Textos más populares este mes de José Fernández Bremón publicados por Edu Robsy | pág. 9

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autor: José Fernández Bremón editor: Edu Robsy


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Tontos y Listos

José Fernández Bremón


Cuento


I

Éste era un lobo grandullón y fiero, que estaba muy orgulloso, y con razón, por haberse comido muchas ovejas, tres mastines, dos pastores y un teniente alcalde: se había casado con una loba tan fiera como él, y tenían seis cachorros que eran la esperanza de sus padres. La mala fama de aquella familia les aseguraba la independencia en la ladera de un monte, pues nadie osaba acercarse a su madriguera. Hembra y macho tenían tal astucia y olfato, que adivinaban los cepos a distancia, conocían la huella del hombre aun sobre la piedra y cazaban impunemente liebres, conejos, reses y personas.

Así hablaba un día el lobo padre a sus cachorros:

—Habéis venido al mundo para comer carne: cuando cacéis algún animal devoradlo hasta los huesos: lo que os quepa en el cuerpo no lo guardéis para mañana, por si otro se aprovecha de los restos.

»Cuando huyáis, no volváis la vista nunca, que en mirar hacia atrás se pierde mucho tiempo.

»Alejaos de todo lo que huela a hombre; es un animal dañino que mata desde lejos y aun estando ausente; pero cuando os juntéis muchos y él esté solo y descuidado, con las manos vacías y en la obscuridad, donde es ciego, entonces atacadle por la espalda, que es muy sabroso de comer.

»Engordad todo lo posible en el verano, porque siempre se enflaquece en el invierno.

»Todo animal es un almuerzo que se mueve y desaparece; no lo dejéis nunca escapar; si pasan dos a un tiempo, dirigíos al más gordo.

Los lobeznos escuchaban con respeto, y el más listo se abalanzó de repente al pescuezo de uno de sus hermanos, que aulló al sentirse atarazado.

—¿Qué haces? —dijo el lobo, separando con trabajo al agresor.

—Iba a almorzarme a mi hermano más gordito.


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4 págs. / 7 minutos / 19 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Cirio Pascual

José Fernández Bremón


Cuento


I

La cerería de Pascual López era en 1763 una de las más acreditadas de Madrid: un portal grande conducía de frente al obrador, lleno de operarios de ambos sexos; maestras y oficialas doblaban, torcían los hilos y hacían las presillas de las mechas, que algunos aprendices untaban de cera para endurecerlas, colgándolas después en mazos o alrededor de los arillos; más allá, la cera, hirviendo en ollas de cobre para purificarse, caía en los braseros, y los oficiales, sacando el líquido en cazos puntiagudos, lo vertían a lo largo de las mechas, dándoles a pulso el peso y forma de velas, cirios o hachas; otros aprendices, descolgando esa obra aún imperfecta, la arropaban en camas hechas con sábanas y mantas, llevándola después a los tableros, en donde otros operarios la moldeaban, bruñían y acababan.

La tienda, al lado izquierdo del portal, comunicaba con el taller por una puertecilla, y no tenía más adornos que un ancho mostrador, cajones rotulados y una severa fila de hachas colgadas de escarpias en el fondo. Detrás del mostrador Juanita la cerera enseñaba al sonreír sus dientes blancos y los hoyuelos de sus mejillas sonrosadas, y revolvía su esbelto cuerpecito con los movimientos más estudiados y graciosos. Pascual López, su marido, la miraba de reojo, pálido como sus hachas y muy intranquilo cuando el comprador tenía trazas de galán.

—¡Una cruz para difuntos! —dijo una moza lugareña.

—¿Blanca o amarilla? —respondió la cerera.

—No me han dicho más.

—¿Era el muerto soltero, casado o viudo?

—Es mi señora: la madre de mi amo.

—Entonces le pondrán una cruz amarilla, pero si la quieren de soltera se cambiará por una blanca.

Y Juanita entregó a la moza una de esas cruces de cera que en aquel tiempo se colocaban en las manos de los muertos.

Los parroquianos entraban y salían, oyéndose estas o parecidas frases:


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6 págs. / 10 minutos / 14 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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8 págs. / 15 minutos / 18 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Pensar á Voces

José Fernández Bremón


Cuento


A mi cariñoso y verdadero amigo
Isidoro Fernandez Florez.


Todos los dias oimos á nuestro lado palabras sueltas que se escapan involuntariamente á individuos que pasan hablando a solas sin notarlo: con frecuencia vemos personas que accionan sin hablar, como si sostuvieran disputas muy acaloradas: más de una vez el eco de nuestras propias palabras nos ha advertido que íbamos por la calle hablando en voz alta y llamando la atencion de los transeúntes. Todo esto no es sino una débil manifestacion de la actividad febril de nuestro cerebro, tumultuoso taller que funciona sin cesar, congreso en sesion permanente, y manicomio en que, entre mil ideas extravagantes, descuellan alguna vez pensamientos razonables. El saber callar las necedades que se ocurren es la prueba del buen juicio: ocultar en sociedad ciertos pensamientos que escandalizarian á las gentes, constituye la prudencia: dominar los latidos de la soberbia, los deseos livianos, la envidia y todas las pasiones, es la virtud. ¡Qué diferencia entre el tranquilo aspecto de algunos rostros impasibles, y el motin interior de las ideas bajo el cráneo! vienen á ser como esos edificios cerrados, cuya severa fachada no denuncia los crímenes domésticos que en sus habitaciones se consuman.


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23 págs. / 40 minutos / 27 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Los Microbios

José Fernández Bremón


Cuento


Me había acostado bajo la impresión que me produjo el folleto de mi amigo el señor Rodríguez Merino, La electricidad y el cólera. La idea de aplicar aquel fluido como preservativo para destruir con su uso diario los microbios de aquella enfermedad, apenas aparecen en el cuerpo humano, y el propósito de crear gabinetes de electrización a donde acudiéramos para formar cadena y recibir los chispazos de tal modo me preocuparon, que cuando me dormí tuve un sueño disparatado que voy a referir.

I

Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos, otros parecían troncos retorcidos, herramientas, reptiles, garfios y antiparras; iban los unos armados de mangas filtradoras de venenos; otros de taladros y ganzúas, de picos de águila y garras de león.

Parecían las visiones del Apocalipsis reducidas a la dimensión de puntas de alfileres, que esperaban el día terrible para ensancharse a su tamaño natural.

Hui, sin esperar su acometida.

II

Estaba en mi casa; se oían a lo lejos tiros, cornetazos, voces de mando y gritos subversivos.

—¿Qué motín es ése? —pregunté.

—Escuche usted las voces.

—Oigo vivas y mueras a los microbios.

—En efecto; la gente está dividida en dos partidos: sostienen unos que los microbios que tenemos en el cuerpo son los que conservan nuestra vida, y quieren que se les respete; los otros opinan que son la causa de todas las enfermedades, y piden que se les destruya.

—¿Y quienes tienen razón?

—Todavía no se sabe; los que peguen. ¿Oye usted? Han perdido la batalla los microbios. Bajemos a electrizarnos, para no ser sospechosos.

—¿Y cómo se electriza cada día tanta gente? ¿Formaremos cadenas?


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4 págs. / 8 minutos / 14 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Dios de las Batallas

José Fernández Bremón


Cuento


Ello era que algo habíamos de adorar, después de derribado el culto católico o de estar por lo menos arrinconado en ciertas conciencias retrógradas o en el oratorio de algunas viejas tenazmente devotas. La elección de dioses ofrecía muchas dificultades: unos opinaban que se adoptase la religión de Zoroastro, pero rechazaron el culto del fuego todas las compañías de seguros contra incendios. El buey Apis ofrecía la ventaja, para un año de hambre, de poder aparecerse en forma de roast beef a sus devotos; pero tenía el inconveniente esta divinidad de verse expuesta a la mayor de las irreverencias si alguna vez encontrase a la traílla de la plaza. Recordando que los pueblos habían doblado la rodilla ante ciertos vegetales, un cocinero francés propuso el culto de la trufa: su voz fue ahogada por los partidarios del tomate y la cebolla. Un tribuno desgreñado, amenazando al cielo con los puños, aseguró que el hombre debía adorarse a sí mismo: su teoría mereció la reprobación de las mujeres. En fin, buscando dioses nuevos, sucedió lo que sucede con las formas de los trajes y las formas de gobierno: volviose la vista al pasado y decidieron los hombres elegir tres divinidades en el Olimpo, dejando a la libertad individual la creación de los dioses menores y los héroes. He aquí los númenes que obtuvieron mayoría.

Marte: fue votado por todos los hombres, exceptuando los miembros del Congreso de la paz y algunos generales.

Venus: sólo tuvo una leve oposición por parte de las feas.


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5 págs. / 9 minutos / 20 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Primer Sueño de un Niño

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una gran movilidad en las cabezas de los muchachos, ciertos ademanes libres e irrespetuosos y murmullos demasiado perceptibles en la clase demostraban que la autoridad del maestro había sufrido algún eclipse, pero no total, porque las conversaciones se sostenían en voz baja, y los gestos y actitudes antiacadémicos no traspasaban ciertos límites. Era una insubordinación prudente, a que daba ocasión un hecho extraordinario.

En efecto, don Hipólito Ablativo, maestro de primeras letras y director de la escuela, había inclinado la cabeza sobre el pupitre y se había quedado dormido explicando por centésima vez a sus discípulos aquella gran inundación bíblica que cubrió de agua toda la Tierra.

No era don Hipólito un profesor vulgar: conocía los sistemas de enseñanza más modernos; pero su escasa dotación no le permitía instalar un jardín Fröbel. Un amigo le había remitido en otro tiempo una de esas cajas enciclopédicas, que explican a los niños las evoluciones de las primeras materias, hasta su última trasformación industrial; pero la mazorca de maíz, los granos de trigo y de arroz, en fin, los objetos más interesantes de la caja, habían sido devorados por los alumnos a quienes dejaba sin comer. El señor Ablativo practicaba en lo posible el método de hacer agradable la enseñanza a los muchachos, y con este objeto había obtenido del alcalde una autorización para restablecer en su escuela los azotes.

Las razones que expuso ante el Ayuntamiento para obtener aquel permiso eran poderosas:


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9 págs. / 15 minutos / 12 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Azufre en la Magia

José Fernández Bremón


Cuento


Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Arte de Vivir

José Fernández Bremón


Cuento


Querido Luis:

He leído con interés las descripción que me haces de ese castillo moruno, sin almenas ni puertas, con los cimientos removidos por las minas y los muros aportillados, que siembran de piedras y cascote los derrumbaderos que lo cercan.

«Felices nosotros que no tenemos que vivir rodeados de murallas y cubiertos de hierro —dices al concluir tu carta— ni sentimos la necesidad de fortificarnos y defendernos».

Tienes razón en apariencia: ya no se encierran los hombres en castillos, esos nidos humanos hoy abandonados a las lechuzas; ya no nos blindamos el cuerpo para preservarlo de la saeta y de la lanza; pero ¡ay! de aquel que no se fortifica a la moderna y no lleva una sutil y disimulada coraza debajo del chaqué.

Antiguamente se distinguía de lejos el enemigo por el polvo que levantaban sus caballos, el brillo de las armas y los colores que ostentaban sus pendones. Hoy se acerca a nosotros sin ruido y abrazándonos. Entonces el combate era la forma natural y clara de la guerra. En nuestros tiempos, todo el que reflexiona concluye por estimar al enemigo declarado, que al fin y al cabo tiene la franqueza de no disimular su antipatía, y nos advierte que no contemos con él y vivamos prevenidos. Son, por desgracia, muy pocos los que nos envían su cartel.

En la Edad Media los hombres sabían a ciencia cierta los instrumentos que usaba el enemigo para ofenderlos: máquinas de guerra para agujerear sus muros; zanjas para perniquebrar a sus caballos; mazas de hierro para abollar la cabeza a los jinetes; picas para derribarlo del caballo y desencajar la armadura por los flancos; saetas para atravesarle un ojo cuando se alzaba la visera, y otros instrumentos entonces familiares y corrientes. Hoy el enemigo usa un bastón ligero e inofensivo, y hiere con la palabra fina y cortésmente.


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3 págs. / 5 minutos / 24 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Verdad Embellecida

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


—Mucho debe ser, cuando la Providencia me regala de este modo: me puso casa con una hermosa bóveda y de una sola habitación para que no me molestaran los vecinos: no me dio pies, para indicarme que no necesito andar, como tantos infelices, para ganarme la vida: abro mis puertas cuando quiero, y entra la luz, que viene de muy lejos, para alumbrar mi casa: ese mar tan grande y de tan mal genio me trae todos los días como un esclavo la comida, y paso mi existencia durmiendo y despertando con sosiego, en una cuna de nácar, envuelta en mi manto transparente.

—¿Quién cuenta tales grandezas en este rinconcito de mar? —dijo un joven cangrejo—. Deben ser embustes.

—No: todo lo que dice es cierto, pero muy embellecido —respondió un cangrejo sabio.

—¿Me puede usted decir quién es esa princesa?

—Esa princesa es una ostra.


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1 pág. / 1 minuto / 14 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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