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La Caracola

José de la Cuadra


Cuento


Cuento simple


Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza. Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.

Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.

Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.

El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe religiosa.

Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.

Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el «ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad, es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba lloviendo.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 2.280 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Tigra

José de la Cuadra


Cuento


Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio— Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en Los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelita fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir.


"Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Últimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la secuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar.


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Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 10.826 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Merienda de Perro

José de la Cuadra


Cuento


Cuando José Tupinamba salió de la choza para dirigirse a la quebrada familiar donde hacía la limpieza diaria, apareció —gloriosa— la luna en el cielo.

Era después del crepúsculo. Noche de la sierra. El cielo se había elevado por encima de los picos nevados de las montañas, que mostraban, en toda su magnificencia, el misterio, casi siempre velado, de sus cumbres. Tenía un tono azul vibrante el cielo. Parecía más bien que fiera el de un día límpido de sol abierto. Sólo allá, contra el horizonte, se esfumaban opacidades ténues, teñidas de ocre fuerte, a manchas. La luna puso en el paisaje una vida nuevecita, brillante, como un bañado de plata.

José Tupinamba alejóse unos metros de le choza. Volvió sobre sus pasos en seguida, y aseguró mejor la puertecilla, con una piedra tamaña. Sus dos hijos dormían —adentro— su sueño infantil, en el mismo cuero de borrego sin curtir: la huahua de tres meses —la Michi— al lado del hermanito —el Santos— de cinco años. Sonrió el indio al evocar, sin duda, la figura de la Michi, que era un trozo de carne oscuro y reluciente como un yapingacho recién frito.

Se alejó otra vez Tupinamba.

—¡Achachay! —se quejó, por el frío mientras se arrebujaba en el poncho.

El espectáculo de la naturaleza no le decía nada. La soberana belleza de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua —mezclado de español y de dialectos— de José Tupinamba.

Ese tornó a quejarse por el frío.

—¡Achachay!

Llegó a la quebrada. Bajó por la ladera. A poco trepó, de vuelta.

—¡Upa! —exclamó al dar el último paso de subida, un verdadero salto agilísimo, en el cual por un instante su cuerpo estuvo sin apoyo en el vacío—.

A corta distancia de su vivienda, se detuvo.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 919 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Guásinton

José de la Cuadra


Cuento


I

Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.

Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.

Estaban dos entonces.

El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.

Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.

Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.

No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.

El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.

Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.

Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.

No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.

Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.

Su cuerpo se conservaba intacto.

Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 1.961 visitas.

Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

El Amor que Dormía

José de la Cuadra


Cuento


I

¡Halalí!

¡Vive Dios y cómo grita ese endemoniado marinero chileno!

¡Ha!-¡la-lí! ¡Juicli! Sssss…

Agotaos, muchachos; no importa. Ya descansareis cuando gracias a vuestro esfuerzo pueda el barco soltar el áncora en la bahía risueña. Pensad que será dulce el vaivén de las ondas allá… Allá, hacia donde la prora se enfila como la nariz de un rostro en expectativa.

¡Halalí! ¡Juicli! ¡Sssss!…

Tirad de los caitos sin temor a que se rompan. Arriad a prisa esas maldecidas velas que infla como ubres vacunas el vendaval.

—¡Capitán!

No; no atiende. Para, él –hinchado en el convencimiento de su misión–, soy una cosa más, que habla y que, desgraciadamente, se mueve, en este pandemoniaco movimiento del barco y del mar.

—Oye, araucano de Satanás, ¿pereceremos?

Me mira sin responder.

Tenemos dos vías de agua, allá abajo, en el alma oscura, de la nave, y toda la obra muerta de estribor ha sido barrida por las olas.

¡Cómo trina al desgajarse el palo de mesana!

¡Halalí! Ha-la-lí…

Entiendo que ha llegado el momento de pensar en Dios.

II

Y bien; yo no he hecho nada de malo.

Honré a mi madre. Veneré la memoria –sagrada– de mi padre. Di cuando pude dar y cuanto pude. Prediqué que la misión del hombre es la del árbol: florecer –para alegrar los ojos– y fructificar –para, satisfacer ajenas ansias… Jamás ojos algunos lloraron por mi culpa.

¡Halalí!

Ya es inútil, viejos lobos de mar; asoleados, ennegrecidos nautas: nunca más vuestros pies se asentarán en tierra firme. Para vosotros –como para mí– el grito del cuervo trágico: Never more!

¿A qué luchar? Esperad –como yo lo hago– que la hora llegue, escrutando en el recuerdo, en la honda sima, del recuerdo, las huellas de la vida mala. Y entretanto, elevaos a Dios con el pensamiento.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 2.834 visitas.

Publicado el 6 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Ayoras Falsos

José de la Cuadra


Cuento


El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.

Este, desde su escritorio, dijo aún:

—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.

Añadió, todavía:

—No te olvidarás de los tres ayoras.

El indio Balbuca no lo atendía ya.

Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.

Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.

De vez en vez se detenía, cansado.

Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.

Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.

El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.

—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!

Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.

—¡Ujc!…

Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 3.611 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Malos Recuerdos

José de la Cuadra


Cuento


Cuando vengo, cuando voy, cada vez me saluda el pulpero de ahí afuera. No parece sino que ese hombre estuviera en la vida para saludarme a mí.

—Buenos días, don Facundo.

—Buenas tardes, don Rosillo.

—Buenas noches, señor Facundo.

De cualquier manera, a su arbitrio, tratándome como le da la gana, pero no deja de saludarme. Como si no tuviera otra cosa que hacer más que cumplir para conmigo los deberes de urbanidad. Ni yo que aprendí de memoria el manual de Carreño y que ahora soy, por una serie de circunstancias desastrosas, profesor en la escuela nocturna de una sociedad obrera.

Antes el pulpero me decía sencillamente, aun hasta palmeándome la espalda:

—¿Cómo le va, joven?

Hace no sé cuántos años. En la época de la guerra con el Perú, creo... Entonces me sentía enojado por eso que reputaba una confianza excesiva; y, quizás, hoy no me molestaría si el pulpero me dijera una noche, lisamente, cuando regreso de dictar mis clases:

—¿Cómo le va, joven? Tunanteando, ¿eh? ¿Picando a alguna hembrita?

Hasta le perdonaría su asiduidad cortés.

Ah, el pulpero... Desde que lo conozco, sólo tres días no me ha saludado. Y es que no estaba en Guayaquil.

Fue un par de lustros ha. Se marchó a Taura, donde agonizaba su madre. Volvió de un luto detonante de tal luto que era. La camisa, incluso, la llevaba negra: un poco de color y un mucho de sucia.

Ah, el pulpero...

Durante el breve tiempo que estuvo ausente se notó que hacía falta, se advirtió que era necesario para que las cosas del barrio anduvieran como siempre.

Yo lo extrañé. Y me alegré de veras cuando, al ir una mañana a mi trabajo, vi de nuevo abierta su tenducha y escuché su eterno saludo:

—Aló, don Rosillo, ¡buenos días!

* * *


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 232 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre de Quien se Burló la Muerte

José de la Cuadra


Cuento


San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, era sin duda, un excelente narrador. Cuidadoso de sus frases, ducho en producir exactamente el efecto deseado, su crédito de ameno conversador lo merecía plenamente.

—Usted sólo tiene un rival en la Republica, coronel —decíale el ingeniero Savrales:— don Gabriel Pino y Roca.

Y en verdad, como el tradicionalista porteño, San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, unía, a sus cualidades de causar un profundo conocimiento de aquellas hermosas y doradas antiguallas cuyo evocar seduce tanto y tan poderosamente encanta.

Perteneciendo como pertenecía, si bien por ramas segundonas y acaso con barra de bastardía en el escudo —con el yelmo mirando a la siniestra, como él habría dicho,— a aquella notable y ya en la línea recta extinguida casa de San Feliú, cara al Ecuador, de cuya historia ilustró gloriosamente muchas páginas desde los días de la Colonia; hallábase en posesión de preciosos datos conservados por tradición en su familia.

Cuando estaba de buen humor, lo cual ocurría a menudo, sus amigos podíamos disfrutar del raro placer de ver pasar delante de nuestros ojos, como en una pantalla cinematográfica, ese Guayaquil que ya se nos fue, ese Guayaquil que se perdió para siempre en las oscuridades de lo pretérito; precisamente, ese Guayaquil romántico que alienta en los cuadros de Roura Oxandaberro, maestro de evocaciones.

La narración que ahora transcribo, no es, por cierto, de aquéllas sobre las cuales pesan siglos; y, así, no era de las que más agradaban a San Feliú; pero, en cambio, su intensidad de vida hace que, entre las que pienso reproducir

haciendo uso do la facultad que me concedió mi amigo poco antes de morir —San Feliú (Gonzalo Jaime), coronel de artillería, reposa bajo tierra desde hace más de un lustro,— sea ésta la escogida como la primera: la historia del hombre


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4 págs. / 8 minutos / 157 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Anónimo

José de la Cuadra


Cuento


En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas. ¡Tanto como tenían que contarse!

Habían sido amigas íntimas desde la más temprana infancia, cuando estudiaban bajo la férula de las religiosas en el Colegio de la Inmaculada Concepción, y su amistad se había mantenido incólume al través de los años, aún cuando hacía cosa de tres que apenas si se veían. Justamente, desde el punto y hora en que se casaron, en la misma semana de un ardoroso julio.

Sus maridos respectivos se guardaban entre sí una enemiga cuyo origen no es necesario explicar mayormente cuando se diga que el uno, Pedro Gaizariaín, era socio gerente de la casa Gaizariaín e hijos, comerciantes en cueros, y que el otro, Esteban Rigoberto Medrano, era socio gerente de la casa Medrano Hnos., comerciantes en cueros.

Las conveniencias sociales pusieron coto a, la cordialidad que pugnaba por manifestarse cada vez entre Esthercita de Gaizariaín y Maruja de Medrano; quienes, cuando estaban delante de “todo el mundo”, apenas si se saludaban con una grave inclinación de cabeza que era sólo como un homenaje a la cortesía más que un verdadero saludo.

Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre, como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas que había que conservar.

Se refugiaron en un lindo tocador amoblado a la japonesa e iluminado a la... danesa, pongamos; porque la viuda del doctor Urniza era amiga de extranacionalizarlo todo con un afán cosmopolita que tenía sus puntos y ribetes de ridiculez. Y en ese ambiente tibio e íntimo, se dieron a lo que por lo general suelen darse dos mujeres cuando están solas: a cambiar confidencias.


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4 págs. / 8 minutos / 90 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Banda de Pueblo

José de la Cuadra


Cuento


Cornelio, joven de catorce años, ignoraba aún muchas cosas de la vida, como por ejemplo: el verdadero valor de un padre.

Eran nueve, en total: ocho hombres y un muchacho de catorce años. El muchacho se llamaba Cornelio Piedrahita y era hijo de Ramón Piedrahita, que golpeaba el bombo y sonaba los platos; Manuel Mendoza, soplaba el cornetín; José Mancay, el requinto; Segundo Alancay, el barítono; Esteban Pacheco, el bajo; Redentor Miranda, el trombón; Severo Mariscal, sacudía los palos sobre el cuero templado del redoblante; y, Nazario Moncada Vera chiflaba el zarzo. Cornelio Piedrahita no soplaba aparato alguno de viento, ni hacía estrépito musical ninguno; pero, en cambio, era quien llevaba la botella de mallorca, que los hombres se pasaban de boca en boca, como una pipa de paz, con recia asuididad, en todas las oportunidades posibles. Además, aunque contra su voluntad, el muchacho había de ayudar a conducir el armatoste instrumental del padre, cuando a éste, cada día con más frecuencia, lo vencían los accesos de su tos hética. Era, así, imprescindible, y formaba parte principalísima de la banda.

Por cierto que los músicos utilizaban al muchacho para los más variados menesteres; y, como él era de natural amable y servicial, cuando no lo atacaba el mal humor... prestábase de buena gana a los mandados.


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Dominio público
19 págs. / 34 minutos / 543 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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