Textos más descargados de José de la Cuadra etiquetados como Cuento | pág. 4

Mostrando 31 a 40 de 49 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: José de la Cuadra etiqueta: Cuento


12345

Loto-en-Flor

José de la Cuadra


Cuento


Cuando el «San Esteban», bergantín de la matrícula de Guayaquil, echó anclas en aquel encantador y pequeñito —tan pequeñito como encantador— puerto peruano del norte, cuyo nombre no hace al caso; el capitán hízome ver la conveniencia de que tomara pasaje en otro barco, pues el «San Esteban» necesitaba urgentes reparaciones antes de tornar a hacerse a la mar, con lo cual se retardaría el viaje algo más de tres semanas.

La verdad, no me, era indispensable regresar en seguida a Guayaquil, y más bien deseoso de vivir la vida de aquella bonita población desconocida, determiné esperar a que el bergantín fuera reparado, y busqué alojamiento en el puerto.

A la postre lo hallé, no muy confortable por cierto, en un mesón cuyos propietarios —una pareja de japoneses— me cedieron una habitación y un sitio en su mesa a cambio de una cantidad muy oriental por lo fantásticamente elevada.

La comida era detestable; el cuarto, sucio; el celeste posadero se permitía llamarme, familiarmente “mono”; y, la patrona, en ratos de mal humor, me dirigía algunas frases en el idioma del dorado archipiélago, que no debían ser muy cariñosas precisamente.

Metido ya en la aventura, todo arrepentimiento holgaba. La línea peruana de vapores no reconocía, de modo oficial como si dijéramos, la existencia de aquel lindo puertecillo; y, de no resolverme a embarcar mi delicada humanidad en alguna grosera e incómoda chata que hubiera podido llevarme a Guayaquil, estaba condenado a esperarla completa restauración del «San Esteban», cuyo parrillaje iba camino de prolongarse aún.

De todas estas contrariedades me consoló tu dulce sonrisa nipona, Loto-en-flor...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 138 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Soga

José de la Cuadra


Cuento


En la claridad azulina del horizonte, muy lejos aún, apareció la comisión.

—¡La soga, pueh! Andan garrando gente.

—¿Y pa qué?

—Pa la guerra.

—Ajá…

Conforme la escolta se acercaba, distinguíase la mancha de color de la bandera que tremolaba uno de los jinetes.

—Van embanderaos…

—Sí; son der gobiesno.

En el portal de su casuca pajiza, mientras rajaba leña del algarrobo para la confección del almuerzo, el viejo Pancho departía con su compadre, Mario, que había ido a visitarlo.

—Toy cansao —dijo Pancho, arrimando el hacha a la pared—. Cuando uno si'hace viejo…

—¡Viejo! Voh podeh manejar todavía un rifle.

—¿Yo? ¡Caray, ni de broma!

Palideció. Y hasta un estremecimiento —como si de algo oscuro y medroso se tratase— agitó sus carnes acarbonadas.

—¡Caray, ni de broma! —repitió— Voy pa lo' sesenta largoh…

—Ayer decíah que te fartaba un mundo.

Pancho miró con rabia a su interlocutor.

—Compadreh somoh, Mario —dijo— Noh conoceme dende mocetoneh, ¿y ti'acuerdah?, pa la dentrada de loh Restauradore, un'hembra peliano, y me la ganaste'n mala ley. Yo no me calenté.

No m’hey calentao nunca con voh… Pero, ¡esto no te lo aguanto! ¿Pa qué tieneh' esoh dicho? Voh mejor que nadien sabeh mih'años; que soy viejo, viejísimo, que no puedo manejar ni l'hacha.

—No hay pa tanto, hombre; no hay pa tanto.

—Claro que sí. Como anda la soga…

—A voh no te bian de garrar. Ti'a juyes de'erbarde.

A tu’hijo Ramón si tarveh lo aprienderían.

—¿A mi'hijo?

—Digo. Como eh mozo y sirve pa sordao…

El viejo Pancho palideció de nuevo. Instintivamente miró hacia arriba, a lo alto de la casa, donde estaba su hijo, y suspiró:

—A mi hijo —repitió en un gagueo—. Y parece que a voh te gusta eso, Mario. Hay una razón.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 575 visitas.

Publicado el 25 de abril de 2021 por Edu Robsy.

La Muerte Rebelde

José de la Cuadra


Cuento


I

KENT: ¡Rómpete,corazón; te lo suplico, rómpete!

—Shakespeare. “El Rey Lear”, acto V, escena final.


Don Ramón Manuel Lacunza estaba fundamentalmente hastiado de la vida y había resuelto morirse.

Entiéndase bien: morirse; no matarse.

Tenía veinticinco años de juventud; lo cual quiere decir, sin requilorios, que andaba por ahí cerca de los nueve lustros, no enteros del todo.

Y eran regordetes y acaudalados sus nueve lustros.

Había arrastrado su soltería —mil sucres de renta mensual,— por todos los lugares en que se brinda solaz a precios económicos, puertos ásperos del placer; pero, falto de una voluntad recia, de un ideal motor que lo empujara a superarse, no encontraba, prácticamente —y ahora peor que antes— cuál éra la razón de vivir.

—Ciertamente, los designios de Dios son inescrutables. No doy, por mucho que me exprimo, con el por qué hizo alentar en el barro humano, tan mal adobado después de todo, el ser ... ¿Cuál la finalidad?; ¿dónde el objetivo? ¿Para que se aburra uno como dizque se aburren las ostras...? ¡Puah!

Y acaso no escaseara razón a la sin razón que en su razón se hacía. De veras, don Ramón Manuel Lacunza, de navarra casta, ¿para qué la vida? Al menos, una vida como la suya, señor don Ramón, espejo fiel y singular modelo de tantos ramones, de tantos manueles, de tantos lacunzas como yo conozco...

Entre el querer morirse y el suprimirse voluntariamente, hay una distancia sólo comparable a las siderales. ¡Ah!, si todos los que desearan acabar pusiesen en práctica su deseo, os posible que el mundo estaría convertido, muchos siglos ha, en un sueño realizado de Malthus.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 329 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

De Cómo Entró un Rico en el Reino de los Cielos

José de la Cuadra


Cuento


(A Joaquín Gallegos Lara)


Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “De cierto os digo que un rico dificilmente entrará en el Reino de los Cielos. Mas os digo, que más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una

aguja, que entrar un rico en el Reino de Dios". Mas sus discípulos, oyendo estas cosas, se espantaron en gran manera, diciendo: “¿Quián, pues, podrá ser salvo?"— Y mirándolos Jesús, les dijo: “Para con los hombres imposible es esto, mas para con Dios todo es posible".

—Evangelio según San Mateo, capítulo XIX, versículos XXIII, XXIV, XXV y XXVI.


A las 8.30 a.m., hora de New York, falleció en su opulenta residencia de la Quinta Avenida, Mr. Douglas N. Tuppermill, de Alabama, rey del yute.

Cumplía Mr. Tuppermill en el instante de morir, ochenta y dos años, quince días, siete horas y catorce segundos con un dozavo, según cálculos exactísimos que hiciera su médico de cabecera, prudentemente colocado a los pies del lecho en el momento de espirar el millardario, temeroso, sin duda, de que Mr. Tuppermill, que siempre fue dado a bromas y muy aficionado al box, le propinara de despedida, un recto a la mandíbula en final agradecimiento a lo poco de bueno que hizo realmente el galeno por salvar a su cliente de las garras de la parca.

Así que se durmió la materia, el espíritu de Mr. Douglas N. Tuppermill emprendió su viaje por las regiones del infinito, en procura del Empíreo; pues, se sentía con indiscutibles derechos a ser allí bien recibido.

El viaje mismo le pareció poco eonfortable —¡cómo se va mejor en los trenes y en las naves de la Unión!;— pero, se consolaba de esto con la esperanza del recibimiento, que tenía fundadas razones de creer que sería magnífico.

¿Habéis oído hablar de Mr. Douglas N. Tuppermill? Pienso que sí.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 88 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

¿Castigo?

José de la Cuadra


Cuento


Al doctor J. M. García Moreno, que sabe cómo esta fábula, se arrancó angustiosamente a una realidad que, por ventura, se frustró...


Apenas leves, levísimas sospechas, recaían sobre la verdad de la tragedia conyugal de los Martínez.

Se creía que andaban todo lo bien que podían andar dada la diferencia de edad entre marido y mujer: cincuenta años, él; veinte, escasos y lindos, ella.

Se creía —sobre todo— que el rosado muñeco que les naciera a los diez meses de casados y que frisaba ahora con el lustro, había contribuido decisivamente a que reinara la paz, ya que no la dicha, entre los cónyuges.

Pero, lo cierto era que el hogar de los Martínez merecía ser llamado un ménage a trois. La mujer se había echado encima un amante al segundo año de casada.

El amante de Manonga Martínez era el doctor Valle, médico.

Cuando Pedro Martínez, agente viajero de una fábrica de jabón, íbase por los mercados rurales en propaganda de los productos de la casa, el doctor Valle visitaba (y por supuesto que no en ejercicio de su profesión) a Manonga.

Dejaba el doctor Valle su automóvil frente a unas covachas que lindaban por la parte trasera con el chalet donde vivían los Martínez, y, con la complicidad de una lavandera que hacía de brígida, penetraba por los traspatios hasta la habitación de aquéllos.

Encerrábanse los amantes en el dormitorio, y cumplían el adulterio sobre el gran lecho conyugal.

Manonga, precavida, se deshacía con anticipación de la cocinera y de la muchacha. Para mayor facilidad, veíanse, por ello, a la media tarde.

Al chico —Felipe— lo dejaba la madre en la sala, jugando. Cuando estuvo más crecidito, lo mandaba, al portal o al patio. Ahora permitía que correteara por frente al chalet; pero, eso sí, sin que saliera a las veredas del bulevar. Habíale enseñado a que, oportunamente, negara el que su madre estuviera en casa.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 130 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Camino de Perfección

José de la Cuadra


Cuento


Ante los ojos —azules— de aquella muchachita, Arturo Nilmes —el simpatiquísimo y elegante Nilmes, campeón de tennis, primera copa de automovilismo 1925, —se sintió cohibido, como dominado por una misteriosa atracción, tal ocurre a los que miran largamente los ojos de Budha el silencioso.

Cuando en su peña del club relató a los contertulios habituales aquel “fenómeno”, dos o tres tontos se mofaron del paradójico Nilmes, terror de maridos, “que se había puesto nervioso ante una pequerrucha”.

Sofronio Redal —suegro de profesión y abuelo diecisiete veces y media, según su forma de presentarse,— fué el único que tomó en serio el asunto.

—Es que esa muchachita —dijo— lleva en sus ojos el alma de la madre, de la singular Magdalena, gloria y prez de nuestra tierra, modelo de su sexo.

Sofronio Redal la había conocido. Según aseguró, la había tratado; y, aún insinuó algo más, que decidimos por unanimidad no creer, en mérito a las pocas pruebas y a la petulancia que —en materia amorosa— se gastaba nuestro amigote.

...La había conocido desde muy joven, cuando él, aunque un poco menos, también lo era. Tendría Magdalena, entonces, una veintena de años y trabajaba en una casa de modas con una francesa de Lyon.

Venida de las más bajas capas sociales porteñas, logró interesar con su belleza a todos los chiquillos bien de la urbe, que acudían en bandadas, a las horas de salida, para seguir, entre un fuego granado de piropos más o menos colorados, a la encantadora obrerita hasta su humilde vivienda del arrabal, en las proximidades del Estero Salado.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 108 visitas.

Publicado el 4 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Calor de Yunca

José de la Cuadra


Cuento


I

José Tiberíades se revolvió en el camastro, bajo el toldo de zaraza floreada cuyo cielo de ruan casi se le pegaba al rostro.

—¡Mama!

Respondió la vieja desde su tendido cochoso:

—¿Qué?

Contestó José Tiberíades con voz viva:

—Se me ha quitado el sueño.

—¡Ah!...

—Es la calor y los mosquitos.

—¿Se te han metido en la talanquera?

—No; es que zumban, mama... es que zumban... Y la calor... Estoy en pelotas, viera, mama... ¡Y la calor!

—Ahá.

Refugio, la hermana, que se acostaba en el mismo lecho que la mama, gritó:

—¡Dejen dormir!... La noche no se ha hecho para conversar.

Pero a poco José Tiberíades volvió a llamar:

—¡Mama!

—¿Qué?

—Me voy a levantar. No sé; me ahogo en el cuarto encerrado... Voy a echarme en la hamaca de la azotea... Allá corre viento.

—No vayas, mejor.

—¿Por qué?

—Hay luna. Andan las malas visiones.

—¿Y es cierto las malas visiones, mama?

—Sí: el difunto tu padre se topó una vez con una, ahí no más, al pie de los caimitales. Era un bulto blanco. Parecía una mujer. Lo llamaba, alzando el brazo.

—¿Y era mujer?

—Sí.

—¿Y quién era esa mujer, mama?

—La muerte.

—¡Ah!... Pero ¡oiga, mama! A mí no me asustan las malas visiones... Yo tengo calor, no más... ¡Viera, mama!... Un calor adentro... como si estuviera con fiebre... ¡Qué calor!... Allá afuera hará fresco... Cerraré los ojos para no ver las malas visiones... Y me meceré en la hamaca...

Se levantó José Tiberíades... Se puso los calzones, dejando al aire el busto. Salió.

—¡Muchacho necio! ¡Siquiera persígnate!

—Bueno.

Se persignó. Desde su lecho la vieja lo bendijo.

José Tiberíades se fue a la azotea.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 77 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Aquella Carta

José de la Cuadra


Cuento


Yo la leí.

Mi voz —que la emoción tornaba angustiosa,— era férvida, quizás un mucho amarga, al leerla.

Creo que nunca —como en esa ocasión— he leído tan bien.

Decía la carta:

“Alina:

“¡Adiós para siempre!

“Habría, querido, luego de estas palabras —definitivas—, garrapatear al pié mi pobre firma... y no decirte más. En este minuto —único— en que voy a franquear con firme paso la puerta que se abre al Gran Camino, todo concepto obvia y toda frase está demás.

“¡Alina! ¡Alina! Te quiero... Nadie te querrá como yo te quiero. Si Dios —perdóneme El que en este instante de pecado máximo, lo nombre;— si el bello Dios me hubiera dotado del arte de bien rimar, en inmortales versos mi amor a ti perduraría... Si al buen Dios le hubiera sido en gracia concederme la de la armonía, en lindas canciones mi amor a tí perduraría... Alguna vez, al pasear por el campo, en quién sabe cuál choza humilde, cualquiera moza garrida al susurrar a media voz una canción —la Canción— que yo te compuse, te habría traído mi recuerdo...

“Pero Dios —que a la tierra me mandó sólo a sufrir,— creóme horro de aquellas mercedes que a otros concede a manos llenas. (El —sólo El— sabrá en su justicia por qué lo hizo).

“Alina, me voy... Como esos barcos que izan velas para el viento favorable, me he preparado para partir. Listo estoy. Pisoteé mis creencias. Derrumbé mis convicciones. Mi fe, legado único pero inapreciable que mi madre —¿la recuerdas?— me dejó; la manché. ¡Yo soy un hombre que ha manchado su fe! Y había que oír cómo lloraba mi alma cuando la ahorcaba... Porque antes que al cuerpo, he matado a mi alma...

“Mi alma... mi alma, que formó mi madre, quien lo fue tuya también. ¿No te dio mi madre a beber —como a mí— su sangre hecha néctar en sus senos gene..............”


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 279 visitas.

Publicado el 4 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Mientras el Sol se Pone...

José de la Cuadra


Cuento


(nuestro sol interior...)


Se llama a la Muerte en el supremo libro de los verdaderos nombres, la Consoladora y la final Remediadora.

Es buena por mandato divino. Y, cuando es llegada la hora de su visita ineludible, se atavía, para hacérsenos amable, con el áureo traje de nuestro más bello recuerdo.


Cerró los ojos Luis Manuel —como dos puertas— y tembló de la cabeza a los pies. ¡Qué oscuridad profunda, y pesada! Él —en su pobre pequeñez de humanidad— había sentido durante un momento, durante la eternidad vehemente de un momento, —bien así como Atlas el mundo— todo el profundo peso de la oscuridad...

—Doctor! —clamó

No lo oyeron. Querrían no oírlo. La, enfermera estaría ahí cerca, pensando en quién sabe qué cosas juveniles, rosadas, dulcemente pueriles... Pero, él era un moribundo a, quien ya no valía la pena escuchar cuando llamaba. Vox clamantis in deserto... Puah! Estaba tan cerradamente perdido!

Se agitó en una convulsión loca de 40°. Ahora pidió agua...

Agua...

Los grandes ríos que allá, corren, lejos, en la vida... Dicen que las aguas vomitadas del Amazonas endulzan en extensa zona el Océano Atlántico, el gran Mar Tenebroso que fué...

Agua...

Para la sed milenaria de Egipto, he ahí los Nilos de nombres cromados; los Nilos, hijos de los amplios lagos negros que sueñan en el sur del continente negrísimo; los Nilos obedientes, torpemente bondadosos, migratorios como las golondrinas, o mejor, como el plancton vitalísimo de los océanos fundamentales y todoriginarios.

Agua...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 110 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Sacristán

José de la Cuadra


Cuento


A Colón Serrano

1

Zhiquir es un anejo de indios, adherido como una mancha ocre, al contrafuerte andino.


Cuando el sacristán —o regidor— de la iglesiuca de Zhiquir, el Elías Toalombo, se largó vida afuera; lo sucedió en el ejercicio del cargo su hijo mayor, el Blas. Entre los Toalombos, la sacristianía era un privilegio hereditario.

Lo de llamarlo a esto privilegio, es duro eufemismo. Crudamente, resultaba la más pesada de las cargas que puede caer sobre las espaldas de un nieto de mitayo, y mitayo él mismo por perdurabilidad de tradición absurda. A más de evacuar las diligencias propias del cargo, el sacristán de Zhiquir había de cuidar celosamente de la cuadrita y de los animaluchos del clérigo y atender a éste en los menesteres domésticos, conforme y como fuera el mandato recio de su paternidad. Por cuanto hacía, el sacristán de Zhiquir recibía, a más de los cocachos y tirones de orejas habituales, una bendición especial para sí y los suyos allá por Pascua florida; sin contar con que, en ocasiones bastantes raras, su paternidad estaba desganado y dejaba mote sobrado en el plato y heces de aguardiente en la copa, —lo que se convertía, por un viejo derecho consuetudinario, en bienes propios del sacristán. De cometer éste alguna falta, el cura —sin perjuicio de ejercer sobre el reo la baja justicia— lo libraba al brazo secular para que ejerciera la alta. El brazo secular era —propiamente— el del teniente político.

Así, para subvenir a las necesidades personales y a las de familia, de tenerla, el sacristán de Zhiquir había de aprovechar las cortas horas libres, trabajando en algún oficio manual; el de zapatero y el de sastre, o entrambos a la vez, eran, por ello, tradicionales en los Toalombos sacristanes, Blas, el actual, era zapatero.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 96 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

12345