Textos más vistos de José Fernández Bremón publicados por Edu Robsy publicados el 18 de julio de 2024 | pág. 2

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autor: José Fernández Bremón editor: Edu Robsy fecha: 18-07-2024


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Placeres Gratuitos

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Cayó de un árbol una oruga sobre la espalda de un galápago, y al notar el cómodo y suave movimiento del testáceo, la oruga dio gracias a la suerte porque le había puesto carruaje.

—Ya no tendré que arrastrarme por el suelo —decía entre sí—, ni fatigarme. ¡Cuánto voy a viajar sobre la concha de este bruto!

A todo esto el galápago avanzaba lentamente hacia un estanque, con gran regocijo de la oruga, que sólo había visto el agua desde lejos. Ya en la orilla, el galápago entró en el agua con suavidad, nadando con soltura.

—¡Calle! —siguió diciendo la oruga—. No sólo tengo carruaje, sino barco: esto es un yacht de recreo. ¡Qué hermoso es navegar en barco propio!

—¡Hija mía! —exclamó el galápago con sorna—. ¿Creías que ibas a viajar gratis en mí? Todo se paga en este mundo. Estás rodeada de agua y no puedes huir. Cuando bendecías tu suerte por haberte puesto coche, yo bendije a la mía que me había puesto el almuerzo en las espaldas.

Se hundió el galápago, quiso nadar la oruga y el testáceo la devoró con apetito.


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Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Tiempos Heroicos

José Fernández Bremón


Cuento


Don Froilán, después de haber hecho calentar las sábanas de su lecho, y de sustituir la peluca por el gorro de dormir, se metió en la cama envuelto en su traje de franela, y muy satisfecho por el calor con que había defendido en su tertulia las costumbres de los siglos caballerescos y condenado las modernas. Al apagar su vela y verse libre de los dolores reumáticos, se quedó poco a poco dormido, con la imaginación poblada de monjes y guerreros, pajes, torreones góticos, trovadores y puentes levadizos.

Y soñó que asistía a un torneo, cerca del tablado Real, en una tribuna de caballeros de la Orden de Santiago, a la cual pertenecía. ¡Con qué placer contemplaba la palestra, los jueces del campo, heraldos y escuderos, y la correspondencia de colores entre los adornos de las damas y las divisas de los caballeros! ¡Con qué satisfacción veía los encuentros de los combatientes, las lanzas volando en astillas, las armaduras rotas y los cascos abollados! ¡Y con qué conocimiento hacía la crítica de los golpes, burlándose, entre los amigos, de los combatientes menos diestros o más tímidos!

—Esa lanzada es baja; ese revés es un simple latigazo; ese caballero no mira por su honra. —Y una vez, sin reparar en el anacronismo, estuvo a punto de pedir banderillas de fuego para un guerrero que no quería acometer.

Entró un heraldo, detrás de un caballero, y hecho el acatamiento ante los reyes, impuso silencio un trompetero para leer un cartel de desafío.


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El Diablo Submarino

José Fernández Bremón


Cuento


Plencia es un pueblecito situado a corta distancia de Bilbao: su playa de arena está limitada por dos muros de roca a derecha e izquierda que forman un boquete por cuyo fondo se ve cruzar a lo lejos algún buque: la playa tiene tan poquísimo calado, que cuando baja la marea el agua se aleja y habría que ir en busca del mar para llegar a su orilla: nunca vi una barca en aquel puerto seco, a donde llega el Cantábrico como una delgada lengua de agua que lame la arena endureciéndola. Plencia tiene vistas al mar, pero no tiene puerto.

En aquella playa tomé baños de agua y arena hace ya muchos años: allí conocí a un marinero retirado, hombre de unos cincuenta años de edad, a quien los médicos habían enviado, no a tomar las aguas, sino el aire salitroso de mar: llamábase Tiburcio.

—¿No se baña usted? —le pregunté una tarde por entablar conversación con aquel hombre, a quien encontraba siempre cerca de la única casilla en forma de garita de centinela que había entonces en aquella playa.

—No, señor —respondió gravemente—, me he bañado tantas veces sin gana, que he perdido hasta las ganas de lavarme. Los médicos me han recetado aire y vengo a respirar; y crea usted que no todos conocen el valor de esta medicina como yo.

—¿Siente usted alivio al respirar?

—He contenido tantas veces el aliento, que aprendí a saber lo que vale una buena bocanada de aire puro.

—No le entiendo a usted.

—He sido buzo. Y créalo usted: no hay trago de vino ni aguardiente tan sabroso como un sorbo de viento, después de haber estado uno sumergido bajo el agua.

—Mal sitio ha elegido usted para bucear, aquí donde es preciso hacer un viaje mar adentro para encontrar fondo.


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Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Hombre Pájaro

José Fernández Bremón


Cuento


Caen ministerios; se elevan sobre sus ruinas otros partidos; suceden catástrofes o se realizan hechos gloriosos; y apenas se entera de ellos don Rufo, que sólo tiene con los hombres el trato indispensable para la vida. Su pasión, su interés y sus aficiones están muy altos. Si le veis cruzar las calles con la cabeza muy erguida, no le creáis orgulloso; es que examina el horizonte: si le encontráis mirando los balcones de las casas, no os figuréis que mira a las muchachas; es que pasa revista a las jaulas colgadas en los balcones: ¡oh!, si tuviera alas para para poder reunirse con los suyos; los suyos, es decir, los seres que le encantan y con quienes viviría eternamente, son los pájaros.

Habla en vez de trinar, porque también hablan las cotorras y los loros; prefiere al canto de un gran tenor el de un jilguero, y cambiaría sus dos brazos por dos alas de aguilucho.

—¿Dónde vive usted? —le preguntamos un día, y respondió humildemente:

—Tengo mi nido en la plaza de Santa Ana.

—¿Su nido?

—Es tan pequeña mi habitación que se puede decir que vivo en una jaula.

Si entra a cortarse el pelo, cuando le pregunta el oficial si le deja el tupé que lleva siempre, contesta con rapidez:

—Sí; no me corte usted la crestecita.

Llama al comedor de su casa el comedero.

Un día le oí decir a su criada:

—Es preciso que cuando yo la llame a usted, venga en un vuelo.

—Pues ni que fuera yo una alondra.

—A ver si cierra usted el pico, porque va usted tomando conmigo muchas alas.

Aunque es susceptible, no se enfada porque le llamen buitre, pavo, ni marica.

Sólo se trata con escritores por ser gente de pluma.

Una sola vez le han oído echar un requiebro, diciendo a un ama de cría:

—¡Vaya una pechuga!


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El Montón de Oro

José Fernández Bremón


Cuento


I

Cuando Perico y Ramón reunieron sus fondos por primera vez, el capital social ascendió a la módica suma de ocho pesetas. Ambos eran jóvenes, atrevidos y ambiciosos; Perico perezoso y soñador; Ramón era una ardilla y necesitaba siempre moverse y hacer algo, sólo que no sabía en qué emplear su actividad; en cambio Perico imaginaba planes que por dejadez no ejecutaba. Ambos se completaban, y comprendieron que unidos podían tener aspiraciones, mientras que, separados, tenían que ser unos infelices. Así lo expuso Perico, con mucha lucidez, y se constituyó la sociedad.

—Es preciso —dijo cuando el contrato se formalizó— que nuestra empresa tenga carácter permanente.

—¿Cómo? —repuso con sorpresa el camarada.

—Estableciéndola sobre bases sólidas: 1.ª Los fondos sociales no se gastarán nunca. 2.ª Se aumentarán diariamente por toda clase de negocios lícitos. 3.ª Entiéndese por operación lícita toda aquella que aumente el capital.

Aprobados aquellos breves estatutos, Perico, que había estudiado algo, pronunció debajo del puente de Toledo, donde ambos veraneaban aquel año, un discurso acerca de la naturaleza del capital, forma, a su juicio, la más manuable de la propiedad.


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El Nacimiento de la Pulga

José Fernández Bremón


Cuento


En los primeros tiempos, cuando toda la materia fue poco a poco condensándose y tomando forma, dijo Dios al Genio de la Tierra:

—Ha llegado el momento de poblar de vivientes tu planeta: convoca a los espíritus creados para habitarla y que elijan cuerpo y manera de vivir a su gusto. Y hágase.

El Genio bajó a la Tierra para obedecer sin discutir; pero muy desconsolado, y pensando que aquel decreto iba a arruinar el planeta que se le había confiado, decía con tristeza:

—¿Habré cometido alguna falta en la distribución de montañas y llanuras, climas y paisajes, y curso y reglamento de las aguas? ¿Estarán mal calculados los movimientos de la atmósfera? ¿Parecerán mezquinos los árboles que yo creía tan gallardos, y las variedades que imaginaba tan complicadas e ingeniosas de los minerales y las plantas? Bajo el temor de haber desagradado, ahora me parece ruda y bárbara mi obra. ¡Qué pálidos, escasos y pobres son los colores que ha combinado con las vibraciones de la luz, y qué mal dispuestas me parecen las leyes del sonido, de la gravedad y del calor! Los contornos de las montañas y la forma de los continentes no tienen armonía y son extravagantes.

Y un pensamiento aún más terrible le hizo afligirse hasta el extremo.

—¿Habré revelado por torpeza el gran secreto del crear, que se me ordenó poner de manifiesto claramente, pero de modo que resultase oculto por su misma claridad? Grave ha sido mi error cuando se me manda entregar la Tierra a esos espíritus inquietos e innumerables, para que la estropeen con sus malos instintos, brutalidad, torpeza, orgullo y condiciones destructoras y malignas. Es verdad que no todos son malos, y los hay inofensivos y agradables... ¿Qué resultará?


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La Cadena y el Bozal

José Fernández Bremón


Cuento


Una de estas noches, los ratones más viejos de la Biblioteca Nacional, es decir, los ratones más sabios de España, disputaban en el despacho del señor Tamayo para explicar un hecho anómalo, que preocupaba al numeroso pueblo ratonil que se desarrolla en aquel destartalado edificio. El caso era el siguiente: varios ratoncillos habían visto en la portería superior un perro encadenado y con un aparato metálico en la boca, y que iba conducido por un hombre.

Cuando habló el concienzudo Fo, callaron todos los ratones: los unos para saborear, los otros para roer su discurso.

—El perro —dijo Fo— es el amigo del hombre: la cadena, instrumento de esclavitud: hierro que oprime la boca no puede ser sino mordaza: he oído quejarse a un redactor en la sala de periódicos de que trataban de amordazar a la prensa. Y siendo incompatibles la amistad entre el perro y el hombre y las cadenas y mordazas, deduzco de todos los datos expuestos, que ése debe ser un perro condenado a presidio por delito de imprenta.

—Con permiso del respetable Fo —dijo un ratón llamado Fa—. Los periodistas hablan de mordaza en sentido figurado: si su señoría leyese periódicos en vez de roer sus márgenes, hallaría en ellos la explicación del caso. Ese perro lleva bozal y cadena en cumplimiento de un bando del alcalde...

No pudo concluir, porque le interrumpieron los murmullos: su explicación resultaba incomprensible.

—¿Para qué le pondrían ese bozal? —dijo el agudo Fi.

—Para que no muerda.

—¡Absurdo! Si los hombres fueran tan precavidos, atarían las manos a los lectores de la Biblioteca para que no arrancasen las estampas a los libros.

—¡Que hable Fe! ¡Que hable Fe!


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La Fuerza y la Inteligencia

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


—Eres un tirano —decía el vapor de agua al maquinista—: habiendo fuera tanto espacio, me oprimes y sujetas dentro de la caldera: vuélveme la libertad; deja que yo emplee mi fuerza según mi voluntad.

—¿Tu fuerza y tu voluntad? —respondió el maquinista sonriendo—. Si yo te dejo libre no podrás alzar del suelo ni un átomo de polvo.

Los pueblos son como el vapor de agua: su fuerza se aniquila cuando no hay un maquinista que la encierre en la caldera y la utilice.


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Los que Suben y Bajan

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Una gota de agua, que había estado millares de años confundida con las demás en un lago, sintió de pronto que se transformaba y adquiría ligereza extraordinaria. Estaba evaporándose.

—¡Tengo alas! —dijo flotando sobre el lago—. ¡Adiós, amigas! Ya había presentido muchas veces que mi naturaleza era distinta de la vuestra. Voy a las alturas, al país de las nubes y las águilas. Ya no nos veremos más.

—No te enorgullezcas —le dijo otra gota que había viajado mucho—. Yo he estado en esas altas regiones, y sé que no se permanece en ellas mucho tiempo. Pide a Dios que cuando caigas, quizás hoy mismo, te deje volver a este lago tranquilo. Eres como todas nosotras: un poco de calor te eleva; un pequeño enfriamiento te hace descender.

—Aunque eso sea —repuso la soberbia partícula de vapor—. Ha llegado mi época feliz.

—¿Quién sabe? Acaso estás destinada a hundirte en el terreno y encerrarte para siempre en una cueva oscura.

Algunos días después, la gota condensada caía sobre una hoja, y resbalando por ella temblaba, resistiéndose a desprenderse.

Venía de los cielos: iba fatalmente a rodar sobre la tierra.


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Mojiganga

José Fernández Bremón


Cuento


I

—Madre Zanca —dijo una muchacha rubia que representaba quince años—, es una pobre la que llama, y quiere que le digáis la buena ventura de limosna.

—Respóndele que no se la he querido decir a un caballero con guantes de ámbar, plumas en el sombrero y muchos doblones en el cinto. Hoy no trabajo.

—Dice que lo hagáis por caridad.

—Dale con el plumero.

—¿Con el mango?

—No: con la pluma, así se espanta a las moscas.

La muchacha volvió a salir, y se oyó a lo lejos el claro timbre de su voz, mezclada con otra algo cascada.

—¡Blanca! Basta de conversación y cierra la cancela —gritó con su voz hombruna la tía Zancadilla.

—Es que os ha echado una maldición esa pícara gitana.

—Pues no se la devuelvo, porque hace tiempo que no maldigo gratis.

Y se asomó al cierre de cristales para verla, pero la distrajo de su idea la vista de un jinete muy galán que entraba por la estrecha callejuela.

—¡Blanca! ¡Guiomar! ¡Inés! ¡Estrella! Niñas, aquí todas, que don Luis viene a caballo —gritó la madre Zanca.

Don Luis plantó el caballo ante el balcón, donde se habían apiñado con la vieja seis mocitas liadas como amorcillos; pero, en vez de apearse, dijo con mal humor:

—No me aguardéis: salgo en este momento de Toledo, de orden de mi tío el corregidor, con una escolta que he de alcanzar en diez minutos.

—¿Ocurre algo?

—Se sabe que la reina está de parto y no hay avisos de Madrid: voy a reconocer el camino, por si lo han interceptado los bandidos. Ni una palabra más. Adiós, Estrella: tú eres mi lucero: Guiomar del alma: Blanca mía, compadecedme y bebed a mi salud. ¡Ah! Nadie sepa que he venido.

Salió el caballo al trote, las niñas agitaron los pañuelos, retirándose contrariadas, mientras que un viejo corchete, que había escuchado la conversación, oculto en un zaguán, murmuraba para sí:


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