En el manicomio de Leganés conocí a un loco que razonaba con gran
lógica: eran todos sus actos de cuerdo, paseaba solo y huía el trato de
sus compañeros: tan sensato me parecía, que no pude menos de abrigar
dudas acerca de su locura. Una de las maneras que hay de averiguar si
una persona padece alguna manía es irritar ésta, recordando los hechos
que la condujeron al asilo de locos. Así lo hice, quizás con
imprudencia, pero llevado de un buen deseo: después de una conversación
en que me sorprendió la resignación con que me refería su desventura,
dijo sonriendo:
—Yo estoy aquí porque me carteo con un muerto.
Le miré con lástima, y comprendió el significado de aquella mirada, porque añadió con melancolía:
—Adivino lo que piensa usted de mí: lo que acabo de decirle es un
absurdo; y sin embargo, no estaría aquí si me hubiera callado mi
secreto.
—¿Lo es para mí?
—Ni para nadie. ¿Se hubiera usted callado al recibir una carta escrita desde la otra vida?
Yo vacilé para contestar.
—¿Se hubiera usted callado?
—Seguramente que no; pero...
—No cree usted posible esa correspondencia, ¿no es verdad? Eso me
sucedía a mí antes de leer la carta que guardo muy oculta, pero al
alcance de mi mano.
—¿Y quién le escribe a usted?
—Un amigo muerto.
—¿Conocía usted su letra?
—Perfectamente, y es la letra de la carta. La misma noche en que
murió prometió escribirme desde el otro mundo: pasaron nueve días, y al
salir del funeral me encontré su carta en casa; tenía el sello del
interior, y además otro muy extraño, que figuraba una noche estrellada.
Vea usted el sello.
Vi, en efecto, en el sobre de una carta un círculo de fondo negro que
representaba en puntos blancos las constelaciones principales de
nuestro hemisferio.
—¿Me presta usted el sobre?
—No, señor. Creo que no puedo ser más franco.
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