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Quintar los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


La conversación había llegado a su mayor grado de interés: mientras los diversos contertulios expusimos nuestros planes de gobierno, los debates habían sido lánguidos: unos en nombre de la religión, otros en el de la libertad, o de los intereses permanentes, todos queríamos mandar del mismo modo, es decir, imponiendo cada cual al país sus pensamientos. Pero desde que empezó a hablar don Pancracio, prestamos gran atención a su programa extravagante. En su Constitución la soberanía reside en la mujer, por tradición que empieza en Eva. En sus Cortes discutirán los diputados usando el alfabeto de los mudos, y sólo serán admitidos a votar leyes después de sufrir un examen riguroso. Recordamos entre sus derechos individuales el derecho al pan y al agua: sus presupuestos tenían la sencillez de la cuenta de la lavandera: y en lo tocante a quintas, dijo que sólo admitía la quinta de los muertos.

Esta última base de gobierno produjo gran extrañeza en la reunión. ¿Quería don Pancracio un ejército permanente de fantasmas? ¿Trataba de regularizar por medio de un reemplazo equitativo la desordenada leva de la muerte? ¿Pretendía disminuir administrativamente la mortalidad escandalosa de esta corte? Para quintar los muertos, ¿habría ideado tal vez diezmar los médicos?

—Señores, dejen ustedes de dar tormento a su fantasía —dijo don Pancracio con el orgullo de un reformador—. Mi proyecto es demagógico, como lo fue en otro tiempo la igualdad ante la ley; pero es justo: hoy pido la igualdad ante la muerte. ¿Qué dirían ustedes si para el servicio de las armas, que es una necesidad social, utilizáramos únicamente, cuando tuviesen edad, los niños de la Inclusa y del Hospicio, los pobres de los asilos y cuantos ingresan en los establecimientos oficiales de beneficencia, sin exigir ese tributo a los demás?

—Sería injusto —respondimos.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Doña María de las Nieves

José Fernández Bremón


Cuento


I

María de las Nieves, condesa de Rocanevada, era a principios de siglo una hermosa viuda de treinta años de edad: su perfil griego y su esbelta figura le daban la apariencia de una estatua: la mirada de sus ojos negros era fría; diríase que era una sombra venida de la región de las nieves perpetuas y que atravesaba nuestra zona bostezando. Moralmente, la condesa era la personificación de la honestidad y del recogimiento. Los más atrevidos galanes se contenían respetuosamente en su presencia, como se detienen los marinos ante los hielos del círculo polar. Su reputación de mujer juiciosa era proverbial: cuando, al venir al mundo, el médico examinó las encías de la niña, vio con sorpresa que tenía una muela. ¿Qué seductor se atreve a una mujer de quien se sabe que ha nacido con la muela del juicio?

Era una tarde de verano: la condesa había abierto el Kempis, que le servía de oráculo, para conformar su conducta a la primera máxima de aquel ascético libro que tropezase su vista, y sus ojos se habían fijado con asombro en una cartita perfumada y elegante, furtivamente introducida entre las hojas místicas del libro.

La mano aristocrática de la condesa agitó una campanilla de plata, y poco después se presentó en el gabinete, rígida y circunspecta, la camarera principal de la condesa de Rocanevada.

—Adelaida —le dijo la condesa sin alterarse—, queda usted separada de mi servicio. —Y María de las Nieves, con gesto glacial e inexorable, enseñaba a la camarera el libro abierto—. Ésta es la tercera carta perfumada que encuentro entre las páginas del Kempis: la primera pudo introducirse aquí con facilidad: recibí la segunda cuando ya usted se había encargado del cuidado y vigilancia de esta habitación: o usted no sirve para ello, o es usted cómplice de la persona que me escribe. En este caso puede usted decirle que esta carta, como las anteriores, ha sido rota sin leerse.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Un Médico en el Siglo XVI

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor don Miguel Martínez de Leyva, después de haber visitado a la esposa del conde de Villar, se disponía a marcharse, cuando al llegar a la cancela fue detenido por el secretario del conde, en su casa de Sevilla, una tarde del año 1583.

—Sea servido vuesa merced de entrar y sentarse en mi aposento, y decirme cómo está su señoría la condesa.

—Mi señora la condesa —dijo el doctor con aire grave cuando se hubo sentado— está apestada; quiero decir, que presenta todos los síntomas patognomónicos del pestífero contagio que hace tres años introdujeron en Sevilla aquellos negros que vimos andar enfermos por las calles, recién desembarcados de una galera de Portugal. Tiene dolores de cabeza, he observado en su cuerpo pintas, y está calenturienta. Todo sea a gloria y alabanza del Señor.

—Luego vuesa merced la encuentra enferma de peligro...

—No me gustan las pintas; tolero los dolores de cabeza de la señora condesa, mientras no la priven del juicio, y en cuanto a la calentura, he visto a algunos morirse de ella hablando; no han aparecido aún los tumores o landres, pero ya irán saliendo, y acaso sean tan duros que no se puedan partir a golpe de hacha.

—¿Y qué se puede hacer contra la peste?

—Lo primero es la limpieza del alma; luego, curar el cuerpo con medicinas apropiadas, y después, buena regla de vida. En cuanto a los remedios, se han de dar según la peste sea causada por corrupción del aire, de la tierra, del agua o del fuego.

—¿Y se sabe de cuál de los elementos procede esta pestilencia?


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Los Bolsillos de los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


Pedro Chapa había sido conserje de un cementerio, y estaba rico: vivía retirado y habíamos adquirido mucha confianza. Todas las noches tomábamos juntos el café, y gustaba de narrarme, entre sorbo y sorbo, y taza tras taza, algunos episodios de su vida sepulcral, que así llamaba al período de tiempo que pasó siendo vecino de los muertos.

—Aquí inter nos —le pregunté una noche—, ¿ha violado usted muchas sepulturas?

Chapa respondió sonriéndose:

—Una sepultura es como una carta cerrada; pocos curiosos resisten a la tentación de abrir algunas, y soy algo curioso.

—La verdad es —le dije aparentando pocos escrúpulos para animarlo— que de nada aprovechan a los muertos las alhajillas con que les adornan.

—Está usted equivocado; ya no hay esa costumbre: puedo asegurarle a usted que en todos los cadáveres que he registrado no he hallado más alhaja que aquel reloj, olvidado sin duda en el bolsillo de un chaleco por no tener cadena.

Y Pedro descolgó de la relojera una saboneta de oro.

—Está parada —dije examinándola—; ¿por qué no le da usted cuerda?

—Es inútil: no anda.

—Llévela usted a un relojero.

—Sepa usted que este reloj ha recorrido las mejores relojerías de Madrid: todos los artífices me han dicho: «La máquina es muy buena: todas las piezas están completas y sin lesión, y sin embargo, el mecanismo no funciona. No sabemos en qué consiste».

—No he visto mayor anomalía...

—Yo sé en qué consiste: este reloj no está parado, sino muerto, y marca su última hora.

—¿Cree usted que esos objetos mueren?

—A todas las máquinas les llega su última enfermedad, que no tiene compostura. En fin, no pudiendo componer el reloj, lo colgué de este clavo, y aquí yace —dijo Chapa colocándolo en su sitio.


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5 págs. / 10 minutos / 18 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Bocetos

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


La prima de dos mártires

Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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12 págs. / 22 minutos / 21 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Fugitivo de Guadalete

José Fernández Bremón


Cuento


Era el mes de diciembre del año 711. Se acababa de recibir en Toledo la noticia de la derrota y muerte de don Rodrigo en las orillas del Guadalete. La consternación era grande; se ponderaba en Toledo la muchedumbre de los moros, sus armas, su fortaleza y el valor de sus caudillos. No participaban, sin embargo, del espanto popular los nobles, bien enterados de las intrigas políticas de aquel tiempo. Para unos, la muerte de don Rodrigo era un cambio de reinado, favorable para sus intereses; otros sabían más, los tratos del partido de los hijos de Witiza con el invasor, es decir, lo que hoy se llamaría una coalición de moros y cristianos para destronar a don Rodrigo.

Algunos señores godos comentaban y celebraban las noticias, burlándose de los terrores del vulgo, en una casa de recreo, no lejos de la capital y a orillas del camino, cuando sonaron algunos golpes en la puerta. Un criado anunció poco después que pedía hospitalidad un soldado rendido de cansancio.

—¿De dónde vienes? —preguntó el dueño de la casa.

—Viene de la guerra. Su caballo ha caído muerto de fatiga delante de la puerta.

—¡Que entre, que entre! —dijeron todos, levantándose de sus asientos y dejando los vinos y manjars para saciar el hambre de noticias.

Abriose otra vez la puerta y apareció en ella un soldado, con la armadura abollada e incompleta, todo el cuerpo empolvado y el rostro abatido y descompuesto.

—¿Has asistido a la batalla?

—¿Es cierta la muerte del rey?

—¿Quién manda los ejércitos? ¿Qué caudillo han proclamado?

Y todos le preguntaban a la vez, sin darle tiempo a contestar.

—Ante todo, dadme de beber, que muero de sed y de cansancio.

Los nobles le presentaron sus copas, esperando con ansia las palabras del soldado. Éste se repuso vaciando algunos vasos, su rostro se coloreó, y luego dijo con voz triste:


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Corrida Prehistórica

José Fernández Bremón


Cuento


A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Azufre en la Magia

José Fernández Bremón


Cuento


Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Juegos de Muchachos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Qué haces por las noches cuando sales del trabajo? —pregunté a un aprendiz de diez años de edad. Tenía curiosidad de saber en qué se ocupan ahora los muchachos; creía que irían al Bolsín, escribirían dramas, o hablarían de política. Cuál habrá sido mi sorpresa al saber que hacen diabluras todavía.

—Esta noche voy de pesca —me dijo gravemente.

—¿Y dónde hay pesca en Madrid?

—¿No ha visto usted en el jardín de la plaza de Oriente dos estanques? En el que está enfrente de Palacio hay peces encarnados y en el otro peces blancos. Llevo un hilo, un alfiler y miga de pan untada en aceite; me siento al borde del estanque, sujeto el hilo a una piedra y miro de reojo si se mueve; ¿se mueve?, hay pesca; saco el pez, lo envuelvo en mi pañuelo, lo mojo en el estanque, y luego en todas las fuentes que hallo al paso, hasta llevarlo vivo a casa.

—¿No te riñen tus padres?

—No lo saben.

—Pues, ¿dónde escondes esos peces?

—Los echo en la tinaja.

—¿Cuántos peces tienes?

—Lo menos una libra.

—¿Y si se descubre?

—Despedirán al aguador creyendo que trae el agua del mar. O se lo confesaré a mi madre en un día de vigilia.

—¿Y el guarda?

—Cuando nos ve sentados nos registra, y si nos encontrase el anzuelo nos daría una paliza; el que había antes tenía otra costumbre: primero nos daba la paliza y después nos registraba.

—Y ¿tardan los peces en caer?

—Sí: son muy pesados: yo sé un medio de llamarles la atención: se enciende un fósforo y acuden los peces a la luz; pero tiene el inconveniente de que también acude el guarda.


* * *


—¿No bajas también al Prado?

—Sí, señor; a deshacer los corros de las niñas.

—¿Te gustan? ¡Arrapiezo!

—Cuando tienen el pelo suelto, sí, señor.

—¡Habrase visto!

—Tengo pelo de casi todas.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Cuerpo y la Sombra

José Fernández Bremón


Cuento


El cuerpo estaba muy disgustado de la compañía de la sombra. Caminaba hacia el sol, y la sombra le seguía: volvía la espalda al sol cuando andaba, y la sombra iba delante. Se paraba, y la sombra también se detenía. Un día no pudo más y dijo a la sombra en tono descortés:

—Retírate de una vez. Quiero estar solo.

—No puedo dejarte: tengo obligación de ir contigo a donde vayas.

—Me retiraré de ti.

—No lo conseguirás: soy tu compañera de cadena en este mundo.

—Saldré al sol cuando éste caiga sobre mí verticalmente desde el cenit.

—Y estaré bajo tus plantas.

—Pasearé siempre en el crepúsculo.

—Y te seguiré disimuladamente en la penumbra.

—Cerraré de noche mis puertas y ventanas y no encenderé luz en mi alcoba.

—Entonces serás mío por completo y te estrecharé tan íntimamente, que no habrá un solo punto de tus formas libre de mi abrazo.

—Me mataré.

—Y me acostaré al lado de tu cadáver; y si te entierran, te envolveré en el sepulcro, y cuando exhumen tus restos me dividiré en tantas partes como ellos; y rodaré con tu cráneo y haré guardia a tus últimos despojos mientras existan sobre la tierra.

—¿Y mi alma?

—Ésa te abandonará para irse al mundo de luz: tú eres esclavo de la sombra.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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