I
El agua de la charca, caldeada por el sol, estaba deliciosa, y ranas y
pececillos tomaban un baño de placer. Los caballitos del diablo
patinaban sobre la superficie sin mojarse, y las avispas alargaban la
trompa para beber, posando sus zancas en los guijarros de la orilla. Una
vegetación verdosa formaba islas flotantes en aquella agua tranquila,
rodeada de playas arenosas, de piedras en acantilado o de juncos y
hierbajos. Era un mar en miniatura, cuyo espejo reflejaba el tronco y la
copa de un peral, y los caprichosos dibujos de una zarzamora. Millares
de insectos rebullían alegremente tomando el sol, sin obligaciones ni
cuidados, o se refrescaban en la humedad y reposaban a la sombra de las
hojas. Sólo las hormigas trabajaban a lo lejos, dirigidas por sus jefes,
en correcta formación, y algunos gusanillos se divertían en verlas
desfilar como nuestros muchachos cuando pasa un regimiento.
Era la hora de más calor de un día canicular, y se apeaban de los
perros, cabras y otros animales que pasaban a lo largo toda clase de
insectos, cuando de la panza de un gato que se estaba lamiendo al sol
saltaron a la arena cuatro pulgas, una de ellas jamona y bien cuidada, y
las otras pequeñas y deslucidas, pero retozonas y traviesas.
—¡Quietas, niñas! —decía la mamá—: no deis esos brincos, que vais a
extraviaros; considerad que sois tres señoritas y que os observan los
que veranean en la playa. Van a creer que os habéis criado al aire
libre, cuando sólo os he dejado asomaros a la naricita del gato.
Pero las pulguitas, en vez de seguir consejos tan prudentes, daban
saltos prodigiosos, asombradas de su elasticidad y ligereza, no
reparando si caían en la cabeza de un gorgojo o en el duro coselete de
algún escarabajo.
—¿Son de usted esas negritas que están dando tanto escándalo? —dijo un ciempiés a la pulga gordinflona.
—Se han criado conmigo por lo menos.
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