Textos más descargados de José Fernández Bremón etiquetados como Cuento disponibles publicados el 1 de agosto de 2024

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autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 01-08-2024


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Los Dos Cerdos

José Fernández Bremón


Cuento


—Señor —me dijo una pobre mujer, dejando su periódico—, ¿qué es eso del hipnotismo? No acabo de entenderlo.

—Se han escrito acerca de ello muchos libros, que cuentan maravillas seriamente; pero como usted no los comprendería, diré en términos claros lo que puede y debe usted entender. Un sabio le propone a usted dormirla con la voluntad y la mirada: si usted acepta, toma asiento; el profesor fija en usted la vista y la adormece; en ese estado le da a usted una orden, que no oye usted, pero que, sin querer y necesariamente, cumple usted al despertar.

—¿Y si me manda que mate?

—Mata usted; y si le ordena que robe, roba usted. Aún hay más. Un sabio dijo a un durmiente hipnotizado: «Quiero que mañana te salga una ampolla en el cogote»; y el cogote obedeció la orden, y salió al día siguiente la vejiga: de modo que, no sólo obedece el paciente con sus acciones, sino los miembros de su cuerpo, curándose si están enfermos, y hasta marcando si es preciso una inscripción sobre la espalda, según refiere un profesor de Montpellier.

—¿Tales milagros se ejecutan?

—¿Quiere usted que la duerma y ordene a sus narices que se caigan a la hora que usted guste?

—¡No, por Dios!

—Lo remediaríamos con otro sueño hipnótico, en que, a mi voz de mando, brotaría bajo su frente otra nariz tan linda como la que luce usted en esa cara. Como que trato de abrir un salón de compostura y embellecimiento de personas, a precios arreglados: desfiguración de rostros para huir de la Justicia o acreedores, brote de cabellos en las calvas y cambio de atractivos a los descontentos de su físico.

—¿Eso hará usted?

—He hecho más: he convertido en cerdo a un hombre, como verá usted en la historia que voy a referir: no supongo que la nieguen esos sabios: yo les he creído, y en correspondencia deben creerme a pie juntillas. O se tira de la manta para todos o para ninguno.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Las Travesuras del Viento

José Fernández Bremón


Cuento


¡Con qué ímpetu baja el viento por las pendientes del Guadarrama! ¡Ay de las primeras flores que se atrevan a blanquear en los almendros, si el aire, helado en los ventisqueros de la sierra, silba por las angosturas de los puertos, varea las ramas de los árboles y forcejea con las torres! En marzo acaba nuestro invierno y empieza la primavera. En aquella estación rueda el viento sin obstáculo por los áridos campos; no detienen su marcha las murallas de hojas, patina por el hielo y reina en el espacio; pero en la primavera tiene que contenerse para no destruir los nidos, ni deshojar las flores, y hasta los muchachos le obligan a jugar con sus cometas; es un gigante precisado a andar de puntillas y hablar bajo, para no interrumpir la gestación de las criaturas débiles y el tejido de los órganos delicados. Fluctuando entre dos estaciones, nunca es tan caprichoso el viento como en marzo. Ya con su aliento suave anima a nacer a los seres primerizos; ya cuando las semillas asoman por la tierra con timidez sus orejitas verdes para oír si silba el viento, sale bramando por los aires y se revuelca por los suelos, formando torbellinos.

I

Por entre los campos labrados va llorando una muchacha muy bonita, siguiendo a la carrera y con la vista un plieguecillo de papel que sube hacia las nubes; una ráfaga de viento le ha arrebatado, antes de leerla, una carta de su novio.

Andrés se había embarcado para América, seis meses hacía, en busca de fortuna, y aquella primera carta, esperada con tristeza y sobresaltos tanto tiempo, no sólo debía contener los desahogos de un corazón apasionado, sino la expresión de sus esperanzas. ¿Dónde estaba Andrés? ¿Qué le diría en esa carta que iba desapareciendo de su vista?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Carta de un Ladrón

José Fernández Bremón


Cuento


He recibido por el correo una carta extraña firmada por Un ladrón. Suprimo de ella los cumplimientos, el preámbulo, y las palabras ociosas. Se queja de que su clase no tenga periódico, ni club, ni medios de manifestar sus aspiraciones, y me elige como intermediario para dar publicidad a sus ideas, por constarle que no tengo quejas ni miedo de los ladrones.

«Usted sólo posee algunos libros, y no quitamos eso, dejándolo para que lo roben las personas honradas. Crea usted —escribe el ladrón— que no robamos ideas, inéditas ni impresas. Siempre hemos respetado la guardilla del escritor: éste sólo tiene en vida y en muerte dos enemigos: los bibliófilos y los ratones. ¿Qué inconveniente puede usted tener en prestarnos el servicio que reclamo?».

Justificada mi neutralidad e intervención, trascribo la carta sin comentarios.


La justicia nos persigue, y hoy que todos hablan, sólo a nosotros se nos niega la palabra: todo se defiende menos el robo, con el nimio pretexto de estar penado por la ley. ¿Acaso lo estuvo y lo estará siempre? Somos ilegales, es verdad, pero aspiramos a no serlo. ¿Cómo podremos ocupar algún día el Gobierno y practicar nuestros ideales, si no se nos facilitan los medios para ello?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Mundo y Familia

José Fernández Bremón


Cuento


I

—Papá —dijo una arañita flaca y zancuda a otra araña, que había sido gorda, a juzgar por la anchura del abdomen, ya desinflado y lacio, como bolsa sin dinero—, hace mucho tiempo que no se come aquí: ni un mosquito siquiera pasa por este rincón; mi madre salió a buscar comida fiada y no vuelve; deme usted su bendición, que voy a correr el mundo.

—Espera, hijo, siquiera una noche.

—No espero, papá, el hambre incita al crimen y anoche tuve malos pensamientos.

—Ya lo reparé, hijo mío. Haciendo que dormía, observé que me mirabas con apetito. Por fortuna, pudiste reprimirte; yo aguardaba con la boca abierta que me dieras un motivo para desayunarme con tu cuerpo. Vete, pues, y recibe con mis ocho patas las ocho bendiciones que se dan al viajero. Acércate, hijo mío.

—Bendígame usted de lejos.

—Cómo, criatura, ¿te irás sin abrazarme?

—Ya lo creo: aquí reina el hambre y somos comestibles.

—Adiós, pues: no te olvides de enviarme noticias tuyas con la primera mosca que encuentres.

La arañita no escuchó más, y descolgándose del techo con un hilo, en pocas zancadas salió por la ventana. Allí se detuvo asombrada, porque nunca sospechó que el mundo fuera tan grande ni hubiera en él tantos vivientes. Poco después se hallaba en un tejado donde un gusano pacífico tomaba el sol tranquilamente. Examinole con atención, y viendo que no tenía dientes ni defensas, le dijo agarrándole por el pescuezo:

—Date preso en nombre de la ley.

Es la fórmula antigua que usan las arañas cuando estrangulan a su víctima. En vano quiso desasirse el infeliz gusano estirando y encogiendo sus anillos: la arañita le chupó todo su jugo, hasta que, creyendo reventar de puro harta, le soltó.

—Puedes retirarte —le dijo—, quedas en libertad.

El gusano no le pudo dar las gracias: estaba seco.


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La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Buenaventura

José Fernández Bremón


Cuento


I

Todo lo que ha ganado Madrid en limpieza, comodidades y extensión en el último medio siglo lo ha perdido en carácter. Ya no se ven por las calles de Alcalá, Segovia y Toledo ni las sillas de posta, ni las galeras, ni los pintorescos calesines, ni los variados trajes que distinguían al catalán del andaluz y al maragato del manchego; nadie recuerda al buñolero que vendía su mercancía enristrada en una caña; ni al pobre de San Bernardino, mecha en mano, ofreciendo fuego a los fumadores y recogiendo la limosna en un cepillo de hoja de lata; ni apenas hay idea del arroyo, o sea el declive central o lecho para que corriesen las aguas pluviales por en medio de las calles; ni del ruido de los chaparrones cuando caían de todos los tejados gruesos caños de agua que retumbaban en la bóveda del paraguas; ni de la sucia servidumbre que convertía los portales en desahogo de los transeúntes; ni de las mulas que llevaban pendientes de unos garfios la carne descuartizada para distribuirla en las tablajerías. Entonces los serenos tenían que hacer prueba de su voz para obtener su plaza y cantar las horas de la noche, cruzar con la escalera al hombro y la cesta en lo alto de ella, con los paños de limpiar y la alcuza del aceite. Entonces hacían la compra de las casas los aguadores, que vestían montera y traje corto, y quisiéramos para los políticos más probos su fama de honradez, que compartían con los mozos de aduana, conocidos por su robustez, su chapa y su sombrero de anchas alas. Era la época de las trabillas, y la milicia nacional, el telégrafo de torre, la ronda de capa, las jaranas y el Diccionario de Madoz. En donde está hoy el palacio del marqués de Linares había un edificio mezquino y redondo dedicado a pósito de trigo; lo que hoy es barrio de Salamanca era una sucesión de campos de cebada; la Puerta del Sol era más que plaza una encrucijada de calles de forma irregular.


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El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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El Diccionario de los Gatos

José Fernández Bremón


Cuento


A fuerza de conocer a los hombres, he concluido por estimar mucho a los gatos: por eso cuando perdí a Hollín, mi hermoso gato negro, después de registrar patios y sótanos, determiné buscarlo en el tejado a las altas horas de la noche, en que sólo nos espían nuestras vecinas más calladas, las estrellas. Oíase un diálogo gatuno, musical y brillante, cuando con la suavidad posible me deslicé sobre las tejas: la huida de uno de los interlocutores me demostró que había hecho ruido; pero el fugitivo era un gato blanco. ¿Habría ahuyentado al otro, que bien pudiera ser el mío? Un maullido melancólico que sonó tras el caballete de una buhardilla próxima me devolvió la esperanza: avancé paso a paso de hormiga hacia la ventana, maullé lo mejor que supe, y noté con cierto orgullo que me contestaba otro maullido; repetí, respondió el gato, y después de un largo paseo contenido para recorrer la distancia de tres metros, pude asomar la cabeza a la ventana, y en vez de mi gato Hollín, quedé atónito al encontrarme ante un anciano venerable que maullaba con extraordinaria perfección y me miraba sonriendo.

—Pase usted, vecino —me dijo—, que puede usted caerse.

Y ayudándome a entrar por la ventana, añadió, mientras yo callaba avergonzado y sorprendido:

—El primer maullido que usted dio me llenó de placer: era una frase desconocida para mí; al segundo temblé, creyendo por su acento extranjero que entre los gatos hubiera idiomas diferentes; luego reconocí el acento humano y una imitación burda y sin sentido. Pero tiene usted disposición, y en un curso de diez o doce años podrá usted maullar correctamente.

—¿Diez o doce años?

—Yo he gastado cincuenta en entender ese idioma y componer su diccionario: aquí lo tiene usted.

Encendió un cabo de vela, y me enseñó un pliego de papel con anotaciones musicales y su traducción al castellano. Yo leí:


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Árbol Genealógico

José Fernández Bremón


Cuento


I

Hacía mucho tiempo que en mi calidad de médium me comunicaba con los espíritus de los muertos, sirviéndoles de amanuense. Había celebrado conferencias con Mahoma, Bobadilla y el rey don Sebastián, pero no teniá el honor de conocerles. Quise hacer mi árbol genealógico desde mi cuarto abuelo, que fue el último que constaba en los papeles de familia, como nacido en 1710 y muerto en 1761: tenía la sospecha de hallar un noble parentesco, y sucesivamente acudieron a mi evocación, dándome noticias suyas, mis abuelos 5.º, 6.º, 7.º y 8.º, que resultaron ser los siguientes:

5.º Don Juan López Uela, familiar del Santo Oficio: Nacido en Madrid en 1680: falleció en 1715 de un bocado que le dio una bruja que sacaron a quemar: murió rabioso.

6.º Don Lucas López y Ruela, maestro de baile: (1640-87), quedó cojo enseñando un paso nuevo a sus discípulas: no quiso usar muletas porque su habilidad le permitió andar toda su vida con un pie.

7.º Pedro López Iruela, corchete: (1610-72), creyendo una noche agarrar el pescuezo a un delincuente, cogió una soga y cayó a un pozo gritando: «¡Por el rey!».

8.º López Ciruela, expósito: (1571-1613), suplicacionero o barquillero, mozo de mulas y ladrón.

Interrumpida aquí la línea legítima, no me convenía encabezar mi árbol genealógico con un individuo de esa especie, que en realidad sólo pudo producir una rama de ciruelas. Mi desencanto nobiliario fue terrible: yo que soñaba convertir mi obscuro nombre de Pedro de López Uela, en el ilustre y señor de Pedro de la Pezuela, no consideré que el López Uela fue el salto definitivo con que mi familia, suprimiendo una erre, pudo emanciparse del Ciruela.


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Vestir al Desnudo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los periódicos madrileños publicaron una noticia de París que produjo gran satisfacción entre los calvos.


La industria de las pelucas y añadidos está herida de muerte: el químico Mr. De la Peausserie ha descubierto una pasta infalible para hacer crecer el pelo. La Memoria que presentó a la Academia de Ciencias es lacónica. «El fracaso —dice— de todos los ingredientes para remediar la calvicie tiene por causa principal el ser para uso externo, sin fijarse en que el cabello crece de dentro afuera: es como si un labrador cubriese de pieles la tierra y sembrara el trigo encima de la piel. Yo siembro el pelo dentro del cuerpo de que brota, introduciéndole con mis pastillas los elementos que componen el plasma cabelludo: una vez asimiladas las sustancias convenientes el plasma se produce y nace el pelo. Como entre los señores académicos abundan los que pueden comprobarlo, adjuntas varias cajas de pastillas y a la prueba me remito».


Ahora bien: hace siete días que empezaron los ensayos y en todas las calvas académicas ha empezado a nacer un vello sedoso que de día en día se va fortaleciendo.

II

Un mes después añadían nuestros corresponsales de París estos detalles:


El banquete dado por los académicos experimentadores a Mr. De la Posserí ha sido suntuoso. Aquellos hombres doctos ostentaban, en vez de sus antiguas pelucas, largas melenas propias. Cuando apareció el primero de los postres, que era un pastel cubierto de cabello de ángel, los sabios, conmovidos ante aquel símbolo, abrazaron y vitorearon a Mr. De la Posserí.

III

Treinta días más tarde todo había cambiado: extractemos un artículo francés:


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