las posaderas en el pequeño banquito que, tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba, y soñaba…


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15 págs. / 26 minutos / 271 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

La Soga

José de la Cuadra


Cuento


En la claridad azulina del horizonte, muy lejos aún, apareció la comisión.

—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.

—¿Y pa qué?

—Pa la guerra.

—Ajá…

Conforme la escolta se acercaba, distinguíase la mancha de color de la bandera que tremolaba uno de los jinetes.

—Van embanderaos…

—Sí; son der gobiesno.

En el portal de su casuca pajiza, mientras rajaba leña del algarrobo para la confección del almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre, Mario, que había ido a visitarlo.

—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…

—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.

—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!

Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó sus carnes acarbonadas.

—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo' sesenta largoh…

—Ayer decíah que te fartaba un mundo.

Pancho miró con rabia a su interlocutor.

—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano, y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.

No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo, viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.

—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.

—Claro que sí. Como anda la soga…

—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.

A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.

—¿A mi'hijo?

—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…

El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente miró hacia arriba, a lo alto de la casa, donde estaba su hijo, y suspiró:

—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.


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3 págs. / 6 minutos / 502 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Ayoras Falsos

José de la Cuadra


Cuento


El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.

Este, desde su escritorio, dijo aún:

—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.

Añadió, todavía:

—No te olvidarás de los tres ayoras.

El indio Balbuca no lo atendía ya.

Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.

Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.

De vez en vez se detenía, cansado.

Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.

Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.

El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.

—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!

Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.

—¡Ujc!…

Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.


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4 págs. / 7 minutos / 3.085 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

La Tigra

José de la Cuadra


Cuento


Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.


"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.


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27 págs. / 47 minutos / 9.244 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.


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Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Don Rubuerto

José de la Cuadra


Cuento


Difícil será que me olvide alguna vez de mi amigo don Rubuerto Quinto, montuvio viejo de los “laos” de Ñausa.

Estaba yo en su casa cañiza, edificada en plena vega del estero, bien asentada. —“como una vaca que quiere caer a l' agua, blanquito”—, sobre sus cuatro patas fuertes de mangle, delgadas, musculosas, que se hundían profundamente por el lodo hasta afirmarse en lo duro del ribazo.

Era a la tarde, después de la merienda. Junto a la ventana, saboreábamos el café con punta de mallorca y arrojábamos el humo de los cigarros contra los mosquitos.

Me preguntó don Rubuerto:

—¿Usté estudia pa doctor de leyeh'u de medecina?

Le respondí, y él sonrió.

—Ta bueno eso, blanquito. Eh máh mejor que todo. Cierto que ar médico le cai er goteo... Pero l'abogado, con una qui'haga tiene p'al año... Se gana la plata así... así...

Manoteaba en gestos de presa, obstaculizando el revolar de los mosquitos, que manifestaban su cólera zumbando, zunbando...

Guardó un rato de silencio. Luego dijo:

—Yo también n'hey metido en esah vainah der paper seyado.

Y habló de sus triunfos, de sus glorias. Relató en detalle sus pobres audacias, sus zafios ardides de tinterillo de pueblo chico.

—Pero, la mejor que'hey hecho, eh la der paisa der cuño...

—¿Y cómo fue ésa, don Rubuerto?

—Verá... Loh de la Rural bían garrao un paisa mentado... Suáreh me creo de que se yamaba... y lo bían garrao con er cuño, loh'áccidos y todo.. Lo tenían fregao ar paisa, bien atrincado en la barra...

—¿Y?


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1 pág. / 3 minutos / 151 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

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