Me había acostado bajo la impresión que me produjo el folleto de mi amigo el señor Rodríguez Merino, La electricidad y el cólera.
La idea de aplicar aquel fluido como preservativo para destruir con su
uso diario los microbios de aquella enfermedad, apenas aparecen en el
cuerpo humano, y el propósito de crear gabinetes de electrización a
donde acudiéramos para formar cadena y recibir los chispazos de tal modo
me preocuparon, que cuando me dormí tuve un sueño disparatado que voy a
referir.
I
Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla
estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos,
otros parecían troncos retorcidos, herramientas, reptiles, garfios y
antiparras; iban los unos armados de mangas filtradoras de venenos;
otros de taladros y ganzúas, de picos de águila y garras de león.
Parecían las visiones del Apocalipsis reducidas a la dimensión de
puntas de alfileres, que esperaban el día terrible para ensancharse a su
tamaño natural.
Hui, sin esperar su acometida.
II
Estaba en mi casa; se oían a lo lejos tiros, cornetazos, voces de mando y gritos subversivos.
—¿Qué motín es ése? —pregunté.
—Escuche usted las voces.
—Oigo vivas y mueras a los microbios.
—En efecto; la gente está dividida en dos partidos: sostienen unos
que los microbios que tenemos en el cuerpo son los que conservan nuestra
vida, y quieren que se les respete; los otros opinan que son la causa
de todas las enfermedades, y piden que se les destruya.
—¿Y quienes tienen razón?
—Todavía no se sabe; los que peguen. ¿Oye usted? Han perdido la
batalla los microbios. Bajemos a electrizarnos, para no ser sospechosos.
—¿Y cómo se electriza cada día tanta gente? ¿Formaremos cadenas?
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