Textos más populares esta semana de José Fernández Bremón publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 4

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autor: José Fernández Bremón fecha: 01-08-2024


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Los Microbios

José Fernández Bremón


Cuento


Me había acostado bajo la impresión que me produjo el folleto de mi amigo el señor Rodríguez Merino, La electricidad y el cólera. La idea de aplicar aquel fluido como preservativo para destruir con su uso diario los microbios de aquella enfermedad, apenas aparecen en el cuerpo humano, y el propósito de crear gabinetes de electrización a donde acudiéramos para formar cadena y recibir los chispazos de tal modo me preocuparon, que cuando me dormí tuve un sueño disparatado que voy a referir.

I

Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos, otros parecían troncos retorcidos, herramientas, reptiles, garfios y antiparras; iban los unos armados de mangas filtradoras de venenos; otros de taladros y ganzúas, de picos de águila y garras de león.

Parecían las visiones del Apocalipsis reducidas a la dimensión de puntas de alfileres, que esperaban el día terrible para ensancharse a su tamaño natural.

Hui, sin esperar su acometida.

II

Estaba en mi casa; se oían a lo lejos tiros, cornetazos, voces de mando y gritos subversivos.

—¿Qué motín es ése? —pregunté.

—Escuche usted las voces.

—Oigo vivas y mueras a los microbios.

—En efecto; la gente está dividida en dos partidos: sostienen unos que los microbios que tenemos en el cuerpo son los que conservan nuestra vida, y quieren que se les respete; los otros opinan que son la causa de todas las enfermedades, y piden que se les destruya.

—¿Y quienes tienen razón?

—Todavía no se sabe; los que peguen. ¿Oye usted? Han perdido la batalla los microbios. Bajemos a electrizarnos, para no ser sospechosos.

—¿Y cómo se electriza cada día tanta gente? ¿Formaremos cadenas?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Un Crimen en el Cielo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Colás el zapatero era viudo, pobre y estaba próximo a ser viejo: no es de extrañar que viviera solitario en su buhardilla, comiendo mal, cavilando mucho, saliendo a cazar muy de tarde en tarde por único ejercicio, y buscando sus recreos en los recuerdos, mientras machacaba la suela, punzaba con la lezna o untaba con la pez, o en alguna que otra ilusión que cruzaba por su frente: que las ilusiones con sus alas de oro entran también en las buhardillas y acarician a los pobres y a los viejos.

Había velado Colás hasta las altas horas de las noche para acabar un zapatito de señora, el cual iba adquiriendo entre sus manos forma tan delicada y elegante, que cada vez lo manejaba con más consideración y más cuidado. Cuando acabó de dar a su obra la última mano, la contempló con admiración; era perfecta.

Había empezado a examinar en ella la puntada, la suavidad del contrafuerte, la tirantez e igualdad de la plantilla y su adaptación justa a la horma: era crítica de zapatero. Después admiró la elegancia de la hechura, la morbidez y gracia de sus líneas; la admiraba como artista.

—No se puede hacer mejor —exclamó lleno de orgullo—, más diré: no se puede hacer otro igual: este zapatito no tiene par posible y ha de quedar descabalado.

Hasta entonces, en cada obra terminada sólo había considerado Colás la ganancia que le debía producir: en aquel momento experimentaba una emoción espiritual: la satisfacción del arquitecto al concluir una hermosa catedral, la sentía Colás contemplando su obra prima, como si hubiese puesto toda su inteligencia y todo su sentimiento en la confección de aquel zapato.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Batalla de Monos

José Fernández Bremón


Cuento


Altas e impenetrables bóvedas de hojas impiden el paso de la luz y forman el crepúsculo perpetuo de la gran selva africana: el suelo está interceptado por troncos caídos y ramas muertas que obstruyen el paso del camello y alejan a la civilizadora caravana; sólo el avestruz, el antílope y el tigre saltan aquellas barreras, mientras los monos se columpian en las ramas de ébano y de sándalo, arrancan en las palmeras racimos de dátiles y suben de árbol en árbol más allá de la techumbre de hojas, para comérselos al sol. Únicamente las aves y los monos pueden ver el cielo en aquel bosque sombrío que ocupa centenares de leguas.

¡Los monos! ¡Qué felices vivían en aquel laberinto de troncos, haciendo cabriolas e insultando con sus gestos y proyectiles al pacífico elefante, que sólo se dignaba contestar de tarde en tarde a las injurias arrancando algún tronco con su trompa, ese formidable gatillo de extraer raíces de árbol! ¡Con qué agilidad escalaban las palmeras las monas madres con sus hijos a la espalda para darles de merendar entre el penacho erizado de las hojas, mientras los padres de los cachorrillos charlaban por señas en un círculo de amigos! ¡Cómo perseguían de rama en rama los amantes a las monas más apetecibles, o eran perseguidos por alguna mona desdeñada que les pedía explicaciones! Los monos viejos, indiferentes al amor, contemplaban desde sitios cómodos y seguros aquellas galanterías y los volatines, travesuras y muecas de un pueblo alegre y saltarín.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Pata de Avispa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste, bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además, una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas, ladronas, crueles y opulentas.

Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con el aguijón envenenado de sus lenguas.

Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:

—¿Se puede saber por quién estáis de luto?

—Estamos ??? ??? ??? ???.

—¿Qué ??? ??? ???

—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.

—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.

—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.

—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.

—Cursi.

—¡Ladrona!


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Venus Vengadora

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Qué tiempos tan lejanos! Homero no había cantado aún el retraimiento y la cólera de Aquiles. Los tímidos viajes de los marinos griegos bastaban para satisfacer las necesidades del lujo y de los cambios; guiados los pilotos por la estrella del norte y los agüeros, acudían a la isla de Citeres a venerar la playa donde la concha de Venus se detuvo; y descargaban de sus toscas navecillas la miel famosa del Hymeto, higos de Ítaca y de Córcira, armas de cobre forjadas en Chipre, vinos de Lesbos y de Chío, lanas de la Arcadia y pasas de Corinto. Los mercaderes fenicios, que arribaban en naves poderosas, ofrecían a las voluptuosas isleñas de Citeres tejidos de oro y plata, cigarras de oro para recoger en bucles el cabello; pedrería, bálsamos y quitasoles de marfil; y cargaban sus buques de esponjas y corales, púrpura, salazones y frutos de la isla. La pura luz de aquel cielo brillante permitía ver a lo lejos, por el mediodía de la isla, los perfiles de los montes de Creta, y por el norte, en la península vecina, la cima del Taigeto; mientras en el azulado mar que la ceñía, se encontraban y besaban las olas del mar Jónico y las olas del Egeo. Brillaban en los naranjos y limoneros los frutos de oro entre las hojas relucientes; reinaba el arrayán en los jardines dedicados a la diosa y los rosales embalsamaban el aire con su perfume predilecto; el cisne sagrado flotaba en los estanques y revoloteaban las palomas esperando ser uncidas al carro de su ama; devotos de todos sexos y edades venían de remotas tierras a ofrecer en el ara cestos de flores y ofrendas incruentas; y el aroma de esas flores, el piar de los pajarillos en los bosques, el arrullo de las palomas, las músicas y las invocaciones amorosas, todo decía a voces que allí tenía su templo y residencia favoritos la Venus citerea, la querida de Adonis, la madre de Cupido y de las Gracias.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Pío y Pía

José Fernández Bremón


Cuento


I

Cuando despertaron al canario los gorjeos de otras aves, un rayo de luz le daba de frente por entre las hojas del castaño de Indias. Desenroscó su cuello, sacudió y alisó las despeinadas plumas; dio algunos saltitos de rama en rama y un vuelo hasta el arroyo, donde bebió algunos sorbos, mirando al cielo y mirándose en el agua, y expresó su satisfacción cantando esta copla improvisada:


Qué hermosa mañana;
cómo brilla el sol,
qué alegre es la vida,
qué bonito soy.


—¿Y yo? ¿Soy acaso fea? —dijo una canaria revoloteando por encima del arroyo y parándose a beber en la otra orilla.

—¿Fea usted, con ese corte de alas y ese cuerpecito de color de crema? ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pía.

—¿De veras? Somos tocayos. Porque yo me llamo Pío.

—Es nombre muy común entre los pájaros.

—¡Ay, qué vocecita! ¿Se puede saber en dónde almuerza usted?

—Hay un campo de alpiste muy cerquita.

—Si todo lo que dice ese pico es cosa buena: guíe usted, que la sigo hasta el fin del mundo. ¡Ay qué meneíto tienen esas alas y esa cola! Y con qué gracia encoge usted las patitas al volar.

—Como todas las canarias.

—No: las hay muy sosas.

—Me he criado en pajarera.

—Ya se conoce: vuela usted con una timidez aristocrática.

—Éste es el campo que le dije.

—Qué bien sabe el alpiste al lado de usted.

—Coma y calle.

—¿Ha tenido usted amores?

—Luego hablaremos; ¿quiere usted que me atragante?

Cuando el almuerzo terminó, el canario dijo a Pía:

—Yo la amo a usted. ¿Le soy indiferente?

—Va usted muy deprisa.

—Mi amor crece por instantes. Un solo favor. Déjeme usted que le arranque una plumita del cuello para tener un recuerdo de usted.

—Retírese usted, joven, o doy gritos.

—Quiérame usted.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Rey, Verdugo y Antropófago

José Fernández Bremón


Cuento


En las regiones del África central, en que tienen puestas las manos o los ojos belgas, franceses, ingleses y alemanes, separan del resto del mundo al país de los mumbutos varias tribus de negros que dicen llamarse zandes, y los geógrafos se empeñan en nombrar niams-niams, como si, por mucho que sepan los geógrafos, pudiera nadie mejor que uno mismo saber cómo se llama.

Son los mumbutos buenos herreros y grandes arquitectos, y comparado con el de sus vecinos, su color es relativamente claro, como un vaso de café entre dos frascos de tinta; su gobierno es monárquico, su industria adelantada, y sólo tienen el disculpable defecto de preferir la carne humana a la del perro, única que les proporcionan sus rebaños; y como es entre ellos la antropofagia muy antigua, sólo revela su conservación un piadoso celo por no alterar las tradiciones.

Podremos recriminarlos por esas prácticas fúnebres en nombre de las nuestras, aunque éstas no excluyen, en rigor, para el remoto porvenir que se anuncia de un hambre universal, someter a discusión, llegado ese caso, si es lícita la antropofagia a falta de otros alimentos, no matando y respetando las vigilias. Y aun parece probable que resulte tan buen o mejor sepulcro una olla bendita, que uno de esos museos en que se alinean esqueletos de cristianos; que se puede comer la carne humana sin gula y con respeto, y aun alternada con responsos y oraciones por el muerto.

Si en el orden puramente culinario repugna a nuestro estómago ese alimento, la verdad es que, no habiendolo probado a sabiendas, no tenemos autoridad para negar su suculencia. Y sería peligroso afirmarla, porque siendo costumbre que nos destrocemos los unos a los otros, ¿qué sucedería si fuéramos comestibles? ¿Qué parientes o amigos estarían libres de la mesa del amigo o del pariente?


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Carta de un Ladrón

José Fernández Bremón


Cuento


He recibido por el correo una carta extraña firmada por Un ladrón. Suprimo de ella los cumplimientos, el preámbulo, y las palabras ociosas. Se queja de que su clase no tenga periódico, ni club, ni medios de manifestar sus aspiraciones, y me elige como intermediario para dar publicidad a sus ideas, por constarle que no tengo quejas ni miedo de los ladrones.

«Usted sólo posee algunos libros, y no quitamos eso, dejándolo para que lo roben las personas honradas. Crea usted —escribe el ladrón— que no robamos ideas, inéditas ni impresas. Siempre hemos respetado la guardilla del escritor: éste sólo tiene en vida y en muerte dos enemigos: los bibliófilos y los ratones. ¿Qué inconveniente puede usted tener en prestarnos el servicio que reclamo?».

Justificada mi neutralidad e intervención, trascribo la carta sin comentarios.


La justicia nos persigue, y hoy que todos hablan, sólo a nosotros se nos niega la palabra: todo se defiende menos el robo, con el nimio pretexto de estar penado por la ley. ¿Acaso lo estuvo y lo estará siempre? Somos ilegales, es verdad, pero aspiramos a no serlo. ¿Cómo podremos ocupar algún día el Gobierno y practicar nuestros ideales, si no se nos facilitan los medios para ello?


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El Pájaro Ciego

José Fernández Bremón


Cuento


A Emilio Luis Ferrari

I

Todos los pajarillos habían volado menos uno: el padre visitaba alguna vez el nido por costumbre, que el matrimonio, indisoluble entre las tórtolas, no obliga, criados los hijos, a otras muchas aves. Sólo la madre persistía en el nido con el más fuerte de los polluelos, a quien no habían retirado su ternura, porque el instinto le advertía que no podía abandonarle: aquel vistoso pajarillo estaba ciego.

La buena madre hubiera deseado desentumecer el cuerpo después de la inacción de la nidada, pero no se atrevía a abandonar a aquel hijo desgraciado expuesto a todos los peligros. Nunca lo perdía de vista al separarse para traerle la comida o murmurar con las vecinas pitorreando entre las ramas. ¡Y cuántas tentaciones ofrecía aquella primavera en los celajes del horizonte, en los nacientes y sabrosos granos de las espigas verdes y las henchidas gusaneras criadas por un invierno de nieves y humedales; en la alegría universal que producía la abundancia, convidando a todos los vivientes a las diversiones y al hartazgo; en lo tupido de las hojas y la altura de las hierbas, la gordura de los pájaros y los gorjeos de las otras madres, orgullosas de sus crías y gozando de su recobrada libertad!

A veces, una bandada que cruzaba rozándola decía alegremente:

—¡Ven a divertirte!

Y la pajarilla ahuecaba las alas para seguir a la comparsa bulliciosa; pero al ver a su hijuelo saltar tímidamente por unas ramas que le había enseñado a medir, y ver aún en el suelo el cascarón que le sirvió de cuna y por donde asomó su piquito sonrosado, plegaba sus alas otra vez, y contemplando aquel cuerpecillo delicado, y su sedoso plumón y sus patitas trasparentes, parecíale que toda la primavera con sus brotes y sus flores y su cielo azul era menos hermosa que aquel hijo imperfecto.


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El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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