I
Aquel día Jacobo el albañil trabajaba con gusto; la víspera había
comido mucha carne y bebido en abundancia, así es que sentía exceso de
fuerza y desusada facilidad de movimientos; además, el recuerdo de una
discusión política que había tenido con Blas el Largo, tabernero
conservador, daba vigor a su brazo, pues cada vez que recordaba los
argumentos de su amigo, respondía mentalmente, derribando de un
piquetazo un trozo de pared:
—Tú eres albañil y me comprendes —le había dicho Blas—, se ha destruido mucho y hay que edificar.
Y Jacobo descargaba con ira la piqueta contra el viejo paredón,
pareciéndole que echaba abajo una antigualla a cada golpe. Ya había
convertido en cascote altar, trono, milicia, capital y burguesía, que
consideraba como el ripio y la armadura carcomidos de una sociedad
apuntalada, cuando el pico de hierro dio en un vano y estuvo a punto de
perder el equilibrio.
Se había llevado muchos desengaños con esos nichos o escondites que
se encuentran al derribar las casas viejas; en uno había hallado suelas
de zapatos, y en el más interesante el esqueleto de una criatura; pero
aquel piquetazo en hueco no era como otros: le pareció haber lastimado
un organismo sensible, como si la pared tuviera entrañas; introdujo el
pico de hierro suavemente en la cavidad que había hecho, la agrandó con
precaución, y al retirar la herramienta salió por aquel boquete un
chorro de onzas de oro, y le pareció que gemían al caer.
Quedose Jacobo más pálido que las onzas; miró a todos lados, y
asegurándose de que nadie le veía, recogió el dinero en sus bolsillos, y
siguió trabajando hasta ocultar la boca de la mina.
Aquella noche, después de emborrachar con su mujer al guarda de la
obra, sacó el resto del tesoro, y antes de que amaneciera, Rosa y Jacobo
habían guardado bajo los ladrillos de su alcoba dos mil onzas de oro,
después de contemplarlas con deleite.
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